Capítulo XX
Visión admirable de un joven novicio
que estaba en trance de salir de la Orden
Visión admirable de un joven novicio
que estaba en trance de salir de la Orden
Un joven muy noble y delicado entró
en la Orden de San Francisco; y al cabo de unos días, por
instigación del demonio, comenzó a sentir tal repugnancia al
hábito que vestía, que le parecía llevar un saco
vilísimo; las mangas, la capucha, la largura, la aspereza del mismo,
todo se le hacía una carga insoportable. A esto se añadía
el disgusto por la vida religiosa. Tomó, pues, la decisión de
dejar el hábito y volver al mundo.
Había tomado la costumbre, como le
había enseñado su maestro, cada vez que pasaba delante del altar
del convento en que se conservaba el cuerpo de Cristo, de arrodillarse con gran
reverencia, quitarse la capucha e inclinarse con los brazos cruzados ante el
pecho. Y sucedió que la misma noche en que iba a marcharse y salir de la
Orden, tuvo que pasar por delante del altar del convento; conforme a la
costumbre, al pasar se arrodilló e hizo la reverencia.
En aquel momento fue arrebatado en
espíritu, y Dios le mostró una visión maravillosa: vio
delante de sí una muchedumbre casi infinita de santos que desfilaban en
forma de procesión, de dos en dos, todos vestidos de brocados
bellísimos y preciosos; sus rostros y sus manos resplandecían
como el sol y se movían al compás de cantos y música de
ángeles. Entre aquellos santos había dos, vestidos con mayor
elegancia y más adornados que todos los otros, envueltos en tanta
claridad, que llenaban de estupor a quien los contemplaba; y hacia el fin de la
procesión vio uno adornado de tanta gloria, que semejaba un novel
caballero con sus galas.
El joven no cabía de
admiración ante tal visión, sin entender qué podía
significar aquella procesión; y no osaba preguntar, estupefacto como se
hallaba por la dulcedumbre. Cuando ya había pasado toda la
procesión, cobró ánimo, corrió detrás de los
últimos y les preguntó lleno de temor:
-- ¡Oh carísimos!, os ruego
tengáis a bien decirme quiénes son los maravillosos personajes
que forman esta procesión venerable.
-- Has de saber, hijo -le respondieron-,
que todos nosotros somos hermanos menores, que en este momento venimos de la
gloria del paraíso.
-- Y ¿quiénes son
-preguntó- aquellos dos que resplandecen más que los
otros?
-- Aquellos dos -le respondieron- son San
Francisco y San Antonio (4); y ese último que has visto tan honrado es
un santo hermano que ha muerto hace poco tiempo; a ése, por haber
combatido valerosamente contra las tentaciones y haber perseverado hasta el
fin, nosotros lo conducimos en triunfo a la gloria del paraíso. Estos
vestidos de brocado, tan hermosos, que llevamos, nos han sido dados a cambio de
la aspereza de las túnicas que llevábamos pacientemente en la
vida religiosa; y la gloriosa claridad en que nos ves envueltos nos ha sido
dada por Dios como premio a la penitencia humilde y a la santa pobreza,
obediencia y castidad que hemos guardado hasta el fin. Por tanto, hijo, no te
debe resultar penoso llevar el saco de la Orden, tan provechoso, ya que si, por
amor de Cristo, desprecias el mundo, y mortificas la carne, y luchas
valerosamente contra el demonio, tú también tendrás un
día un vestido igual e igual claridad de gloria.
Dichas estas palabras, el joven
volvió en sí mismo, y, animado con esta visión,
echó de sí toda tentación, reconoció su culpa ante
el guardián y los hermanos, y de allí en adelante deseó la
aspereza de la penitencia y de los vestidos; y terminó su vida en la
Orden en grandísima santidad.
En alabanza de Cristo. Amén.
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