La devoción de San Francisco al cuerpo del Señor
«Ardía en fervor, que le penetraba hasta la médula, para con el sacramento del cuerpo del Señor, admirando locamente su cara condescendencia y su condescendiente caridad. Juzgaba notable desprecio no oír cada día, a lo menos, una misa, pudiendo oírla. Comulgaba con frecuencia y con devoción tal, como para infundirla también en los demás. Como tenía en gran reverencia lo que es digno de toda reverencia, ofrecía el sacrificio de todos los miembros, y al recibir al Cordero inmolado inmolaba también el alma en el fuego que le ardía de continuo en el altar del corazón» (2 Cel 201).
«EL CUERPO DEL SEÑOR»
Meditación sobre la Admonición I de san Francisco
por Kajetan Esser, o.f.m.
Meditación sobre la Admonición I de san Francisco
por Kajetan Esser, o.f.m.
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INTRODUCCIÓN
La Admonición primera de nuestro padre san Francisco (Adm 1) es originariamente un rechazo, transido de fe, de la incredulidad de los cátaros de su época, contra cuyo pernicioso influjo procuró Francisco preservar a sus hermanos. Pero la significación e importancia de esta exhortación rebasan las circunstancias históricas que la motivaron; por eso está colocada de propósito al inicio de las «palabras de santa admonición». Trata, en efecto, del misterio de Cristo, de su persona y de su obra salvífica, y, especialmente, de su anonadamiento y su pobreza, que tienen un significado capital y básico para la vida de la Orden franciscana y que, por tanto, debemos comprender con fe viva y responder a ellos con idéntica fe.
Dada la amplitud de esta Admonición, vamos a dividirla y tratarla en tres partes: I. Ver a Dios (vv. 1-7); II. El misterio de la santa Eucaristía (vv. 8-13); III. La Eucaristía, centro de la vida cristiana (vv. 14-22).
I. VER A DIOS
Dios es espíritu
Comencemos por el segundo fragmento de esta primera parte de la Admonición, pues contiene tal vez la clave que nos permitirá comprenderla mejor:
Con varias citas de la Sagrada Escritura, Francisco describe una auténtica dificultad y un peligro real de nuestra vida cristiana, y sobre todo de nuestra vida religiosa. La vida religiosa es, en realidad, una vida consagrada por entero a Dios. Ella exige que el hombre abandone por completo todas las cosas para vivir solamente en comunión con Dios. Este es el auténtico sentido de nuestra profesión, que nos impulsa a vivir con radicalidad el objetivo vital de todo bautizado: considerarnos «vivos para Dios en Cristo Jesús Señor nuestro» (Rm 6,11).
Pero Dios es espíritu y, por tanto, es absolutamente distinto de nosotros. Es tan radicalmente diferente de nosotros que cualquier idea que nos formemos de Él y toda palabra que pronunciemos sobre Él, tendrán siempre que rendirse ante su misterio. «El Padre habita en una luz inaccesible». Nosotros, hombres, no podemos acercarnos a Él, no podemos abordar al Dios majestuoso y misterioso. Pensemos en Moisés, a quien se le apareció Dios en la zarza ardiente. Pensemos en aquellos hombres a quienes se les apareció simplemente un mensajero de Dios, un ángel del Señor. La primera palabra del ángel es siempre: «¡No temáis!» Si tenemos esto presente, experimentaremos efectivamente que la grandeza de Dios es inalcanzable.
«Y a Dios nadie lo ha visto jamás». No podemos comprenderlo ni siquiera empleando todos nuestros sentidos y todas nuestras facultades. Al hombre que está a mi lado lo comprendo de muchas maneras. Está aquí, presente. Debo contar con su presencia. Más aún, puedo entablar contacto con él de manera experimental y vital, puedo hablarle y recibir su respuesta. Una gran cantidad de lazos recíprocos me unen a él. Vivimos de forma satisfactoria y enriquecedora la presencia de otro hombre. Con Dios, en cambio, es muy distinto. Y, no obstante, como cristianos y religiosos, debemos vivir sólo para Dios, hablar con Él en la oración, existir exclusivamente para Él. Esto es difícil. A menudo, incluso, indeciblemente difícil. El «misterio» de Dios puede convertirse en una dificultad -¡e incluso en un peligro!- para nosotros. El «peso» de Dios pesa tanto sobre nosotros que pensamos que ya no lo podemos soportar, y entonces huimos y nos refugiamos en el mundo que podemos captar con nuestros sentidos, conocido por nosotros, y en el cual nos sentimos más a gusto.
Pero Dios conoce todas estas dificultades y necesidades nuestras. Sabe que queremos tenerlo a Él concreto; que, incluso, en cierto sentido, necesitamos tenerlo concreto. Por eso, salió de su luz inaccesible.
Dios se hizo visible en Jesucristo
Dios, que es espíritu, tomó un cuerpo en su Hijo, se hizo hombre como nosotros. Se nos hizo visible, se hizo nuestro vecino en su Hijo humanado, Jesucristo. Por eso, lleno de alegría y fascinado y agradecido por el amor de Dios, Francisco colocó en la cabecera de su Admonición estas palabras del evangelio de san Juan:
El Hijo hecho hombre es la revelación del mismo Padre que está en los cielos. En Cristo, el Padre ha venido hasta nosotros; podemos verlo con nuestros ojos, podemos escucharlo con nuestros oídos. Cristo es el camino a través del cual el Dios invisible viene a nuestro mundo, se nos aproxima en forma humana, se revela.
Pero Cristo, Hijo de Dios hecho hombre, es también nuestro camino hacia el Padre, hacia Dios que habita en una luz inaccesible. Quien ve a Jesús, ve al Padre. Quien le escucha, escucha también la Palabra del Padre que lo ha enviado. «¡Dichosos los ojos que ven lo que vosotros veis!» (Lc 10,23). Dichosos los hombres que pueden ver a Cristo, que pueden escuchar su palabra, pues se les acerca el completamente Otro, el Dios inmenso, invisible, inaccesible. En Cristo, Dios se introduce en nuestra vida, vive con nosotros como nuestro Emmanuel, «Dios con nosotros». En Cristo, Dios se une a nosotros con una alianza nueva y eterna. En Cristo, Dios nos revela el camino que debemos recorrer: «Os he dado ejemplo, para que también vosotros hagáis como yo he hecho» (Jn 13,15). Por ello, es menester que aprendamos a conocer a Cristo, a amarlo; que lo experimentemos y revivamos; así aprenderemos a conocer y amar al Dios invisible, a Dios Padre.
Debemos escuchar la Palabra de Cristo. Así oiremos lo que quiere decirnos el Dios invisible. Y Dios podrá traernos la Salvación, ya que, después de la encarnación, no hay ningún abismo infranqueable. Dios vino a nosotros en Cristo, a fin de que nosotros pudiésemos oír al Padre en Cristo: Cristo «vino a anunciar la paz... Pues por él, unos y otros, tenemos acceso al Padre en un mismo Espíritu» (Ef 2,17-18).
Y otra cosa importante: debemos mirar correctamente a Cristo, Hijo de Dios. Por eso sigue diciendo Francisco:
Puesto que Cristo es hombre verdadero, podemos olvidar fácilmente que también es Dios. Del mismo modo que debemos prestar mucha atención para no ignorar su humanidad, de la misma manera debemos también, y en primer lugar en el ámbito de la vida de piedad, no olvidar su divinidad. Debemos contemplarlo en espíritu, es decir, con fe profunda, para que no pueda reprocharnos como a Felipe: «Tanto tiempo llevo con vosotros, ¿y no me habéis conocido?»
Sólo esta mirada, esta contemplación en la fe puede preservarnos de la desdicha de tantos hombres que vieron al Señor en los días de su vida en la tierra, pero vieron sólo al hombre, no creyeron que Él era verdadero Hijo de Dios, y lo rechazaron, cayendo así en el juicio de Dios. Pues sigue siendo válida la palabra de la Escritura: «El que cree en él, no es condenado; pero el que no cree, ya está condenado, porque no ha creído en el nombre del Hijo único de Dios» (Jn 3,18). En cambio, a quien contempla correctamente el misterio divino-humano de Cristo, le es aplicable esta gran aseveración del Señor: «El que me recibe, no me recibe a mí sino al que me envió» (Mc 9,37). Por eso, Cristo es nuestro centro. Es el camino que conduce hasta Dios: «Nadie llega al Padre sino por mí». En Cristo han sido superadas todas las dificultades, pues su humanidad ha hecho asequible a Dios para nuestra salvación.
Consecuencias prácticas
Nuestra vida cristiana se mantiene o se derrumba según que se mantenga o se derrumbe nuestra fe en Jesucristo, mediante el cual y en el cual vivimos la verdadera fe en Dios. «Hay un solo Dios, y también un solo mediador entre Dios y los hombres, Cristo Jesús, hombre también» (1 Tim 2,5). Intentemos ahondar de manera concreta en esta mediación de Cristo.
1. ¿Qué hacemos en nuestra vida religiosa para conocer cada vez mejor el misterio de Cristo? ¿Ansiamos contemplarlo, a fin de que imprima su imagen en nuestro espíritu? ¿La lectura diaria de la Sagrada Escritura es para nosotros un encuentro con el Dios escondido, que se nos ha hecho visible en Cristo Jesús y audible en su Palabra? ¿Orientamos nuestra lectura de la Sagrada Escritura como mero cumplimiento de algo prescrito, o como un contemplar a Dios? «Pues el mismo Dios que dijo: "Del seno de las tinieblas brille la luz", ha hecho brillar la luz en nuestros corazones, para irradiar el conocimiento de la gloria de Dios que está en la faz de Cristo» (2 Cor 4,6).
Cuando hacemos la meditación, ¿lo vemos a Él? ¿Se nos manifiesta la gloria de Dios en el rostro de Cristo cuando rezamos el rosario o cuando meditamos los principales acontecimientos de la vida de Cristo en el vía crucis? ¿Experimentamos cada vez más vitalmente que su camino va del Padre a nosotros y de nosotros al Padre?
No olvidemos lo que nos dice aquí Francisco con palabras del Señor: «El espíritu es el que vivifica; la carne no es de provecho en absoluto». No se trata de algo meramente piadoso y edificante, sino de un ver lleno de fe, de ver en el espíritu lo que Dios nos ha revelado en su Hijo para nuestra salvación. «Oh Dios, restáuranos, que brille tu rostro y nos salve» (Sal 79,4).
2. Pidamos al Señor una fe profunda, pues ésta es un don, una gracia de Dios. Sólo en la fe podemos ver y experimentar a Cristo en su divinidad; sólo en la fe podemos ver y experimentar que Cristo es el Hijo de Dios. Esta fe que Dios nos ha concedido, y que seguirá otorgándonos cada vez más si se la pedimos, debe ser vital y estar transida de veneración y respeto: ¡Veneración y respeto ante su Imagen! ¡Veneración y sumisión a su Palabra! Acoger a Dios tal como Él se ha revelado y no como yo quisiera que se hubiese revelado. ¡No leemos la Escritura para defender nuestros derechos! Eso sería «el espíritu de la carne... que no es de provecho en absoluto».
Es decisivo que Cristo, Palabra del Padre, ejerza sus derechos sobre mí; ¡entonces se adueña de mí el «espíritu del Señor»! Entonces se me concede la metanoia, la conversión del corazón, la penitencia, tal como la entiende Francisco. Esto sólo es posible gracias a la fe reverente y plena de veneración ante la revelación de Dios. Aquí puede afirmarse realmente: cuanto más reverente y respetuosa sea nuestra fe, tanto más vital será; y cuanto menos respeto y veneración tenga, será tanto más indiferente. Ahora bien, la indiferencia es el mayor peligro para la fe. Este peligro se supera pidiendo insistentemente a Dios que nos conceda el don de la fe.
3. En este contexto, «conocer» no significa sólo «tener o adquirir conocimientos». Debemos entender la palabra «conocer» en sentido bíblico, como la entiende con frecuencia Francisco. Así la entiende inmediatamente después en esta misma Admonición. Conocer significa también amar, llegar a ser uno, identificarse en el amor: «El que se une al Señor, se hace un solo espíritu con él» (1 Cor 6,17).
El mero conocer no sirve para nada si no culmina y se consuma en el amor. Cualquier encuentro con el Señor implica algo más que un simple recuerdo histórico; quedarse en el simple recuerdo histórico equivaldría a quedarse en un mero conocimiento carnal. Todo auténtico encuentro con el Señor supone que nosotros, en el amor, nos sometemos a la voluntad y a la acción salvífica de Dios, que quiere entrar en comunión con nosotros. En la encarnación de su Hijo, Dios salió de su luz inaccesible para revelarnos y hacernos partícipes de su amor: «En esto se manifestó el amor que Dios nos tiene: en que Dios envió a su Hijo único para que vivamos por medio de él» (1 Jn 4,9).
Este amor exige nuestra respuesta. Por eso san Buenaventura gustaba emplear la palabra «redamare», ¡responder al amor con amor! Debemos responder con nuestro amor al amor de Dios. En este amor se perfecciona y consuma el conocimiento; mediante este conocimiento, crece el amor. Todos los «ejercicios de piedad» (lectura de la Sagrada Escritura, rosario, vía crucis...) tienen valor en cuanto son expresiones vitales de este gran amor que tiende a la meta suprema que nos hace felices y dichosos: «El que me ve a mí, ve también a mi Padre».
En este ver culmina el sentido más profundo de nuestra vida religiosa.
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II. EL MISTERIO DE LA SANTA EUCARISTÍA
En la primera parte de este comentario a la Admonición primera de nuestro padre san Francisco hemos conocido a Cristo como nuestro camino hacia el Padre. Allí hemos visto claramente que el misterio de Cristo es fundamental para nuestra vida religiosa. Esto quedará mucho más claro todavía si, con el análisis de la segunda parte de la Admonición, aprendemos a conocer a Cristo como nuestra vida, especialmente en el misterio de la Eucaristía.
«Por eso, todos los que vieron según la humanidad al Señor Jesús y no lo vieron ni creyeron, según el espíritu y la divinidad, que Él era el verdadero Hijo de Dios, quedaron condenados; del mismo modo ahora, todos los que ven el sacramento, que se consagra por las palabras del Señor sobre el altar por manos del sacerdote en forma de pan y vino, y no ven ni creen, según el espíritu y la divinidad, que es verdaderamente el santísimo cuerpo y sangre de nuestro Señor Jesucristo, están condenados, como atestigua el Altísimo mismo, que dice: Esto es mi cuerpo y la sangre de mi nuevo testamento, que será derramada por muchos (Mc 14,22.24); y: Quien come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna (cf. Jn 6,55).
»Así, pues, es el espíritu del Señor, que habita en sus fieles, el que recibe el santísimo cuerpo y sangre del Señor. Todos los otros, que no participan de ese mismo espíritu y presumen recibirlo, se comen y beben su propia sentencia (cf. 1 Cor 11,29)» (vv. 8-13).
La fe en la Eucaristía
Comentemos el primer párrafo.
«Por eso, todos los que vieron según la humanidad al Señor Jesús y no lo vieron ni creyeron, según el espíritu y la divinidad, que Él era el verdadero Hijo de Dios, quedaron condenados; del mismo modo ahora, todos los que ven el sacramento, que se consagra por las palabras del Señor sobre el altar por manos del sacerdote en forma de pan y vino, y no ven ni creen, según el espíritu y la divinidad, que es verdaderamente el santísimo cuerpo y sangre de nuestro Señor Jesucristo, están condenados, como atestigua el Altísimo mismo, que dice: Esto es mi cuerpo y la sangre de mi nuevo testamento, que será derramada por muchos (cf. Mc 14,22.24) y: Quien come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna (cf. Jn 6, 55)».
Lo primero que llama la atención es su sorprendente paralelismo. En tiempo del Jesús histórico, cuando el Señor vivía en la tierra, su humanidad velaba, ocultaba su divinidad y, por tanto, era imprescindible la fe para reconocerlo como Dios. Ahora, las especies sacramentales velan, ocultan su divinidad y su humanidad. Cuanto hemos dicho sobre la humanidad de Cristo, es igualmente válido respecto al sacramento del cuerpo de Cristo. Cristo Redentor se nos hace presente en este sacramento a fin de que lo veamos, lo contemplemos en la fe, nos unamos, nos identifiquemos con Él en el espíritu y, como creyentes, obtengamos por Él la salvación de Dios.
Así pues, para Francisco la vida cristiana culmina en unirnos, en identificarnos con Jesucristo, Dios y hombre, en el sacramento del cuerpo de Cristo, que se hace presente en las especies de pan y de vino en la celebración del sacrificio eucarístico. Quien cree y vive esta realidad, es incorporado a la obra salvífica de Cristo y no será juzgado.
Tal vez nos resulte chocante oír de boca del Santo seráfico la doble condena: «Por eso... quedaron condenados... están condenados». Pero Francisco conocía la suerte de aquellos hombres que habían visto los signos y milagros de Jesús, habían escuchado su palabra y sus enseñanzas y, con todo, no creyeron en Él, más aún, se escandalizaron de Él y lo rechazaron, ganándose su propio destino con la blasfemia: «¡Su sangre, sobre nosotros y sobre nuestros hijos!» (Mt 27,25). Dichos hombres se juzgaron a sí mismos con su incredulidad. Así sucederá también, según la convicción de Francisco, a quienes no creen que Cristo está real y verdaderamente presente en las especies de pan y de vino, pues sólo «si uno come de este pan, vivirá para siempre... En verdad, en verdad os digo: si no coméis la carne del Hijo del hombre, y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna, y yo lo resucitaré el último día» (Jn 6,51-54).
Esta fe puede resultarnos con frecuencia más difícil a nosotros que a los hombres que, como Natanael (cf. Jn 1,46), entraron en contacto con el Señor durante su vida terrena.
Muchas son las cosas que nos colocan en tal dificultad: la cotidianez del encuentro, la costumbre paralizadora; el descuido de nuestro porte exterior, la falta de seriedad y respeto cuando lo recibimos. En tales casos, muchos cristianos también ven el sacramento del cuerpo de Cristo y reconocen también verbalmente que, por las palabras del Señor, se hace presente sobre el altar por manos del sacerdote... el santísimo cuerpo y sangre de nuestro Señor Jesucristo; sin embargo, con su actitud y su conducta demuestran que, a pesar de todo ello, no creen y, por tanto, no participan de este Sacramento de Salvación.
De quienes así actúan, Francisco afirma que están condenados, al igual que quienes vieron a Jesús en su humanidad, pero no lo vieron, ni creyeron, según el espíritu y la divinidad. Por eso debemos pensar a menudo, como lo hacía Francisco, en la palabra del Señor: «Quien come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna».
¡Prestemos atención y no nos autoengañemos en este punto! También en personas religiosas puede darse una incredulidad práctica, una auténtica debilidad de fe. El peligro radica precisamente en que esta incredulidad práctica puede coexistir perfectamente con un gran cúmulo de conocimientos en materia religiosa. Nosotros sabemos muchas cosas sobre la sagrada Eucaristía, meditamos muchas veces en este misterio, escuchamos predicaciones sobre él, lo explicamos en conferencias. ¡Sin ninguna duda, intelectualmente creemos en la Eucaristía! ¡Con todo, la fe auténtica es mucho más que «estar convencidos de que algo es verdadero»! Creer cabalmente significa entregarse a sí mismo para fiarse completamente de Dios, ponernos enteramente en las manos de Dios, abrirle nuestro corazón con total confianza. Creer quiere decir vivir sólo para Dios, pertenecerle por entero, de forma que queramos no disponer ya de nosotros mismos, sino ser totalmente posesión de Dios.
Ahora bien, una fe de tales características se alimenta en el sacramento del cuerpo de Cristo, en el sacramento de la pasión y muerte de Cristo, en el sacrificio de Cristo, en el que todo esto se convierte para nosotros en realidad y presencia mediante nuestra participación y comunión. ¡En la Eucaristía, sacrificio cultual, debemos ver el espíritu y la divinidad, es decir, debemos entrar en contacto con nuestro Dios! Pero sólo puede entrarse en contacto con Dios tal como Él es: el Señor, el Soberano, de quien somos propiedad y posesión, el Absoluto.
Esta fe vivida debe hacerse realidad precisamente en nuestro propio sacrificio, insertándolo en la Eucaristía, en el sacrificio de Cristo que se hace presente. Y esta fe, que vive en el sacrificio de Cristo, atestigua -como rectamente cree Francisco- la salvación o la condena del hombre. Así lo atestigua el mismo Señor, cuando afirma: «Esto es mi cuerpo y la sangre de mi nuevo testamento» y «Quien come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna».
La celebración de la Eucaristía no sólo alimenta la fe verdadera; ella es también prenda de nuestra esperanza. En ella se derrama, «por nosotros y por todos los hombres, para el perdón de los pecados», la sangre del Señor, la sangre de la alianza nueva y eterna. En ella se renueva siempre la alianza nueva y eterna entre Dios y su Pueblo. Por eso, quien participa en este sacramento, tiene vida eterna; Dios le regala, por medio de Jesucristo, la redención como un testamento, como una alianza nueva y eterna; y recibe, como ora la Iglesia, «la prenda de la gloria futura».
En este misterio, el Señor mismo penetra en nuestra vida, expiando, haciendo el bien, sanando y santificando. Dios se nos da en este misterio, y así alcanzamos la más profunda comunión de vida con Él.
¡Qué gracia tan incomparable! ¡Qué amor el que Dios nos tiene! ¡En esta unión se realiza, aun cuando permanezca velado, nuestro objetivo final, nuestra comunión de vida con el Padre por medio de Jesucristo: «anticipo de la felicidad eterna»! De esta manera se mantiene siempre despierta nuestra esperanza en la culminación final, en la segunda venida del Señor; así florece cada vez más maravillosamente nuestro anhelo de unión sin fin con Dios en la vida eterna. ¡Qué esperanza y confianza produce en nosotros la palabra del Señor: «Quien come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna»!
«Así, pues, es el espíritu del Señor, que habita en sus fieles, el que recibe el santísimo cuerpo y sangre del Señor. Todos los otros, que no participan de ese mismo espíritu y presumen recibirlo, se comen y beben su propia sentencia (cf. 1 Cor 11,29)».
Lo que Francisco quiere decirnos aquí puede parecer, a primera vista, difícil de comprender: ¿Quién es el espíritu del Señor, que habita en sus fieles? Tras esta expresión late, sin duda, la palabra de san Pablo: «El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado» (Rm 5,5).
El Espíritu Santo es el amor que une al Padre y al Hijo en la vida trinitaria de Dios. Es justamente este Espíritu de amor quien vive y actúa en nosotros. «¿O no sabéis que vuestro cuerpo es santuario del Espíritu Santo, que está en vosotros y habéis recibido de Dios?» (1 Cor 6,19). Él hace posible también nuestra unión con Cristo y, en Cristo, con Dios Padre en la Eucaristía. Por tanto, la comunión consiste en hacernos entrar en la vida divina mediante el Espíritu Santo, mediante su amor. ¡Él es, por consiguiente, y no nosotros, el protagonista, el actor principal! Colmados de Él y sostenidos por Él, podemos recibir la Eucaristía.
Así, pues, nuestro padre san Francisco nos enseña aquí, ante todo, que la santa Comunión, nuestra identificación con Cristo, debe basarse en el amor de Dios, debe realizarse en el Espíritu Santo. Y, por tanto, debe ser expresión de un amor auténtico: plenitud de vida en el Espíritu Santo.
Pero el amor no es esencialmente un sentimiento, sino, como hemos dicho, llegar a ser uno, identificarse: «Si alguno me ama, guardará mi Palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él y haremos morada en él» (Jn 12,23).
El amor es, por tanto, ofrecer el absoluto dominio sobre uno mismo, someterse por entero al Espíritu del Señor. El amor es siempre un abandono total en las manos de Dios; así lo hacemos en la celebración del sacramento de la nueva alianza, y lo hacemos para que el Espíritu del Señor habite en nosotros como fieles suyos y el banquete eucarístico produzca su efecto.
Por eso advierte Francisco contra el peligro de acercarse a la Eucaristía sin amor, sin el Espíritu del Señor, con indiferencia y rutina: quienes así obran «no participan de ese mismo espíritu». Y en este caso falla el objetivo de la acción sagrada, que exige amor, nuestra respuesta al amor. Quien no da esta respuesta, come y bebe su propia sentencia. San Juan, el discípulo predilecto, dice claramente: «Quien no ama permanece en la muerte» (1 Jn 3,14).
Consecuencias prácticas
¿Quién no percibe con qué íntima seguridad nos conduce Francisco con estas palabras de exhortación al misterio central de la vida cristiana? ¿Y cómo sus palabras deben reflejarse también actualmente en nuestra vida religiosa? Todo encuentro con Dios sólo es posible merced a la fe, esperanza y caridad: gracias y dones que Él mismo ha derramado en nosotros. Y esto es válido igualmente respecto a nuestro encuentro con Él en la Eucaristía.
1. ¿En qué situación se halla nuestra fe ante el sacramento del cuerpo de Cristo? ¿Vivimos esta fe interior y exteriormente?
Interiormente: ¿Nos identificamos realmente con aquellos que «ven y creen», en el autosacrificio de una entrega total, de manera que Dios pueda ser de veras el Señor, pues anteponemos a todo su palabra y su voluntad? ¿Vivimos así, creyentes, obedientes, como víctimas, en cuya vida puede señorear el Espíritu del Señor?
Exteriormente: ¿Realizamos con fe los ritos simbólicos, las ceremonias, en una palabra, todo cuanto tiene relación con nuestra actitud y porte exterior? ¡No digamos nunca que son minucias, a las que no hay que prestar demasiada atención! El hombre no es en modo alguno un espíritu puro. En nosotros deben estar aunados siempre lo interior y lo exterior. La fe que no se realiza o expresa en un porte respetuoso y en una participación exterior, fácilmente puede debilitarse; sin duda, se encuentra ante un amenazador peligro de morir, poco a poco, pero ciertamente.
2. ¿El sacramento del cuerpo de Cristo es para nosotros la razón fundamental y la expresión de nuestra esperanza? ¿Es para nosotros «prenda de la gloria futura», que se nos concede ya ahora en esperanza al creer?
¿Crece en nosotros nuestra proyección hacia el futuro por la participación en el sacrificio cotidiano? ¿Nos sabemos salvados en la alianza nueva y eterna? ¿El sacrificio cotidiano es para nosotros un nuevo paso y un acicate para seguir caminando hacia la meta final? ¿Es para nosotros signo y realización de la alianza con Dios? Esta esperanza debe modelar e impulsar nuestra vida. Por tanto, debemos no perdernos ya en las cosas de este mundo, ni tender hacia ellas más que hacia la vida futura.
El hombre de esperanza, moldeado en la celebración del sacrificio de la nueva alianza, vive en espíritu de pobreza y ama ser pobre, porque sólo el pobre puede recibir a Dios y ser colmado por Él. El pobre se vacía a sí mismo de todo para estar libre a fin de que Dios le colme.
3. ¿Es el Espíritu del Señor, el Espíritu de amor, el que posibilita y perfecciona nuestra participación en este sacramento y, por tanto, la hace fructífera? ¿Crece nuestro amor con esta identificación con el Señor, porque en el sacrificio eucarístico es destronado el espíritu de nuestro yo y toma posesión de nosotros el Espíritu del Señor? El amor, como dice san Buenaventura, exige la identificación con el ser amado.
¿Crece, pues, en la celebración de este misterio, la disposición al «no-yo»: «Es preciso que él crezca y que yo disminuya» (Jn 3,30)? De otra manera, este comer y este beber se convierten en nuestra sentencia; sólo «todos los que son guiados por el Espíritu de Dios son hijos de Dios» (Rm 8,14).
Fe en la obediencia, esperanza en la caridad, identificación en el amor: la Eucaristía nos hace capaces de ello. Por eso, en la celebración de este misterio crece, se basa y se perfecciona nuestra vida religiosa como vida por Cristo, en Cristo y con Cristo ante Dios Padre. Así se transforma la vida religiosa en una vida del Reino de Dios, pues Dios empieza a ser, aquí y ahora, «todo en todos» (1 Cor 15,28).
III. LA EUCARISTÍA, CENTRO DE LA VIDA CRISTIANA
En la plenitud de los tiempos, Dios se manifestó a los hombres, es decir -como enseña san Francisco- se hizo visible, audible, comprensible en su Hijo humanado. En la vida de Cristo se nos hizo visible el camino de Dios hasta nosotros y también nuestro camino hacia Dios, de manera que podemos caminar por este camino hasta Él.
La voluntad salvífica de Dios se nos hizo comprensible, audible, en Cristo, en la buena noticia de su mensaje; en Cristo se realizó también completamente nuestra obediencia a la voluntad de Dios, de manera que podemos aceptar esta verdad y responder eficazmente a este mensaje. En Cristo, por último, se hace comprensible la nueva situación del hombre ante Dios; Dios nos da nuestro nuevo ser y una vida nueva, de manera que podemos asumirla y realizarla.
Cristo es, por ello, como se dice al inicio de esta Admonición, «el camino, la verdad y la vida». Esto precisamente es lo que debemos encontrar en la fe, en la esperanza y en el amor, en su presencia humano-divina. Pero el camino, la verdad y la vida se prolonga para el hombre que cree, que espera, que ama, en el sacramento del cuerpo de Cristo. Cristo sigue siendo en este sacramento el camino hacia el Padre que nosotros podemos y debemos andar: «El que cree en mí, tiene la vida eterna» (Jn 6,47). En este sacramento se realiza para nosotros la voluntad salvífica de Dios y el deseo de salvación del hombre, y se consuma, si el hombre lo acepta, un maravilloso intercambio.
Vida eterna y condenación eterna: una y otra dependen de si el hombre participa o no en la celebración del sacramento en la fe, en la esperanza y en la caridad. Por esta razón continúa insistiéndonos Francisco al final de su Admonición:
«Por eso, ¡oh hijos de los hombres!, ¿hasta cuándo seréis duros de corazón? (Sal 4,3). ¿Por qué no reconocéis la verdad y creéis en el Hijo de Dios? (cf. Jn 9,35). Ved que diariamente se humilla (cf. Flp 2,8), como cuando desde el trono real (Sab 18,15) descendió al seno de la Virgen; diariamente viene a nosotros Él mismo en humilde apariencia; diariamente desciende del seno del Padre al altar en manos del sacerdote. Y como se mostró a los santos apóstoles en carne verdadera, así también ahora se nos muestra a nosotros en el pan consagrado. Y lo mismo que ellos con la vista corporal veían solamente su carne, pero con los ojos que contemplan espiritualmente creían que Él era Dios, así también nosotros, al ver con los ojos corporales el pan y el vino, veamos y creamos firmemente que es su santísimo cuerpo y sangre vivo y verdadero.»Y de esta manera está siempre el Señor con sus fieles, como Él mismo dice: Ved que yo estoy con vosotros hasta la consumación del siglo (cf. Mt 28, 20)» (vv. 14-22).
Anonadamiento de Cristo en la Eucaristía
Tras haber leído el texto, lleno de alusiones a la herejía de los cátaros, expliquemos el sentido, que sigue teniendo plena validez, de sus diversas frases.
«Por eso, ¡oh hijos de los hombres!, ¿hasta cuándo seréis duros de corazón? (Sal 4,3). ¿Por qué no reconocéis la verdad y creéis en el Hijo de Dios?»
El pensamiento de que haya hombres que comen y beben su propia condenación, afecta profundamente al alma del Santo seráfico. Con una apremiante exhortación, se dirige a sus oyentes, a nosotros.
Ve, ante todo, dos peligros. El primero, que los hombres permanezcan duros de corazón. Cuando el hombre se mantiene indiferente y no se abre a la acción salvífica de Dios, no puede darse y realizarse la salvación en su vida.
Esta dureza de corazón existe cuando el hombre se opone a Dios, con la arrogancia o la soberbia, o con la autocracia y la presunción, y no en último término cuando el hombre valora las cosas terrenas por encima de Dios. Es también duro de corazón el hombre que quiere disponer él solo de sí mismo y no se confía a Dios para que Éste disponga de él como Señor.
El segundo peligro consiste en que el hombre no quiera reconocer la verdad y no crea en el Hijo de Dios, presente en la Eucaristía. Este peligro se convirtió en una realidad concreta en tiempo de san Francisco mediante los peligrosos errores de los cátaros, los «herejes» por excelencia del Medioevo. El motivo histórico de esta Admonición fue precisamente poner en guardia contra estas doctrinas heréticas.
Con estas palabras, Francisco quiere confirmar a sus hermanos en la fe católica. Pero, aparte esta motivación histórica concreta, este segundo peligro sigue dándose siempre, tanto mediante doctrinas erróneas como mediante una actitud peligrosa. Cuando el cristiano se habitúa a la cercanía del Señor por la cotidianez, la fe se convierte en una rutina. Francisco dirige esta apremiante llamada contra ambos peligros:
«Ved que diariamente se humilla (cf. Flp 2,8), como cuando desde el trono real (Sab 18,15) descendió al seno de la Virgen; diariamente viene a nosotros Él mismo en humilde apariencia; diariamente desciende del seno del Padre al altar en manos del sacerdote».
Aquí deberíamos considerar ya propiamente todo el pasaje conclusivo de esta Admonición. Es realmente uno de esos esbozos de toda la historia de la salvación que tan frecuentemente encontramos en san Francisco, enfocado en el presente caso a nuestro tema. Veámoslo, con todo, en sus expresiones más significativas.
En primer lugar, Francisco mira a Cristo sentado en su trono real, como el «Señor de la majestad» (2 Cel 198), Dios y Señor eternamente. Pero Cristo descendió al seno de la Virgen, se hizo hombre, y nos redimió con su anonadamiento (cf. Fil 2,6ss).
Ante esta humildad del Señor, Francisco está embargado de maravilloso estupor. «Tenía tan presente en su memoria la humildad de la encarnación y la caridad de la pasión, que difícilmente quería pensar en otra cosa» (1 Cel 84).
Francisco ve esta misma humildad, este mismo anonadamiento también en el «sacramento del cuerpo de Cristo». En este sacramento, el Señor glorioso, que está sentado en el trono real a la derecha del Padre, se humilla cada día por nuestra Salvación, cuando se abaja y se hace presente entre nosotros como «El Humilde». Él es, pues, cada día, la manifestación y revelación del amor paterno de Dios hacia nosotros, como camino, verdad y vida, cuando «desciende del seno del Padre al altar».
¿Puede el cristiano, si cree «en el Hijo de Dios», permanecer con un «corazón duro» ante semejante amor? Lleno de fe, y respondiendo al amor de Cristo, Francisco exclama jubiloso: «¡Oh celsitud admirable y condescendencia asombrosa! ¡Oh sublime humildad! ¡Oh humilde sublimidad, que el Señor del mundo universo, Dios e Hijo de Dios, se humilla hasta el punto de esconderse, para nuestra salvación, bajo una pequeña forma de pan! Mirad, hermanos, la humildad de Dios y derramad ante Él vuestros corazones» (CtaO 27-28).
¿Nos damos cuenta de a dónde quiere llegar Francisco? ¿De cómo quiere que el camino de Cristo sea nuestro camino? Francisco advierte con toda claridad el carácter sacrificial del camino de Cristo, a través del cual «se despojó de sí mismo, tomando la condición de siervo, haciéndose semejante a los hombres y apareciendo en su porte como hombre»; a través del cual «se humilló a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz» (Fil 2,7-8).
Cristo recorre también este camino con toda humildad y anonadamiento en este sacramento, en el que se hace presente el sacrificio de su vida, y en el cual participamos en la misma humildad y despojamiento, en la misma obediencia, y en el que también «derramamos nuestro corazón ante el Señor».
Lo que se realiza en este misterioso acontecimiento exige de nosotros una participación, ante todo, en la obediencia de la fe:
«Y como se mostró a los santos apóstoles en carne verdadera, así también ahora se nos muestra a nosotros en el pan consagrado. Y lo mismo que ellos con la vista corporal veían solamente su carne, pero con los ojos que contemplan espiritualmente creían que Él era Dios, así también nosotros, al ver con los ojos corporales el pan y el vino, veamos y creamos firmemente que es su santísimo cuerpo y sangre vivo y verdadero».
Muchos discípulos del Señor, que oyeron en Cafarnaún el discurso en el que el Señor prometió la Eucaristía, dijeron: «Es duro este lenguaje. ¿Quién puede escucharlo?» (Jn 6,60). El Señor les respondió: «El espíritu es el que da vida, la carne no sirve para nada» (Jn 6,63). Pero los apóstoles creyeron. Pedro, en nombre de ellos, dijo: «Señor, ¿donde quién vamos a ir? Tú tienes palabras de vida eterna, y nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo de Dios» (Jn 6,69).
San Francisco debió pensar en este relato evangélico cuando hizo escribir las palabras antes citadas: la consonancia de las palabras y la unidad de pensamiento son absolutamente claras. Una vez más, mediante una contraposición, Francisco quiere acentuar la necesidad incondicional de la fe. El Señor, hecho hombre por nosotros, exigía de sus discípulos la obediencia de la fe tanto respecto a su divinidad encarnada en la humildad, como respecto a la realidad de su carne y de su sangre en las especies eucarísticas.
La mayor parte de sus discípulos rechazaron entonces esta fe: «¿No es éste Jesús, hijo de José, cuyo padre y madre conocemos? ¿Cómo puede decir ahora: He bajado del cielo?» (Jn 6,42). Miraban y veían con «ojos corporales», no con «ojos espirituales». Sólo los apóstoles, que, con obediencia creyente, lo reconocieron como Dios y Señor, se fiaron completamente de su palabra y se sometieron a Él, lo vieron con ojos espirituales. Por eso pudo el Señor manifestárseles, fiarse de ellos.
El Señor exige de nosotros la misma obediencia, «obediencia en la fe» (cf. 2 Cor 9,13) al mensaje de salvación de Cristo, cuando tenemos un encuentro con Él como nuestro Dios y Señor, no sólo bajo el velo de su figura humana, sino también bajo el velo del pan y del vino.
Precisamente en la Eucaristía debemos verle con ojos espirituales y creer de verdad y profundamente que es «su santísimo cuerpo y sangre vivo y verdadero». Como los apóstoles creyeron entonces en Él, así también nosotros debemos creer hoy en Él como Señor y Dios, fiarnos de Él sin restricciones. Entonces se cumplirá lo que Francisco escribe a sus hermanos: «Como a hijos se nos brinda el Señor Dios» (CtaO 11).
Sólo en esta fe tiene lugar entre Él y nosotros el encuentro que nos colma de alegría y plenitud y en el que nos llega la salvación. No olvidemos nunca a qué alude aquí san Francisco y qué subraya tan claramente el mismo Señor en el discurso de la promesa: «El espíritu es el que da vida; la carne no es de provecho en absoluto».
«Y de esta manera está siempre el Señor con sus fieles, como Él mismo dice: Ved que estoy con vosotros hasta la consumación del siglo (cf. Mt 28,20)».
Observemos en primer lugar que Francisco emplea las palabras con las que el Señor se despidió de sus discípulos (Mt 28,20). Ello nos indica una vez más que la fe es lo primero necesario.
Pero ¿qué significa «lo mismo que», «así también nosotros»? Entenderemos rectamente estas expresiones si echamos una mirada a todo el pasaje: de la misma manera que el Señor que se sienta en su trono real realiza también entre nosotros en este sacramento su «exinanitio», su anonadamiento, su obediencia hasta la muerte, así también nosotros debemos recorrer siempre de nuevo su camino mediante nuestro total despojamiento, pues éste es nuestro camino para llegar a la plenitud.
Esto es una tarea de fe. De esta manera sus fieles permanecen siempre con Él, que es camino, verdad y vida, y en Él, en quien el Padre se ha hecho visible, también con el Padre, que habita en una luz inaccesible, hasta que se cumpla el tiempo del mundo y Dios sea todo en todos (cf. 1 Cor 15,28).
Consecuencias prácticas
Una vez más, hemos podido ver con profundidad la piedad práctica de nuestro padre san Francisco. Hemos visto cómo él piensa siempre en la línea de la historia de la salvación. Y cómo tiene la firme convicción de que toda la acción salvífica de Dios culmina para nosotros en «el sacramento del cuerpo de Cristo», en la santa Eucaristía. Si queremos aplicar a nuestra vida lo que hemos meditado, no podemos menos de dirigirnos las dos preguntas con que Francisco empieza este pasaje:
1. ¿Hasta cuándo seréis duros de corazón? Es menester que, como Salomón, pidamos al Señor: «Concede a tu siervo un corazón dócil» (1 Re 3,9). Así será la Eucaristía cada vez más el centro de nuestra vida cristiana, como lo fue para nuestro padre san Francisco. Así la participación llena de fe en este sacramento, puesto que no somos duros de corazón, nos conducirá a través de Cristo al seno del Padre. Cuanto menos duro sea nuestro corazón, tanto más encontraremos a Dios, aun cuando Él sigue siendo el completamente Otro, a quien nadie ha visto jamás. Lo encontraremos en Cristo, que está siempre con sus fieles en la santa Eucaristía como Dios hecho hombre.
2. ¿Por qué no reconocéis la verdad y creéis en el Hijo de Dios? En la misma medida que el amor nos lleve a conocer al Hijo de Dios, es decir, a amarlo e identificarnos con Él, en esa misma medida crecerá nuestra fe en el Hijo de Dios.
Cuanto más creamos, tanto más nos fiaremos de Él y le entregaremos nuestro corazón.
Cuanto más nos entreguemos a Él, tanto más el Espíritu del Señor nos guiará, como a hijos, a vivir en la obediencia a Dios Padre.
Así, mediante la participación en la Eucaristía, llegaremos a ser «hijos obedientes» que, como dice san Pedro, no se amoldan a las apetencias de este mundo, sino que son santos en toda su conducta (cf. 1 Pe 1,14ss). Y así, en la celebración litúrgica de la Eucaristía, vivida con fe, crece el Reino de Dios.
[Selecciones de Franciscanismo, vol. XII, n. 35 (1983) 192-208]
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