por Ernesto Caroli, O.F.M
La urgencia del retorno a las fuentes, que actualmente guía el ansia de renovación de los Institutos Religiosos, ha estimulado a menudo, también en el ámbito franciscano, a perseguir la imagen del religioso «ideal», entendida como proyección ejemplar del carisma propio de cada Instituto.
Tal proyecto no es de suyo ilegítimo ni nuevo, particularmente para los hermanos menores, para quienes, según el Espejo de Perfección, san Francisco mismo habría trazado el retrato del hermano menor perfecto. Pero resulta que el ideal perfecto, tomado como modelo operativo, se debilita en lo irrealizable de las perfecciones imposibles, en la medida en que se pretenda reducir al límite de cada individuo, la potencia de un carisma destinado a suscitar generaciones de santos a lo largo de los siglos. Este es precisamente el sentido de la respuesta de Francisco, ingeniosa y poética, pero realista históricamente, al proponer el retrato del perfecto hermano menor, según el citado pasaje del Espejo de Perfección:
«El bienaventurado Padre... pensaba muchas veces para sus adentros en las condiciones y virtudes que debería reunir un buen hermano menor. Y decía que sería buen hermano menor aquel que conjuntara la vida y cualidades de estos santos hermanos, a saber, la fe del hermano Bernardo, que con el amor a la pobreza la poseyó en grado perfecto; la sencillez y pureza del hermano León, que fue varón de altísima pureza; la cortesía del hermano Ángel, que fue el primer caballero que vino a la Orden y estuvo adornado de toda cortesía y benignidad; la presencia agradable y el porte natural, junto con la conversación elegante y devota, del hermano Maseo; la elevación de alma por la contemplación, que el hermano Gil tuvo en sumo grado; la virtuosa y continua oración del hermano Rufino...; la fortaleza corporal y espiritual del hermano Juan de Lodi...; la caridad del hermano Rogerio, cuya vida toda y comportamiento estaban saturados en fervor de caridad; la solicitud del hermano Lúcido, que fue en ella incansable; no quería estar ni por un mes en el mismo lugar, pues, cuando le iba gustando estar en él, luego salía, diciendo: "No tenemos aquí la morada, sino en el cielo"» (EP 85). Es evidente que la exaltación ideal de rasgos ejemplares tan concretamente personales puede sugerir sólo una imagen ideal total, realizable no por las personas individuales, sino por el conjunto de todas ellas.
En realidad, Francisco propone semejante «modelo» como figura de las posibilidades y no como ejemplar metodológico. Pero queda como indicación inestimable precisamente porque señala de forma indirecta el principio exacto del «retorno a las fuentes»: no la trasposición imitativa de módulos ascético-místicos más o menos perfectos, sino la convergencia de toda opción actual con el espíritu del fundador, que es la matriz común de todo modelo de virtud.
Se trata, pues, de dar con esta matriz común en su identidad profunda, tal como nos viene históricamente ofrecida por la vida de quien encarnó por primera vez el carisma: en nuestro caso, tal como nos es ofrecida por los testimonios que Francisco mismo nos ha dejado de ella.
Lo que mayormente impresiona en los dichos auténticos de Francisco y en las fuentes más cercanas y congeniales con él, es la conciencia invencible de una vocación absoluta, en la cual se focalizan los aspectos más dispares de la persona y de su obrar. En este «foco» encuentran su justificación el amor a Dios y el amor al prójimo, el menosprecio de sí mismo y la ternura por el «hermano asno» vejado en demasía, la búsqueda de los rincones selváticos y la misión de paz entre cristianos e infieles. Así, en la unidad de una vocación que llama a existir sólo para Dios, se armoniza la antítesis aparente: «No vivir para sí solo, sino también ser de provecho a los demás», que expresa la doble dimensión del único amor (cf. 1 Cel 35; LM 12,2; Flor 16).
Este amor único es el que ahonda sin descanso en la doble vena del Evangelio y de la contemplación, para sacar inspiración y alimento para sus empresas. Es la experiencia de nuestro «existir en Cristo»: participación total en la aventura salvífica del Verbo encarnado y abandono a la atracción maravillosa de la vida íntima trinitaria. Vivir, por tanto, la buena nueva -evangelizar-, y dejarse asimilar por la Trinidad -contemplación-: éste es el principio dinámico de la espiritualidad franciscana, el manantial de las virtudes encarnadas en Bernardo, Maseo, León, Junípero..., el secreto de Francisco y de sus santos seguidores.
Y este «secreto», participado a través del testimonio de una experiencia irrepetible, recorre la tradición franciscana como energía carismática que incita a revivir el ideal del Poverello.
Es inevitable que su experiencia absoluta, precisamente porque es absoluta, quede inimitable, pero, al mismo tiempo, se proponga de nuevo, con inagotable insistencia, en su estructura y modalidad.
Dejarse atrapar por la fuerza de aquella experiencia única, es la forma más segura de crearse la propia experiencia de la fuerza salvífica del Evangelio y de la intimidad con Dios.
EXPERIENCIA EVANGÉLICA DE SAN FRANCISCO
La experiencia evangélica de Francisco es múltiple: ante todo, acogida personal de la Buena Nueva; después, ansia de testimonio, y, por fin, estilo apostólico.
Para Francisco, como para todo verdadero penitente, es necesario, antes de evangelizar, «evangelizarse», es decir, hacerse «Evangelio viviente»: «La regla y vida de los Hermanos Menores es ésta, a saber, guardar el santo Evangelio de nuestro Señor Jesucristo, viviendo en obediencia, sin propio y en castidad» (2 R 1,1). San Buenaventura, comentando el primer encuentro de Francisco con el Evangelio (cuando pidió que se lo leyeran en la Porciúncula, el 24 de febrero de 1209), pone en evidencia cómo aquel encuentro fue el primer y decisivo impacto, con aquella fuerza divina arrolladora, que no cesó ya jamás: «Tan pronto como oyó estas palabras y comprendió su alcance, el enamorado de la pobreza evangélica se esforzó por grabarlas en su memoria, y lleno de indecible alegría exclamó: "Esto es lo que quiero, esto lo que de todo corazón ansío". Y al momento se quita el calzado de sus pies, arroja el bastón, detesta la alforja y el dinero... Desde entonces, el varón de Dios, fiel a la inspiración divina, comenzó a plasmar en sí la perfección evangélica y a invitar a los demás a penitencia» (LM 3,1-2).
Fue un descubrimiento privilegiado, como un encontrarse cara a cara con Jesús en persona que le hablaba directamente a él. De la viveza y concretez de aquel encuentro (que fue el primero de otros muchos), se nos ha conservado un eco en el Testamento: « Y después que el Señor me dio hermanos, nadie me ensañaba qué debería hacer, sino que el Altísimo mismo me reveló que debería vivir según la forma del santo Evangelio» (Test 14). Esto significa que no hubo ninguna mediación racional entre el Evangelio y la vida, sino una perfecta ósmosis, si así se puede decir, de una experiencia tan sublime.
El Evangelio, para Francisco, es simplemente la vida, y la vida es lo que cuenta. De aquí la radicalidad con que el Poverello se impone a sí mismo e impone a los suyos la observancia del Evangelio «sin glosas»: «La suprema aspiración de Francisco, su más vivo deseo y su más elevado propósito, era observar en todo y siempre el santo Evangelio y seguir la doctrina de nuestro Señor Jesucristo y sus pasos con suma atención, con todo cuidado, con todo el anhelo de su mente, con todo el fervor de su corazón» (1 Cel 84). Y el Espejo de Perfección pone en boca de Francisco estas palabras: «Hermanos míos, hermanos míos: Dios me ha llamado por el camino de sencillez y de humildad y me ha manifestado que éste es el verdadero camino para mí y para cuantos quieren creer en mi palabra e imitarme. Por eso, no quiero que me mentéis regla alguna, ni de San Benito, ni de San Agustín, ni de San Bernardo, ni otro camino o forma de vida fuera de aquella que el Señor misericordiosamente me mostró y me dio» (EP 68).
El descubrimiento del Evangelio es descubrimiento del camino de salvación como identificación con Jesucristo, quien será para Francisco el « medium tenens omnia», para decirlo con palabras de S. Buenaventura (Coll. in Hex., I): potencia creativa, centro de gravitación, clave de la comprensión del universo entero. Pero identificarse con Cristo quiere decir también hacer propio el imperativo de la Caridad que empuja al apóstol a darse a sí mismo a los hermanos como testigo de la Buena Nueva. El arrojo evangelizador de Francisco toma impulso en esta consonancia con el corazón del Salvador. «El Evangelio, inspirador e informador de vida, fue sin duda el principio fundamental de la santidad de Francisco, la finalidad constante de su inspiración, el objeto único de su predicación en presencia de los poderosos y ante los humildes. Él se valió del Evangelio como de una levadura potente para moverse a sí mismo y tratar de mover a las almas, a fin de ir él y llevar a los otros más cerca de Dios» (L. Grammatica: Vangeli per il centenario di S. Francesco. Brescia, 1926).
San Buenaventura da la justificación teológica de la opción apostólica de Francisco. El Pobrecillo, después de exponer a sus hermanos las razones que le inclinaban a una vida de oración, añadía:
«Pero hay algo que contrasta con lo dicho y parece que ante Dios prevalece sobre todas estas cosas, y es que el Hijo unigénito de Dios, Sabiduría eterna, descendió del seno del Padre por la salvación de las almas: para amaestrar al mundo con su ejemplo y predicar el mensaje de salvación a los hombres, a quienes había de redimir con el precio de su sangre divina, purificarlos con el baño del agua y sustentarlos con su cuerpo y sangre, sin reservarse para sí mismo cosa alguna que no hubiese entregado generosamente por nuestra salvación. Y como nosotros debemos obrar en todo conforme al ejemplo de lo que vemos en Él..., parece ser más del agrado de Dios que, interrumpiendo el sosiego de la oración, salga afuera a trabajar» (LM 12,1).
El Evangelio, pues, será siempre el que determine las grandes decisiones del Santo. Al Evangelio acudirá como a su consultor y consejero infalible. Conocido su camino, lo recorrerá sin demora, anunciando el Evangelio a toda criatura. «A lo largo de dieciocho años ya cumplidos -escribe Tomás de Celano-, rara vez, por no decir nunca, había dado descanso a su carne, recorriendo varias y muy dilatadas regiones con el fin de que aquel espíritu devoto, aquel espíritu ferviente que la habitaba, esparciera por doquier la semilla de la palabra de Dios. Difundía el Evangelio por toda la tierra; muchas veces en un solo día recorría cuatro o cinco castillos y aun pueblos, anunciando a todos el reino de Dios y edificando a los oyentes no menos con su ejemplo que con su palabra, pues había convertido en lengua todo su cuerpo» (1 Cel 97).
Incluso, las misiones en países extranjeros, que abren un capítulo nuevo en la historia apostólica de la Iglesia, están inspiradas por el deseo de anunciar el Evangelio en su pureza e integridad en todas partes: «emprendió viaje hacia Marruecos con objeto de predicar el Evangelio de Cristo a Miramamolín» (LM 9,6).
En la sociedad del siglo XIII, Francisco de Asís no sólo predicó la necesidad del retorno a la pureza de la vida evangélica, sino que además fue ciertamente el primero en inaugurar un estilo de evangelización coherente con el mensaje pacíficamente revolucionario de la Buena Nueva.
San Francisco captó con singular intuición histórica los fermentos constructivos que actuaban en la Iglesia y en la sociedad de su tiempo: por una parte, el espíritu de los movimientos evangélicos y pauperísticos; por otra, la movilidad, la laboriosidad, el sentido de responsabilidad de las clases sociales nacientes (mercaderes, artesanos, obreros); pero, en lugar de perderse en diatribas o actitudes contestatarias, ofrece, en sí y en los suyos, la imagen del hombre nuevo para la sociedad naciente.
El saludo «Paz y Bien», que es como el lema de la evangelización franciscana, no quiere ser en absoluto la expresión de un irenismo de vía estrecha y emocional, sino un augurio escatológico para una sociedad en la cual la comunión con todos está garantizada por la plena expansión y valorización de la singularidad personal: la paz de Cristo está allí donde cada uno es salvado plenamente en armonía con todos los demás, donde el ser auténticamente uno mismo es fundamento del poder estar en caridad junto a los demás.
EXPERIENCIA CONTEMPLATIVA DE SAN FRANCISCO
Gracias a este mismo instinto, natural y carismático a la vez, que le permite ir derecho al corazón de las cosas, Francisco logra descender, por así decir, al centro de confluencia de las corrientes de fuerza que rigen el universo. Y desde esta privilegiada centralidad, Francisco puede captar con fácil inmediatez la relación entre el mundo de la experiencia y su fuente, que es el Verbo: Verbo increado, Verbo encarnado, Verbo inspirado, como dirá S. Buenaventura. Remontarse constantemente a esa fuente para recuperar la pureza de conciencia, purificar la experiencia y alcanzar la profundidad última del ser, será el anhelo constante de Francisco. Su espíritu de «oración y devoción», que lo lleva de la recitación del breviario a los «raptos» imprevistos a lo largo del camino, al éxtasis del Alverna, brota de la inmersión constante en aquella fuente.
San Buenaventura escribe: «El tercer orden es el de aquellos que se dedican a Dios según el modo sobreelevativo, esto es, extático o excesivo.-Y decía: ¿Cuál es, pues, éste? Éste es el orden seráfico. De éste parece que fue san Francisco. Y decía que aun antes que tuviera el hábito, fue arrebatado y encontrado junto a un seto.-Aquí, en efecto, está la mayor dificultad, es decir, en la sobreelevación, pues todo el cuerpo se enerva, y si no hubiera alguna consolación del Espíritu Santo, no lo soportaría. Y en éstos se consumará la Iglesia» ( Coll. in Hex., XXII, 22). Resulta interesante que el doctor místico, que habla de este tema, no a religiosos, sino a maestros y estudiantes de la Sorbona, se preocupe de subrayar la relación entre el éxtasis y la vida de la Iglesia.
Poco importa que tal experiencia quede sólo como un pensamiento oscuro en la vida de un cristiano: lo que cuenta es que Dios nos llama a ella. Es importante, sobre todo, la actitud espiritual que determina la conciencia de este destino: no la pretensión de apresar el don de Dios con los raciocinios teológicos o los métodos ascéticos, sino la humilde y ardiente tensión hacia el misterio de Dios, que hace de cada hombre que es capaz un «varón de deseos». Justamente dice san Buenaventura:
«Ciertamente, la oración era para este hombre contemplativo un verdadero solaz, mientras, convertido ya en conciudadano de los ángeles dentro de las mansiones celestiales, buscaba con ardiente anhelo a su Amado, de quien solamente le separaba el muro de la carne. Era también la oración para este hombre dinámico un refugio, pues, desconfiando de sí mismo y fiado de la bondad divina, en medio de toda su actividad descargaba en el Señor -por el ejercicio continuo de la oración- todos sus afanes. Afirmaba rotundamente que el religioso debe desear, por encima de todas las cosas, la gracia de la oración; y, convencido de que sin la oración nadie puede progresar en el servicio divino, exhortaba a los hermanos, con todos los medios posibles, a que se dedicaran a su ejercicio. Y en cuanto a él se refiere, cabe decir que ora caminase o estuviese sentado, lo mismo en casa que afuera, ya trabajase o descansase, de tal modo estaba entregado a la oración, que parecía consagrar a la misma no sólo su corazón y su cuerpo, sino hasta toda su actividad y todo su tiempo» (LM 10,1).
El mismo Doctor Seráfico, citado por H. Felder, asegura: «San Francisco, lleno del espíritu de Dios, ardía en deseos de adherirse todo él a Dios por el goce de una contemplación no interrumpida». Y comenta H. Felder: «La palabra "contemplación" significa aquí ante todo no solamente la piedad en general, sino la piedad afectiva, la oración del corazón. Verdad es que en la vida de oración de Francisco tenía también su parte la actividad intelectual, lo cual no puede faltar a ninguna oración; pero, con todo, el punto de partida y de llegada para el Santo era el corazón, el sentimiento, la fuerza de voluntad que tiende hacia Dios, la intimidad con Dios y la unión con Dios... Se abisma en la consideración de los misterios de la vida y de la pasión de Jesucristo, pero de manera que sus oraciones a Cristo, como advierte Tomás de Celano (I, 71), venían a terminar en el anhelo de ser disuelto y estar con Cristo» (H. Felder: Los ideales de S. Francisco, Buenos Aires 1948, p. 419).
Es innecesario multiplicar los testimonios del espíritu de contemplación de quien ha sido definido «oración viviente». Lo que vale la pena destacar es cómo la actitud de escucha, esencial al espíritu de contemplación, acompaña la oración y la vida entera de Francisco, desde el sueño de Espoleto hasta el beso al leproso, desde el Padrenuestro recitado ante el pueblo de Asís, después de haberle declarado a Pedro Bernardone: «No te llamaré más "padre"» (2 Cel 12), hasta la oración al crucifijo de San Damián, hasta el Cántico de las criaturas... hasta el «mi Dios y mi todo» del Alverna.
Y si se piensa en la revolución llevada a cabo por Francisco en la Iglesia y en la sociedad de su tiempo, y en sus influencias en la historia de los siglos siguientes, no se puede menos que reconocer una relación secreta entre la eficacia de su testimonio eclesial y social, y su experiencia contemplativa. San Francisco amó de veras a los hombres y a las criaturas porque amó de veras a Dios. La ecuación que despeja la incógnita no es apostolado eficaz, igual a ciencia o actividad o industria humana o modernidad u otra cosa, sino: apostolado eficaz, igual a contemplación. Naturalmente, con tal que por contemplación se entienda sobre todo la actitud de tensión hacia Dios que hace desear todo lo que Él desea, antes que la absolutización del momento privilegiado de la oración que es el rapto o el éxtasis.
Tal vez no esté de más resaltar que la desconfianza de san Francisco hacia la ciencia era una forma suya de resistir al atropello del intelectualismo soberbio que insensibiliza el corazón del hombre y que nosotros, hijos de una cultura nacida bajo el nombre de la razón, conocemos demasiado bien.
La experiencia contemplativa de Francisco es una invitación implícita a recuperar el gusto sapiencial de la vida que se revela sólo en la intimidad consigo mismo y, aún más, en la intimidad con Dios; a redescubrir la sensibilidad virgen que hace mirar con ojos siempre nuevos, como los ojos de Dios, los acontecimientos decisivos (el nacimiento, la muerte, el dolor, el amor) y los sucesos aparentemente banales; a reavivar la conciencia de nuestro «existir en el misterio de Cristo» que nos induce a reconocer a Jesús en el rostro de todo leproso.
RESTABLECER UNA PRIMACÍA:
CONTEMPLACIÓN Y EVANGELIZACIÓN
CONTEMPLACIÓN Y EVANGELIZACIÓN
«Contemplación y evangelización» no debe ser un eslogan, sino un empeño que, para los franciscanos, es esencial, porque expresa los elementos fundamentales y constantes de la experiencia de Francisco y de la historia del movimiento franciscano.
Vienen como anillo al dedo las recientes exhortaciones del Papa al Capítulo General de los Capuchinos (12 de julio de 1976; cf. Sel Fran n. 15, 1976, pp. 331-333); el Santo Padre especifica los componentes esenciales de la vida franciscana en la evangelización y en la «vida profunda de unión con Dios», un auténtico binomio para la vida y porvenir del franciscanismo:
«El impelente deber de la evangelización... De nuevo os hablamos de ello para insistir sobre la fundamental importancia de este deber, frente al cual san Pablo prorrumpía con la conocida exclamación: "¡Ay de mí, si no evangelizara!" (1 Cor 9,16). El deber de la evangelización os exige que, después de un examen preliminar dirigido a esclarecer las principales exigencias del mundo de hoy, os empeñéis en hacerles frente con firme determinación y generosa disponibilidad, según vuestra vocación y misión particular, reavivando a tal fin las tradiciones benéficas de la Orden...». A lo que añade más adelante: «Séanos lícito... subrayar brevemente tres requisitos que nos parecen fundamentales para vuestra eficaz obra de evangelización. El primero podría formularse así: prioridad del ser con respecto al hacer. La evangelización exige testimonio y el testimonio supone una experiencia, la que emana de una profunda vida de unión interior con Cristo, que lleva al discípulo a una progresiva conformación al Maestro, a un ser como Él, por Él, en Él, que poco a poco se trasluce, y entonces de forma convincente, incluso en el modo externo de vivir y de trabajar».
Contemplar y evangelizar no son, pues, dos compromisos espirituales que se excluyen recíprocamente, sino los términos dialécticos del círculo de la caridad: Dios-hombre-Dios. Cuando la energía que sostiene la tensión de la caridad se extenúa, o cuando la tensión entre lo humano y lo divino llega a la ruptura por la acentuación indebida de uno u otro término, se descompone también el equilibrio maravilloso de la caridad, que garantiza la integridad del hombre en la medida en que lo diviniza, y asegura la adoración perfecta de Dios en la medida en que lo revela presente en la dimensión humana.
El análisis de las crisis que de tiempo en tiempo afligen a la Iglesia y, de modo particular, a los Institutos Religiosos, llevaría a reconocer fácilmente, entre las principales causas responsables, la ruptura de este equilibrio o el relajamiento de dicha tensión.
Ya que tenemos el «privilegio» de encontrarnos entre los protagonistas de una de las crisis más graves de la Iglesia, nos bastaría con sondear las causas remotas y próximas de la crisis para darnos cuenta de la naturaleza de nuestro malestar y de los remedios que se deben aplicar. Pero autocríticas semejantes se han hecho hasta demasiadas. Además, las indicaciones de los remedios son abundantes y con frecuencia autorizadas. Lo que tal vez no se ha hecho todavía suficientemente es asumir el compromiso de la responsabilidad propia personal, por modesta que sea. Es decir: exactamente lo contrario de lo que hizo san Francisco en un tiempo no menos difícil que el nuestro tanto para la Iglesia como para la sociedad: no nos preocupa encontrar el centro secreto y misterioso, pero presente, del hombre y del único medio completo, Jesucristo, Verbo increado, Verbo encarnado, Verbo inspirado. Y así, es hasta superfluo subrayarlo, la evangelización, en lugar de comenzar por uno mismo, comienza por los otros, y se convierte en sociologismo o psicologismo; la contemplación es considerada como un privilegio y no como un don que todos deben desear; aun cuando no a todos les es dado experimentarlo en igual medida; y la oración se convierte en fatiga o deber, raras veces en fuente de alegría.
Tal vez, con ocasión del 750 aniversario de la muerte de Francisco, tengamos una sola cosa que pedir a Dios por los méritos del Poverello: que nos libere del mal de nosotros mismos: de la dureza del corazón, de la soberbia de la mente, de la tentación de la autosuficiencia. Y tal vez podremos testimoniar nuestra disponibilidad para acogerlo, empeñándonos en humildes intentos de oración y evangelización, como, por ejemplo: experiencias de «desierto», acaso en una de las tantas casas de oración, que abundan en la Italia franciscana; o experiencias de escucha comunitaria del Espíritu...; nueva propuesta de la palabra de Dios al pueblo en una fórmula renovada de las misiones populares; o la meditación comunitaria del Evangelio; o el apostolado de la Biblia a domicilio...
Si bien es verdad que san Francisco fue único y que su experiencia evangélica es inimitable, también lo es que hoy, tal vez como nunca, el mundo lo invoca y espera que alguien resucite su espíritu como testimonio personal y social: los franciscanos no pueden esquivar su responsabilidad vocacional frente a un mundo que, severamente, pero con confianza, los interpela.
[Cf. Selecciones de Franciscanismo, vol. VI, núm. 18 (1976) 282-289]
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