domingo, 23 de septiembre de 2012

LA ORACIÓN FRANCISCANA

Dice san Francisco:
Por lo tanto, hermanos todos, guardémonos mucho de perder o apartar del Señor nuestra mente y corazón so pretexto de alguna merced u obra o ayuda. Mas en la santa caridad que es Dios, ruego a todos los hermanos, tanto los ministros como los otros, que, removido todo impedimento y pospuesta toda preocupación y solicitud, del mejor modo que puedan, hagan servir, amar, honrar y adorar al Señor Dios con corazón limpio y mente pura, que es lo que él busca sobre todas las cosas; y hagámosle siempre allí habitación y morada a aquel que es Señor Dios omnipotente, Padre e Hijo y Espíritu Santo, que dice: «Vigilad, pues, orando en todo tiempo, para que seáis considerados dignos de huir de todos los males que han de venir, y de estar en pie ante el Hijo del Hombre». Y cuando estéis de pie para orar, decid: «Padre nuestro, que estás en el cielo». Y adorémosle con puro corazón, «porque es preciso orar siempre y no desfallecer»; «pues el Padre busca tales adoradores». «Dios es espíritu, y los que lo adoran es preciso que lo adoren en espíritu y verdad» (1 R 22,25-31).


SAN FRANCISCO, MAESTRO
DE ORACIÓN Y CONTEMPLACIÓN

por Optato van Asseldonk, O.F.M.Cap.

Ciertamente, a Francisco no le habría gustado el título de este trabajo. Para él, Jesucristo es el único «Maestro» y, por consiguiente, sólo a Él le corresponde tal apelativo. Además, la palabra «contemplación» no aparece en los escritos del Santo, y la expresión «oración» y «orar» ( oratio, orare) se repite en ellos 32 veces, número más bien exiguo si lo comparamos, por ejemplo, con las 74 veces que figura «amor-caridad, amar», o, más aún, las casi 200 que encontramos «obrar, obras, operación, hacer» (operari, opera, operatio, facere).
No quiero dar excesiva importancia a una estadística tan simple como esta, y me basta una palabra del Santo para hacerme reflexionar y mucho: «Decía el bienaventurado Francisco: "Tanto sabe el hombre, cuanto obra; y tanto sabe orar un religioso, cuanto practica". Como si dijera: "Al buen árbol no se le conoce sino por sus frutos"» (LP 105c). El texto latino dice: «...et tantum est religiosus bonus orator, quantum ipse operatur»; que ese orator no significa aquí orador o predicador, como traducen muchas ediciones de las fuentes franciscanas, sino orante, uno que ora, se deduce claramente del contexto, que trata del Breviario, y también de 1 R 17,5, donde Francisco habla de sus hermanos «praedicatores, oratores, laboratores», es decir, «predicadores, orantes, trabajadores». Por consiguiente, lo que nos resulta cierto es la importancia de la verdadera oración en la doctrina de Francisco, verdadera oración que se descubre en los frutos de una vida buena y santa.
Celano escribe de Francisco: «Totus non tam orans quam oratio factus», «hecho todo él ya no sólo orante, sino oración» (2 Cel 95). Aquí me gustaría traducir esa famosa expresión de la siguiente manera: toda su oración fue su misma vida; o bien: su vida misma fue su oración. Pero me temo que con ello, en lugar de exponer el texto, le estaría imponiendo tal vez mi pensamiento.
Francisco en efecto, no dejó a sus hermanos normas cuantitativas sobre la oración, si exceptuamos el Oficio divino, ni un horario para las oraciones, fuera de la Regla para los eremitorios. Ni siquiera les dio nunca indicaciones respecto al tiempo y duración de la «meditación». Es cierto que, siguiendo la norma evangélica (Lc 18,1), dice algunas veces que debemos orar siempre (cf. 2CtaF 21; 1 R 22, 27. 29; 2 R 10,9); pero, ¿quién habrá que piense que ha de tomar esa palabra al pie de la letra, en su sentido material? En cambio, Francisco establece en la Regla no bulada: «Los siervos de Dios deben perseverar siempre en la oración o ( vel en latín) en alguna obra buena» (1 R 7,12). Según el contexto, lo que el Santo quiere es que sus hermanos nunca estén ociosos, pues «la ociosidad es enemiga del alma» (v. 11).
Respecto a la calidad de la oración, por el contrario, sí nos dejó Francisco normas decisivas y muy precisas, mostrándose como un verdadero maestro de oración, aunque muy consciente de su condición de siervo y ministro del único Maestro y de su Espíritu, en conformidad con aquella palabra tan profunda y sentida: «Dice el Apóstol: Nadie puede decir: Señor Jesús, sino en el Espíritu Santo (1 Cor 12,3)» (Adm 8,l). Verdaderamente es el Espíritu Santo quien inspira, dice y hace en nosotros y en los demás todo bien, incluso la oración, si no ésta sobre todo.
Analicemos algunos textos de Francisco.
1. LA GRACIA DEL TRABAJO
Y EL ESPÍRITU DE ORACIÓN (2 R 5)
«Los hermanos a quienes el Señor ha dado la gracia de trabajar, trabajen fiel y devotamente, de tal suerte que, desechando la ociosidad, enemiga del alma, no apaguen el espíritu de la santa oración y devoción, al cual las demás cosas temporales deben servir» (2 R 5,12).
Este es un texto clave, tanto por su contenido como por su influencia en la historia de la Orden desde su origen hasta nuestros días, particularmente en toda verdadera reforma o renovación franciscana. Además, siempre ha sido un criterio fundamental de nuestra vida espiritual.
Para Francisco, el trabajo, como cualquier otro bien, es una gracia, o sea, un don, una obra del Señor; y para responder a esa gracia, o sea, para seguirla, debemos trabajar fiel y devotamente. Trabajando así, «en la gracia» y «con la gracia» o en virtud de la misma, se evita la ociosidad y no se apaga el espíritu de la santa oración y devoción. El criterio es sencillo y, en el fondo, transparente y clarísimo: quien sigue la gracia del trabajo, trabajando en gracia e impulsado por ella, necesariamente trabajará fiel y devotamente; en consecuencia, le resultará imposible apagar el espíritu de oración y devoción. En efecto, la gracia, don de Dios, actuación de Dios en nosotros, no puede anular ni impedir el espíritu de oración y devoción. Esto implicaría una verdadera contradicción: la gracia que anula o impide la gracia, la obra de Dios. Pero también hay que aclarar lo contrario: el trabajo, en la medida en que impide o anula el espíritu de oración, no es obra de la gracia, sino de un amor propio o egoísta como, por ejemplo, la vanagloria, el propio provecho, etc. En tal caso, quien actúa en mí, en nosotros... no es la gracia del trabajo sino, como diría Francisco, el espíritu de la carne, nuestro querido «yo».
A veces, los autores y traductores, tras las palabras de Francisco «no apaguen el espíritu» (2 R 5,2), citan el texto de san Pablo en el que el Apóstol habla de «no apagar el Espíritu Santo» (1 Tes 5,19). Y ciertamente el espíritu de oración es obra, inspiración, don del Espíritu Santo que nos hace orar como hay que hacerlo: «Nadie puede decir: Señor Jesús, sino en el Espíritu Santo (cf. 1 Cor 12,3)» (Adm 8). Está claro igualmente que la gracia del trabajo, lejos de apagar el espíritu de oración, lo «sirve» y refuerza, como don de Dios, de modo que todas las demás cosas: la predicación, el estudio, el trabajo, cualquier obra externa material o espiritual y las mismas oraciones..., estén realmente al servicio y para provecho de ese mismo espíritu de oración y devoción, o consagración-dedicación a Dios y al prójimo.
Con este criterio o principio, partiendo de la gracia del trabajo y del espíritu de oración, o en otras palabras, de una única acción o inspiración de Dios en el trabajo y en la oración, Francisco garantiza la unidad fundamental de la vida activa y de la contemplativa, por cuanto ambas se basan sobre la misma y única acción-gracia de Dios y del Espíritu Santo, el único que dice y hace todo bien en nosotros.
Recordemos, por último, que en este texto de la Regla bulada no se trata de las oraciones o prácticas externas de devoción, sino del espíritu de oración, «al que deben servir (deservire en latín) las demás cosas temporales» (es decir, las hechas por nosotros en el tiempo y en el espacio o lugar de este mundo, como ejercicios humanos externos) y al que Francisco da la primacía en la vida espiritual. Me parece que es importante hacer una distinción precisa: quien vivifica, quien da vida «espiritual» es el espíritu y no una cierta cantidad de oraciones como tales. Ese espíritu de oración y devoción es el que inspira y anima no sólo toda verdadera oración, sino también todo verdadero trabajo o cualquier otra obra buena, convirtiéndolos en gracia, en obra de Dios y del Espíritu Santo.
2. EL VERDADERO ESPÍRITU INTERIOR
Y LAS FALSAS OBRAS EXTERNAS (Adm 14)
En su Admonición 14, Francisco distingue con nitidez el espíritu que anima interiormente el corazón, y las oraciones y otras obras externas, faltas quizá de espíritu interior. Se trata de una de las más bellas bienaventuranzas evangélicas explicadas por Francisco, la que habla de la pobreza de espíritu.
«Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos (Mt 5,3). Hay muchos que, perseverando en oraciones y oficios (divinos), hacen muchas abstinencias y maceraciones en sus cuerpos; pero, por una sola palabra que parece ser injuriosa para sus cuerpos o por cualquier cosa que se les quite, escandalizados, en seguida se perturban. Éstos no son pobres de espíritu; porque el que verdaderamente es pobre de espíritu se odia a sí mismo y ama a aquellos que lo golpean en la mejilla (cf. Mt 5,39)» (Adm 14).
Esta exhortación de Francisco es bastante dura y severa: hay, dice, quienes hacen muchas oraciones (privadas y litúrgicas) y penitencias, con las que mortifican físicamente sus cuerpos. Se trata, pues, de «cosas temporales» o prácticas externas corporales, hechas con sólo el cuerpo, porque su espíritu o corazón, su persona o querido «yo» -nótense las palabras sibi, se ipsum, suorum corporum-, está lleno de amor propio o de irritación por cualquier apariencia de ofensa contra ése su querido «yo», contra su delicada y sensibilísima persona. Quienes así actúan, por tanto, no tienen el espíritu de pobreza, de penitencia o de oración, sino que son ricos y están llenos de sus propios «bienes»; en cambio, el verdadero pobre, penitente u orante, se odia o se vence «a sí mismo», y busca el bien de Dios y del prójimo, hasta el amor a los enemigos, como el Señor enseñó y practicó... sobre la Cruz.
También en la Admonición 11 Francisco exalta al verdadero pobre de espíritu, es decir, al siervo de Dios que no se altera por nada ni por nadie, a menos que lo haga por amor a Dios y a los hermanos, y que busca «sine proprio», sin amor propio, únicamente el bien de Dios y de los hombres.

3. EL ESPÍRITU DEL SEÑOR
POR ENCIMA DE TODA LETRA,
INCLUSO LA «SAGRADA» (2 R 10)
Todo esto lo expone Francisco de un modo profundo en el cap. 10 de la Regla bulada, que es el otro texto fundamental del Santo y también el texto clave para toda la historia de la Orden Franciscana. Además, muchos lo consideran como el texto indudablemente más central y vital de toda la espiritualidad sanfranciscana.
«Amonesto y exhorto en el Señor Jesucristo que se guarden los hermanos de toda soberbia, vanagloria, envidia, avaricia, cuidado y solicitud de este siglo, detracción y murmuración» (v. 7).
En definitiva es como si dijera que nos guardemos del amor propio, del egoísmo, de la apropiación de bienes demasiado «humanos» o del espíritu de la carne, como explica el mismo Francisco en el cap. 17 de la Regla no bulada, donde opone este «espíritu de la carne» al «Espíritu del Señor», que es quien obra el verdadero bien en nosotros.
Francisco prosigue diciendo:
«Y los que no saben letras, que no se cuiden de aprenderlas, sino que atiendan a que sobre todas las cosas deben desear tener el Espíritu del Señor y su santa operación (sanctam operationem), orar siempre a él con puro corazón y tener humildad, paciencia en la persecución y en la enfermedad, y amar a aquellos que nos persiguen y reprenden y acusan, porque dice el Señor: "Amad a vuestros enemigos y orad por los que os persiguen y calumnian" (cf. Mt 5,44). "Bienaventurados los que padecen persecución por la justicia, porque de ellos es el reino de los cielos" (Mt 5,10). "Y el que perseverare hasta el fin éste será salvo" (Mt 10,22)» (2 R 10,7-12).
Por tanto, no debemos cuidarnos de aprender ni siquiera las letras «sagradas» de la Escritura, pues de éstas se trataba efectivamente en la Edad Media, sino que debemos desear sobre todo tener en nosotros el Espíritu del Señor y su santa operación. Ahora bien, ¿qué es lo que el Espíritu del Señor obra santamente en nosotros? Ante todo, el orar siempre con puro corazón o, como dice Francisco en otro lugar, en espíritu de verdad, en el Espíritu de la verdad (cf. 2CtaF 19-20), y, por consiguiente, inspirados por el Espíritu Santo, bajo su santa acción y, por supuesto, con puro amor.
Pero esta santa acción del Espíritu no sólo inspira la verdadera oración con puro corazón, sino toda la vida «espiritual»; en otras palabras: convierte la vida entera en oración, o mejor, produce una oración que influye, penetra, anima la vida entera, volviéndola pura y santa. En el contexto inmediato del escrito de Francisco vemos como ese mismo y único Espíritu del Señor obra la oración y, a la vez, las virtudes, que para Francisco son aquí particularmente la humildad, la paciencia en la persecución y en la enfermedad, el amor a los enemigos... hasta el fin, siguiendo al Señor crucificado, perdonando a los enemigos...
Queda así revelado también el verdadero espíritu de oración, por cuanto el Espíritu del Señor es quien inspira nuestra oración con puro corazón y quien, a la vez, inspira toda la vida santa, hasta el amor a los enemigos y a los perseguidores, en el que consiste la perfección, la santidad perfecta. ¡Con el firme deseo de tener de veras por encima de todo el Espíritu del Señor que da vida y unidad a toda nuestra vida, oración, virtudes y obras buenas...! Sólo así el Espíritu del Señor será verdaderamente nuestro Ministro General (Cf. 2 Cel 193), y nosotros observaremos la Regla «espiritualmente», es decir, según el Espíritu del Señor, que realiza en nosotros su vida según el Evangelio. En su Testamento, Francisco es todavía más explícito al decir que debemos entender y observar la Regla y el Testamento sencillamente, sin glosa, tal como el Espíritu o el Señor se la hizo escribir: «con (su) santa operación» (cf. Test 39).
4. EL ESPÍRITU DE LA LETRA DA VIDA (Adm 7)
Sabemos cuánto se inspiró Francisco, en toda su vida, oración y acción, en la palabra divina, la letra «sagrada», el Evangelio. Orando y meditando la letra o palabra evangélica, el Pobrecillo descubre a su Señor, el Cristo pobre y crucificado (cf. 2 Cel 105; LP 79), cuyas huellas quiere seguir. Estas letras o palabras divinas son para él espíritu y vida (Jn 6,64), puesto que le inspiran vida y llegan a ser el espíritu de su vida o la vida de su espíritu, o, de un modo aún más profundo, son el Espíritu y la vida de nuestro Señor Jesucristo en él, según Jn 6,63: «El Espíritu es el que da vida», y también 2 Cor 3,6: «Mas el Espíritu da vida». Francisca describe esta su experiencia «vital» en una Admonición, la séptima, a la que se llama «tratado de hermenéutica», y en la que el Santo nos revela cómo la lectura de la Biblia o la meditación de la Sagrada Escritura fue para él verdaderamente un estudio «espiritual», es decir, una oración que se le hizo «espíritu y vida», por cuanto su oración se transformó en vida y su vida en oración, siendo inspiradas la una y la otra por el único Espíritu que da la vida.
Veamos primero la doctrina de Francisco, y luego su práctica.
La Admonición 7 suena así:
«Dice el Apóstol: "La letra mata, mas el espíritu da vida" (2 Cor 3,6). Están muertos por la letra aquellos que únicamente desean saber las solas palabras, para ser tenidos por más sabios entre los otros y poder adquirir grandes riquezas que dar a los consanguíneos y amigos. Y están muertos por la letra aquellos religiosos que no quieren seguir el espíritu de la divina letra, sino que sólo desean saber más las palabras e interpretarlas a los otros».
Por tanto, la palabra divina, la letra de la Sagrada Escritura, mata a aquellos que la buscan y la estudian sólo por motivos egoístas (soberbia, avaricia) o puramente humanos (ciencia, enseñanza), sin querer seguir en la propia vida el espíritu de la divina Escritura. En cambio, prosigue Francisco:
«Están vivificados por el espíritu de la divina letra [es decir, reciben vida del espíritu de la divina escritura, o sea, del autor-inspirador de la divina palabra] aquellos que no atribuyen al cuerpo toda la letra que saben y desean saber, sino que con la palabra y el ejemplo devuelven esas cosas al altísimo Señor Dios, de quien es todo bien».
Así pues, quienes se dejan inspirar o vivificar por el Espíritu Santo en la letra o palabra, la reciben como bien o don o inspiración-operación de Dios (gracia, vida), de quien proviene todo bien, y no se la atribuyen a sí mismos, al propio yo, sino que, siguiendo o practicando la palabra divina en la vida (=«con el ejemplo»), la devuelven al único Autor-dador de todo bien, Dios, el Espíritu, alabándolo y dándole gracias (=«con la palabra»).
Para Francisco, pues, orar significa abrirse a la palabra divina, escuchándola, y, aceptando esa palabra, espíritu y vida, con puro corazón, o sea, vacío de amor propio y de espíritu de la carne, dejarse llenar de espíritu y vida. En otras palabras: orar significa hacerlo en espíritu y verdad, o en el Espíritu de la verdad (cf. 1 R 22,31; 2CtaF 19-20). Y el mismo Francisco propone como principio vital a todos los hermanos, tanto si oran como si trabajan, o sea, siempre y en todas partes, que se opongan al espíritu de la carne y sigan al Espíritu del Señor que los introduce en la vida trinitaria (1 R 17).
Esta es la práctica del espíritu de oración y devoción, a cuyo servicio quedan todas las cosas temporales; ésta es la santa operación del Espíritu del Señor, que hace orar con puro corazón y nos da todas las virtudes, hasta el amor a los enemigos; de este modo los hermanos podrán agradar siempre al Señor, orando con puro corazón (cf. CtaO 42), haciendo su voluntad (cf. 1 R 22,9), y sirviéndole, amándole, honrándole y adorándole «con limpio corazón y mente pura, que es lo que Él busca sobre todas las cosas», en la intimidad trinitaria (1 R 22,26-27).
Una síntesis sanfranciscana de esta vida de oración y de esta oración de vida nos la ofrece el Santo en el último período de su existencia humana: llegado a la madurez en el sufrimiento y en la alegría de una vida extremadamente atormentada por el amor crucificado, vive en íntima unión con su Señor:
«Un compañero suyo, viéndolo enfermo y aquejado de dolores de parte a parte, le dijo una vez: "Padre, las Escrituras han sido siempre para ti un amparo; te han proporcionado siempre alivio en los dolores. Haz -te lo pido- que te lean ahora algo de los profetas; tal vez tu espíritu exultará en el Señor"» (2 Cel 105; cf. LP 79).
Aquí aparece como un hecho ordinario el regocijo de Francisco en el Espíritu: ¡reminiscencia del Magnificat! ¿Quizás también una prueba segura de que meditaba los Profetas? - El Santo respondió al hermano:
«Es bueno recurrir a los testimonios de la Escritura, es bueno buscar en ellos al Señor Dios nuestro; pero estoy ya tan penetrado de las Escrituras, que me basta, y con mucho, para meditar y contemplar. No necesito de muchas cosas, hijo; sé a Cristo pobre y crucificado».
En mi opinión, aquí encontramos una prueba clara de cómo las palabras divinas habían llegado a ser, para Francisco, «espíritu y vida», es decir, el Espíritu y la vida de nuestro Señor Jesucristo pobre y crucificado. El mismo Celano, cuando habla de que, después de la muerte del Santo, a muchos hermanos les parecía que la persona de Cristo y la del bienaventurado Francisco era la misma (otro Cristo), explica con prudencia:
«Para quien quiera entender bien, esto no es temerario, pues quien se adhiere a Dios se hace un solo espíritu con Él y el mismo Dios será todo en todas las cosas» (2 Cel 219; cf. 1 Cor 6,17; 12,6).


5. ORACIÓN TRINITARIA
Los últimos estudios científicos sobre los escritos de Francisco han demostrado que el corazón, el espíritu, el secreto animador de su vida entera, tanto de oración como de acción, fue precisamente la íntima comunión, por no decir, como sería mejor, la identificación con la Persona de nuestro Señor Jesucristo en su gloriosa Pasión (la «Beata Passio»), vista y vivida en su integridad como el Misterio pascual del Hijo del Padre, Dios-Hombre, celebrado, en el Espíritu Santo, con toda la creación del cielo y de la tierra. Y celebrado verdaderamente como solemne Liturgia en la Comunión de los Santos, en la Madre Iglesia, cuyo centro materno es María.
Las investigaciones sobre el Oficio de la Pasión, sobre el Crucifijo de San Damián, sobre la profunda influencia de Juan Evangelista, en particular Jn 13-17, imponen esta conclusión. Aquí nos interesan especialmente dos consecuencias importantes de ese hallazgo.
La primera es que no sólo la vida de oración, sino toda la vida fraterna y apostólica de Francisco y de su Orden, debe basarse en la unidad del Padre y del Hijo, de la que Cristo habla en la llamada oración sacerdotal (Jn 17). Francisco, en efecto, se identificó con la misión del Hijo en el mundo, tal como es descrita por Juan y recogida por el Santo en sus escritos por cuatro veces, en el cap. 22 de la Regla no bulada y en las dos Cartas a los fieles, o sea, tanto para sí y sus hermanos como para los penitentes, hombres y mujeres. Esta «misión» desde la unidad trinitaria se vuelve así la inspiradora fundamental de la vocación franciscana al seguimiento de Cristo en el Evangelio. Los biblistas, por su parte, han probado recientemente que la oración de Jesús en la última Cena no es «sacerdotal», sino universal-pastoral, dirigida por Él, como Buen Pastor, a todos sus futuros discípulos. Francisco, por tanto, habría comprendido bien su alcance universal.
La segunda consecuencia es el aspecto altamente eucarístico, laudativo de la oración de Francisco y de sus seguidores, es decir, la necesidad «litúrgica» que ellos sienten de alabar, adorar, dar gracias, bendecir al Señor Dios Padre en el Hijo con el Espíritu Santo. En los escritos de Francisco hay un gran número de alabanzas e himnos: es la forma lírica de oración y de exhortación, inspirada en los trovadores y juglares. Así tenemos la Exhortación a la alabanza de Dios (ExhAD), que es probablemente la primera de las alabanzas compuestas por el Santo y ya una preparación del Cántico de las criaturas; las Alabanzas para todas las horas (AlHor), es decir, que el Santo recitaba antes de cada una de las horas del Oficio divino y del oficio de la Virgen (OfP); las Alabanzas al Dios altísimo (AlD), compuestas después de su estigmatización; y finalmente, el Cántico de las criaturas. Pero aún se pueden añadir el Saludo a las Virtudes (SalVir), el Saludo a la bienaventurada Virgen María (SalVM), el «Audite poverelle», la Admonición 27 y los capítulos 17, 21 y 23 de la Regla no bulada.
Algunas de estas alabanzas estaban destinadas a la predicación o exhortación penitencial, permitida a todos los hermanos; tal es el caso de 1 R 21 (cf. v. 1): «Temed y honrad, alabad y bendecid, dad gracias y adorad al Señor Dios omnipotente en Trinidad y Unidad, Padre e Hijo y Espíritu Santo creador de todas las cosas... » (v. 2); sigue inmediatamente la invitación a la penitencia (v. 3). En estas y en otras alabanzas similares se encierra la esencia de la predicación franciscana, que consiste en la gozosa (cantada) Buena Nueva del Dios-Amor, de la penitencia-perdón y de la paz. El cap. 23 de la misma Regla es como un solemne prefacio eucarístico de alabanza y acción de gracias, destinado por los hermanos a los penitentes que viven en el mundo y a la humanidad entera. A este propósito se lee en el v. 9:
«Ninguna otra cosa, por tanto, deseemos, ninguna otra queramos, ninguna otra nos plazca y deleite, sino nuestro Creador y Redentor y Salvador, el solo verdadero Dios, que es pleno bien..., que es el solo bueno, piadoso, manso, suave y dulce...».
La plenitud trinitaria, contemplada y vivida en el corazón, estalla espontáneamente en el apostolado minorítico, como la abundancia de amor que debe comunicarse a todos, compartiendo con todos los hermanos y con todas las criaturas que hay en el mundo la riqueza-don recibida del Señor.
En el Oficio de la Pasión, Francisco, junto con toda la creación del cielo y de la tierra, se une íntimamente al Hijo del Padre Santo, Santísimo, a su sufrimiento y gozo triunfante-pascual, que resplandece en su atroz Pasión: el Señor reina desde la Cruz. Es un verdadero drama teatral, inspirado particularmente en el Apocalipsis de Juan y en el arte de los juglares populares. El estribillo que se repite en este Oficio es: «Alabanza, gloria, honor y bendición», y quiere expresar la inagotable necesidad de Francisco de alabar y hacer alabar, adorar, dar gracias y bendecir al Señor, sumo Bien, Autor de todo bien.
Francisco, por tanto, sí es «maestro» de oración y contemplación. Lo es en el sentido de que, con su doctrina y su vida -plus exemplo quam verbo-, conduce a todos al único Maestro, nuestro Señor Jesucristo, el cual se dignó rogar por nosotros en la última Cena (Jn 17), para que todos estemos unidos, con Él, al Padre, en el Espíritu Santo, en el Amor, en la Caridad que es Dios. Francisco estuvo siempre enamorado de este Amor-Caridad, y quería que todos sus hermanos, las hermanas, los penitentes y todas las criaturas se enamoraran de Él y cantaran el himno del Amor en pobreza y humildad de corazón, rindiendo toda alabanza, gloria, honor y bendición al Sumo y único Bien: Padre, Hijo y Espíritu Santo.
De ese modo, todos llegan a ser, por la santa operación del Espíritu Santo, en María: Virgen, Esposa, Madre «Iglesia», «en la que estuvo y está -como don del Padre y del Hijo- toda la plenitud de la gracia y todo bien» (SalVM).
6. CONCLUSIÓN
Nuestros actuales formadores han comprendido bien la importancia «formativa» de esta herencia sanfranciscana. A este respecto, permítaseme recordar algunas palabras de un documento sobre la formación, publicado por los Hermanos Menores Capuchinos en 1981 (cf. Sel Fran n. 30, 1981, 333-375):
«Una de las características de san Francisco es su riqueza de sentimientos y de afectos y su capacidad de expresarlos. Francisco, enamorado no sólo de Dios, como todos los santos, sino también de todos los hombres y de todas las criaturas, es el hermano amigo de todos y de todo. Con un corazón más que materno se postra "a los pies" de todos y de cada uno, sujeto a toda humana criatura por amor de Dios. Extraordinariamente cortés y noble, sensible a cuanto hay de bueno y de bello, quiere a sus hermanos alegres cantores de la penitencia-conversión, en la paz y en la hermandad universal, e incluso hasta cósmica» (n. 53).
Sobre el itinerario pedagógico para la formación del corazón, se lee en el mismo documento:
«San Francisco ofrece un itinerario pedagógico para la formación del corazón. Él trataba siempre de formar el corazón de los hermanos, que es como decir el centro vital de la persona. Es en el corazón donde el Espíritu del Señor desea hacer habitar al Padre y al Hijo, en lugar del espíritu carnal y del amor propio. La formación consiste, justamente, en superar el amor propio bajo la santa inspiración del Espíritu. El medio formativo más eficaz, para san Francisco, es hacer sentir, probar y experimentar la dulzura, el gozo y la bondad del amor que es Dios. Y lo intenta todo para atraer a sus hermanos a este amor. Y a los hermanos que no tienen nada "propio", les ofrece en cambio el amor de Dios y la caridad más que materna de los hermanos» (n. 56).
Pero el mismo documento acepta como instrumento principal la formación en el espíritu y vida de oración, del cual nacerá efectivamente la formación total para la vida a secas:
«El Espíritu de oración verdaderamente vivo no puede menos de vitalizar y animar toda la vida concreta de los hermanos, y por eso renueva necesariamente las formas tradicionales sanas y crea nuevas formas adecuadas» (n. 37; del documento de Taizé sobre la oración, n. 10: Sel Fran n. 7, 1974, 65).
[En Selecciones de Franciscanismo, vol. XIX, núm. 56 (1990) 230-240]

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