La Navidad según san Francisco de Asís
La encarnación y nacimiento del Hijo de Dios
Fr. Tomás Gálvez
(fratefrancesco.org)
La Navidad según san Francisco de
Asís
(Fratefrancesco.org) Sucedió en Rivotorto, en
el año 1209. El 25 de diciembre de ese año cayó en
viernes y los hermanos, en su ignorancia, se preguntaban
si había que ayunar o no. Entonces fray Morico, uno de
los primeros compañeros, se lo planteó a San Francisco y
obtuvo esta respuesta: "Pecas llamando 'día de Venus'
(eso significa la palabra viernes) al día en que nos
ha nacido el Niño. Ese día hasta las paredes deberían
comer carne; y, si no pueden, habría que untarlas por
fuera con ella".
La devoción de San
Francisco por la fiesta de la Natividad de Cristo le
venía, pues, ya desde los comienzos de su conversión, y
era tan grande que solía decir: "Si pudiera hablar
con el emperador Federico II, le suplicaría que firmase
un decreto obligando a todas las autoridades de las
ciudades y a los señores de los castillos y villas a
hacer que en Navidad todos sus súbditos echaran trigo y
otras semillas por los caminos, para que, en un día tan
especial, todas las aves tuvieran algo que comer. Y
también pediría, por respeto al Hijo de Dios, reclinado
por su Madre en un pesebre, entre la mula y el buey, que
se obligaran esa noche a dar abundante pienso a nuestros
hermanos bueyes y asnos. Por último, rogaría que todos
los pobres fuesen saciados por los ricos esa noche".
Su devoción era mayor que
por las demás fiestas pues decía que, si bien la
salvación la realizó el Señor en otras solemnidades
–Semana Santa/Pascua–, ésta ya empezó con su nacimiento.
Entre los salmos del
Oficio de la Pasión, compuestos por el santo para su
devoción personal hay también uno para el tiempo de
Navidad, que dice así:
"Aclamad a Dios,
nuestra fuerza (Sal 80, 2),
Señor Dios vivo y verdadero, con gritos de júbilo;
porque el Señor es sublime y terrible, emperador de toda
la tierra (Sal 46, 2-3).
Porque el Santísimo Padre del cielo, nuestro rey
desde siempre (Ver Sal 72, 13),
envió a su amado Hijo desde lo alto y nació de la
bienaventurada Virgen Santa María.
Él me invocará: "Tú
eres mi Padre"; y yo lo nombraré mi primogénito,
excelso entre los reyes de la tierra (Sal 88, 27-28)
.
De día el Señor me hará misericordia,
de noche cantaré la alabanza del Dios de mi vida
(Sal 41, 9).
Este es el día en que actuó el Señor;
sea nuestra alegría y nuestro gozo (Sal 117, 24).
Porque se nos ha dado
un niño santo y amado,
y nació por nosotros (Is 9, 5) fuera de casa,
y fue colocado en un pesebre, porque no había sitio en
la posada (Lc 2, 7).
Gloria al Señor Dios en
las alturas,
y en la tierra paz a los hombres de buena voluntad
(Ver Lc 2, 14).
Alégrese el cielo y goce la tierra, retumbe el mar y
cuanto contiene;
vitoreen los campos y cuanto hay en ellos (Sal 95,
11-12).
Cantad al Señor un
cántico nuevo, cantad al Señor toda la tierra (Sal
95, 1).
Porque grande es el
Señor, y muy digno de alabanza,
terrible sobre todos los dioses (Sal 95, 4).
Familias de los
pueblos, aclamad al Señor, aclamad la gloria y el poder
del Señor,
aclamad la gloria del nombre del Señor (Sal 95,
7-8).
Tomad vuestros cuerpos
y cargad con su santa cruz,
y seguid hasta el fin sus santísimos preceptos (Ver
Rm 12, 1; Lc 14, 27; 1Pe 2, 21).
Sin embargo, lo más
conocido de san Francisco con relación al nacimiento del
Redentor fue la celebración de la nochebuena que
escenificó en una cueva del monte, cerca del castillo de
Greccio. He aquí el relato del episodio, contado por el
primer biógrafo del santo:
1Celano, 84. La suprema
aspiración de Francisco, su más vivo deseo y su más
elevado propósito, era observar en todo y siempre el
santo Evangelio (120) y seguir la doctrina de nuestro
Señor Jesucristo y sus pasos con suma atención, con todo
cuidado, con todo el anhelo de su mente, con todo el
fervor de su corazón. En asidua meditación recordaba sus
palabras y con agudísima consideración repasaba sus
obras. Tenía tan presente en su memoria la humildad de
la encarnación y la caridad de la pasión, que
difícilmente quería pensar en otra cosa.
Digno de recuerdo y de
celebrarlo con piadosa memoria es lo que hizo tres años
antes de su gloriosa muerte, cerca de Greccio, el día de
la natividad de nuestro Señor Jesucristo. Vivía en
aquella comarca un hombre, de nombre Juan, de buena fama
y de mejor tenor de vida, a quien el bienaventurado
Francisco amaba con amor singular, pues, siendo de noble
familia y muy honorable (121), despreciaba la nobleza de
la sangre y aspiraba a la nobleza del espíritu. Unos
quince días antes de la navidad del Señor, el
bienaventurado Francisco le llamó, como solía hacerlo
con frecuencia, y le dijo: «Si quieres que celebremos en
Greccio esta fiesta del Señor, date prisa en ir allá y
prepara prontamente lo que te voy a indicar. Deseo
celebrar la memoria del niño que nació en Belén y quiero
contemplar de alguna manera con mis ojos (122) lo que
sufrió en su invalidez de niño, cómo fue reclinado en el
pesebre y cómo fue colocado sobre heno entre el buey y
el asno». En oyendo esto el hombre bueno y fiel, corrió
presto y preparó en el lugar señalado cuanto el Santo le
había indicado.
85. Llegó el día, día
de alegría, de exultación. Se citó a hermanos de muchos
lugares; hombres y mujeres de la comarca, rebosando de
gozo, prepararon, según sus posibilidades, cirios y teas
para iluminar aquella noche que, con su estrella
centelleante, iluminó todos los días y años. Llegó, en
fin, el santo de Dios y, viendo que todas las cosas
estaban dispuestas, las contempló y se alegró. Se
prepara el pesebre, se trae el heno y se colocan el buey
y el asno. Allí la simplicidad recibe honor, la pobreza
es ensalzada, se valora la humildad, y Greccio se
convierte en una nueva Belén. La noche resplandece como
el día, noche placentera para los hombres y para los
animales. Llega la gente, y, ante el nuevo misterio,
saborean nuevos gozos. La selva resuena de voces y las
rocas responden a los himnos de júbilo. Cantan los
hermanos las alabanzas del Señor y toda la noche
transcurre entre cantos de alegría. El santo de Dios
está de pie ante el pesebre, desbordándose en suspiros,
traspasado de piedad, derretido en inefable gozo. Se
celebra el rito solemne de la misa sobre el pesebre
(123) y el sacerdote goza de singular consolación.
86. El santo de Dios
viste los ornamentos de diácono (124), pues lo era, y
con voz sonora canta el santo evangelio. Su voz potente
y dulce, su voz clara y bien timbrada, invita a todos a
los premios supremos. Luego predica al pueblo que
asiste, y tanto al hablar del nacimiento del Rey pobre
como de la pequeña ciudad de Belén dice palabras que
vierten miel. Muchas veces, al querer mencionar a Cristo
Jesús, encendido en amor, le dice «el Niño de Bethleem»,
y, pronunciando «Bethleem» como oveja que bala, su boca
se llena de voz; más aún, de tierna afección. Cuando le
llamaba «niño de Bethleem» o «Jesús», se pasaba la
lengua por los labios como si gustara y saboreara en su
paladar la dulzura de estas palabras.
Se multiplicaban allí
los dones del Omnipotente; un varón virtuoso (125) tiene
una admirable visión. Había un niño que, exánime, estaba
recostado en el pesebre; se acerca el santo de Dios y lo
despierta como de un sopor de sueño. No carece esta
visión de sentido (126), puesto que el niño Jesús,
sepultado en el olvido en muchos corazones, resucitó por
su gracia, por medio de su siervo Francisco, y su imagen
quedó grabada en los corazones enamorados. Terminada la
solemne vigilia, todos retornaron a su casa colmados de
alegría.
87. Se conserva el heno
colocado sobre el pesebre, para que, como el Señor
multiplicó su santa misericordia, por su medio se curen
jumentos y otros animales. Y así sucedió en efecto:
muchos animales de la región circunvecina que sufrían
diversas enfermedades, comiendo de este heno, curaron de
sus dolencias. Más aún, mujeres con partos largos y
dolorosos, colocando encima de ellas un poco de heno,
dan a luz felizmente. Y lo mismo acaece con personas de
ambos sexos: con tal medio obtienen la curación de
diversos males.
El lugar del pesebre
fue luego consagrado en templo del Señor (127): en honor
del beatísimo padre Francisco se construyó sobre el
pesebre un altar y se dedicó una iglesia, para que,
donde en otro tiempo los animales pacieron el pienso de
paja, allí coman los hombres de continuo, para salud de
su alma y de su cuerpo, la carne del Cordero inmaculado
e incontaminado, Jesucristo, Señor nuestro, quien se nos
dio a sí mismo con sumo e inefable amor y que vive y
reina con el Padre y el Espíritu Santo y es Dios
eternamente glorioso por todos los siglos de los siglos.
Amén. Aleluya. Aleluya.
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