por Lázaro Iriarte, o.f.m.cap.
El libro de I
Fioretti -en español, Florecillas- es una de las obras
maestras de la literatura universal; traducido a todas las lenguas, sigue
editándose sin cesar, sin que pierda actualidad el mensaje fresco e
ingenuo de sus relatos.
Una tal perennidad no obedece, ciertamente,
al perfume rancio de su antigüedad, que estaría reservado a muy
pocos eruditos. Algo hay en sus páginas que sigue hablando; y habla de
manera especial a los hombres de nuestra generación, que se resisten a
una existencia impersonal que, prisionera de sus propias conquistas
técnicas, añora ese clima de ingenuidad, donde los valores
terrenos -el tener, el poder y el saber- se relativizan y vuelven a su sentido
contingente, en función de lo único necesario y absoluto.
Es el clima de las Florecillas. En
ellas campea esa nueva primavera traída al mundo por Francisco de
Asís, en expresión de Tomás de Celano (1 Cel 89). La
creación hermana no aparece instrumentalizada, manipulada por el hombre,
sino amada en sí misma y respetada. Dama Pobreza, la gran liberadora,
pone un guiño de ironía sobre los afanes terrenos y nos descubre
los tesoros verdaderos en la fruición del que es el único Bien,
todo el Bien. Y los hermanos, despreocupados, sencillos, impregnados de
minoridad y de caridad evangélica, se mueven con espontaneidad,
sufriendo y gozando en familia, llevando adelante la inefable aventura iniciada
por el Poverello, y nos transmiten su propio pathos místico, a
veces, real, a veces, fantaseado. Exactamente como esos frescos de los
«primitivos» del Renacimiento, en que los personajes lloran y
ríen, dialogan entre sí y con el espectador, afirman celosamente
su individualidad; y, sin embargo, todos vibran a impulso de una misma fe: la
del artista.
¿Quién escribió
las «Florecillas»?
Testamento espiritual del primer siglo
franciscano, las Florecillas, de sí, no tienen una firma.
Fueron escritas por todos aquellos caballeros de dama Pobreza: el hermano
Bernardo, el hermano Gil, el hermano Maseo, el hermano Rufino..., y por el
maestro de todos: San Francisco. Los relatos, ya poéticos y bellos en su
origen por el espíritu que les dio vida, se fueron transmitiendo de una
generación a otra, de eremitorio en eremitorio, para alimentar aquellos
«coloquios espirituales» en que el novicio imberbe escuchaba,
boquiabierto, los recuerdos y las sentencias de los veteranos. Y, como era
normal, al pasar de un narrador a otro fueron adornados y nuevamente poetizados
según la fantasía del mismo, y también según su
posición en la polémica de familia sobre las
«intenciones» del Fundador.
Esos relatos servían, sobre todo,
para mantener viva la llama de la contestación en el sector minoritario
de los «celantes» o «espirituales» contra la
«comunidad», a la que acusaban de haber traicionado el primitivo
ideal; así se perpetuaba el recuerdo vivo de los tiempos
heroicos.
El interés por salvar del olvido
toda aquella riqueza de recuerdos y de tradiciones, máxime
después de que el capítulo general de 1266 dio carácter
oficial a la biografía de San Francisco escrita por San Buenaventura,
ordenando la destrucción de todas las demás, dio origen a
diversas compilaciones. Una de ellas, formada en pleno siglo XIV, es la que
lleva por título Actus beati Francisci et sociorum eius.
Tenía como finalidad, según se dice en el encabezamiento, recoger
«algunos hechos notables relativos a San Francisco y sus
compañeros, como también algunos de sus hechos admirables, que
fueron pasados en silencio en las Leyendas del Santo, y que, no
obstante, son muy útiles y piadosos».
La crítica histórica
está hoy acorde en atribuir la paternidad de la compilación, al
menos en su mayor parte, al hermano Hugolino de Santa María (hoy
Montegiorgio), que murió hacia el año 1350. La fecha de
composición de Actus viene fijada entre los años 1328 y
1343; el escenario geográfico y religioso en que brotó es el de
la región de la Marca de Ancona, donde vivió el autor (1).
Sobre el texto latino del compilador, un
anónimo toscano habría realizado la versión en lengua
vulgar, omitiendo muchos capítulos, resumiendo otros y también
añadiendo o completando de propia cosecha. Esta versión llevaba
como título I Fioretti di San Francesco.
Las Florecillas propiamente dichas
constan de 53 capítulos, cuarenta de los cuales relatan episodios de la
vida de San Francisco, de sus compañeros y de Santa Clara, mientras que
los 13 últimos están destinados a dar a conocer las virtudes y
gracias extraordinarias de numerosos santos hermanos de la provincia
franciscana de las Marcas.
En casi todos los manuscritos y en las
ediciones modernas se añaden las cinco Consideraciones sobre las
llagas, cuyo texto sólo ha llegado hasta nosotros en italiano, y
cuyo autor pudo ser el mismo de la versión de los Actus.
Significado histórico y
espiritual de las «Florecillas»
¿Con qué actitud se han de leer
las Florecillas? Para el historiador, hecho a situarse en el ambiente
cultural y humano de cada época, el problema no ofrece dificultad. Pero
puede haber quienes, queriendo leer esos capítulos con mentalidad del
siglo XX, los hallen insulsos, cargados de fantasía y de visionismo,
imagen de un mundo irreal al servicio de gente que evade la tarea seria del
existir.
Desde luego, no hemos de pretender leerlos
con la credulidad de los destinatarios de hace seis siglos. Un sano sentido
crítico nos hará discernir lo que es fruto de la creatividad
literaria y aun de la tendencia a los sueños místicos, que ha
existido en todos los tiempos, y lo que hay de auténtica vivencia
cristiana en esos episodios. Cada género literario tiene su manera
propia de narrar y de valorar los hechos; éstos han de ser vistos en el
contexto vivencial de la generación que los ha transmitido.
Las Florecillas no son un libro
histórico, en el sentido corriente de este término. Por
otro lado, como fruto de una época de polémica, obra de un sector
de la Orden fuertemente saturado de espiritualismo anticonformista, cerrado en
sí mismo, no nos da la garantía de objetividad y serenidad en la
apreciación de los hechos y de las conductas, como lo iremos haciendo
notar en algunos pasajes. Con todo, si por historia entendemos la visión
dinámica de una época o de una institución, con todos los
factores que la impulsan y la definen, no temo afirmar que las
Florecillas encierran unos valores profundamente históricos;
sin ellas, la historia de la primera centuria franciscana quedaría
incompleta, porque no sería posible percibir el secreto del enorme
influjo franciscano en la Iglesia y en la sociedad. El hecho franciscano no se
ciñe a una regla ni a una orden; es un estilo del ser y del vivir que se
capta en los personajes bien caracterizados de las Florecillas. Por lo
demás, también la leyenda, como producto y expresión de
los ideales vividos por una generación, es verdadera historia.
Y precisamente ese mensaje espiritual es el
núcleo que el lector del siglo XX debe saber descubrir tras el desbroce
de lo legendario y de lo arcaico. Francisco hizo escuela, frente al pesimismo
cátaro de la ascética de su tiempo, con su mirada límpida
sobre la realidad circundante, sobre su propia realidad de hombre. Convertido a
la vida según el Evangelio, cambió su visual sobre los valores
creados; pero los valores estaban allí, seguían siendo los
mismos: lo bello seguía siendo bello, lo placentero seguía siendo
placentero, lo útil seguía siendo útil. Sólo que el
centro de referencia de la belleza, del goce, de la utilidad, ya no era el yo
personal, sino el amor del Creador. Y Francisco estuvo siempre alerta para no
hacer víctima de su «apropiación» abusiva a ninguna de
las creaturas de Dios; menos aún a sus propios hermanos y
compañeros de la misma vocación. Tuvo un respeto de fe a la
individualidad, que él llamaba «gracia», de cada uno. Bastaba
que fueran dóciles al «espíritu del Señor y su santa
operación» (2 R 10,8). Por eso, los protagonistas de las
Florecillas se mueven y se muestran con tanta originalidad, con tanta
autenticidad, sin modelos estereotipados de comportamiento. Francisco,
más que un modelo que copiar, es un indicador, o, mejor, un «espejo
de perfección»: el modelo es Cristo, el «Cristo pobre y
crucificado».
El hombre de hoy, receloso instintivamente
del anonimato y de la instrumentalización, de tantos agentes que tratan
de invadir su personalidad, tiene necesidad de volver a dar con el camino de la
verdad, que nos hace verdaderamente libres.
Los personajes de las
«Florecillas»
Además del protagonista San
Francisco, el «segundo Cristo», van desfilando, con sus
características personales bien perfiladas, las figuras de sus
«caballeros de la tabla redonda». El arte narrativo, por su misma
ingenua inmediatez, como sucede en los frescos de Giotto, ha ido inmortalizando
a esos paladines de la gran aventura evangélica, haciendo resaltar, sin
falsearlos, los rasgos de cada uno. Todos ellos nos son conocidos
también por otras fuentes históricas.
El hermano Bernardo de
Quintavalle. Las Florecillas dedican los primeros
capítulos a la amable figura del «primogénito» de San
Francisco, quien le distinguió con especiales muestras de afecto y de
delicadeza, no sólo por haber sido su primer seguidor, sino, sobre todo,
por su don de contemplación, como también por su natural propenso
a zozobras y depresiones interiores. Además de las Florecillas,
ofrecen datos copiosos sobre él otras fuentes (2).
El hermano Gil de Asís.
Tercero de los discípulos de Francisco, que lo recibió en el
grupo el 28 de abril de 1208. Hombre de gran experiencia mística y de
ingenio natural penetrante, en ocasiones cáustico, ejerció como
cierto magisterio espiritual entre sus hermanos; sus sentencias, recogidas en
el opúsculo Dicta beati Aegidii, están llenas de tino
ascético y de buen sentido. Vivió hasta 1262. La Iglesia ha
reconocido su culto como beato (3).
El hermano Silvestre de
Asís. Fue el primer sacerdote alistado en la fraternidad, ya
entrado en años. El día en que el hermano Bernardo
distribuía a los pobres el producto de la venta de sus bienes ayudado
por Francisco, Silvestre fue a reclamar una deuda que éste tenía
con él por unas piedras que le había vendido. Avergonzado
más tarde por ese acto de avaricia, fue tocado de la gracia, y por fin
se unió al grupo cuando ya Francisco había obtenido la
aprobación de la «forma de vida». Fue hombre de subida
contemplación, amante del eremitorio de Monte Subasio (4).
El hermano Rufino de Asís.
De familia noble, era primo hermano de Santa Clara. Entró en la
fraternidad probablemente en 1210. Tímido, más bien acomplejado
aun espiritualmente, amaba el silencio y el retiro; le resultaba molesto salir
por la limosna y, sobre todo, ir a predicar. San Francisco, aunque alguna vez
lo puso a prueba, fue siempre comprensivo con él y lo hubiera canonizado
en vida. Tomó parte con los hermanos León y Ángel en la
compilación del relato de los «Tres compañeros».
Murió en Asís en 1278 y fue sepultado en la basílica de
San Francisco, lo mismo que Bernardo, Ángel y Maseo (5).
El hermano Maseo de Marignano. Es
una de las figuras más populares y castizas del primitivo
franciscanismo. Entró en la fraternidad en 1210 ó 1211. De porte
airoso y de maneras gentiles, era preferido por Francisco por su decir
agradable, por su prudencia y porque se daba arte para protegerle a él
de la indiscreción de la gente en sus raptos. Por lo mismo que era
humanamente bien dotado, trabajó durante toda su vida por adquirir la
virtud de la humildad; en ocasiones le ayudaba el Santo en ese empeño,
ejercitándolo intencionadamente. Murió nonagenario en 1280,
venerado como preciada reliquia de los tiempos heroicos (6).
El hermano León. Es el
más celebre de los compañeros de San Francisco. Era sacerdote.
Debido a su gran pureza de alma y a su sencillez, Francisco lo escogía
con frecuencia como compañero y le hacía confidente de sus
secretos. Le llamaba «ovejuela de Dios». Se ha dicho de él que
es como el San Juan de Francisco, su discípulo amado. Era su confesor y
también su secretario. Debió de unirse a la fraternidad en 1210 y
vivió hasta 1271. Gran parte de las fuentes biográficas sobre San
Francisco, desde la Vida segunda de Celano, en adelante, se inspiran
en los recuerdos que dejó escritos el hermano León; el sector de
los «espirituales» le miró como la personificación y el
testigo de excepción del auténtico ideal del Fundador. Fue el
único testigo de la estigmatización de San Francisco. De
él recibió el conocido autógrafo con la bendición y
las alabanzas de Dios, que llevó siempre junto al pecho como reliquia
preciosa, lo mismo que la carta de libertad evangélica, que se halla
entre los escritos del Santo (7).
El hermano Junípero.
Propiamente hablando, no es un personaje de las Florecillas, que se
limitan a mencionarlo en el capítulo 48. Su nombre familiar era
Ginepro (latinizado, Iuniperus; en español,
enebro). Ha pasado a la posteridad como el personaje bufo de la
epopeya franciscana. Sus extravagancias daban en rostro a los prudentes; pero
San Francisco, que respetaba la «gracia» particular de cada hermano y
sabía descubrir la veta de la auténtica santidad, solía
decir: «¡Quién me diera un bosque de juníperos!»
Entró en la fraternidad en 1210. Santa Clara, que lo apodaba el
«juglar de Dios», lo quiso a su cabecera a la hora de su muerte en
1253. Falleció en Roma en 1258 (8).
Criterio seguido en la presente
edición
A falta de una edición
crítica definitiva del original italiano, me he servido,
fundamentalmente, de la de B. Bughetti, la más acreditada (9),
recurriendo a otras ediciones y traducciones en los casos dudosos; en ocasiones
ha sido necesaria la confrontación con el texto latino de Actus
beati Francisci. Hemos respetado la integridad del texto, a
excepción del capítulo 26, en que se ha eliminado un relato
fantástico adicional, que desentona del ambiente de los demás
episodios.
Además de las Florecillas,
la presente edición contiene las Consideraciones sobre las
llagas, que forman unidad con aquéllas por comunidad de
origen.
1) La primera edición crítica
fue publicada por Paul Sabatier en Coll. d'Études et Documents
4 (París 1902). Más tarde, A. G. Little publicaba una
edición más completa, a base de un manuscrito descubierto por
él, en British Society of Franciscan Studies 5 (Aberdeen 1914)
pp. 9-113.
2) Cf. 1 Cel 24.30.102; 2 Cel 15.48; TC
1.27-28.30.39.46; LP 12-13; EP 36.85.107; Flor 1-6.26.28. Su vida está
descrita en la Chronica XXIV Generalium: Analecta Franciscana 3
(Quaracchi 1897) pp. 35-45.
3) Cf. 1 Cel 25.30; TC 1.32-33; LP 92.12;
EP 36.85.107; Flor 1.4.6.26.28.34.48. Su vida, extensamente referida, en
Chronica XXIV Generalium, o.c., pp. 74-115. De los Dicta beati
Aegidii se hizo una edición en Bibl. Franc. Ascetica Medii
Aevi (Quaracchi 1905).
4) Cf. 2 Cel 108-109; TC 50; LM 3,5; 6,9;
12,2; 13,10; LP 108; Flor 1.2.16.
5) Cf. 1 Cel 95.102; 2 Cel 138; TC 1; EP
67.85; Flor 1.29-31. Su vida en Chronica XXIV Generalium, o.c., pp.
46-55.
6) Cf. TC 1; EP 85; Flor
4.10-13.16.27.29.32. Su vida en Chronica XXIV Generalium, o.c., pp.
115-20.
7) Cf. 1 Cel 6.102.109; 2 Cel 20.28.214; TC
1; LP 100.113.116; EP 1.52.67.79.85.123; Flor 8-9.27.30.36; Ll passim.
Su vida en Chronica XXIV Generalium, o.c., pp. 65-73.
8) Cf. EP 85. Su vida en Chronica XXIV
Generalium, o.c., pp. 54-64.
9) I Fioretti di san Francesco, le
Considerazioni sulle Stimmate... con note del P. Benvenuto Bughetti,
O.F.M. Nuova edizione riveduta dal P. Ricardo Pratesi, O.F.M. (Firenze, Salani
Editore, 1960).
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