jueves, 1 de noviembre de 2012

Cómo San Francisco y el hermano Maseo colocaron sobre una piedra, junto a una fuente, el pan que habían mendigado, y San Francisco rompió en loores a la pobreza.



Capítulo XIII
Cómo San Francisco y el hermano Maseo
colocaron sobre una piedra, junto a una fuente,
el pan que habían mendigado,
y San Francisco rompió en loores a la pobreza
El admirable siervo y seguidor de Cristo messer San Francisco, para conformarse en todo perfectamente a Cristo, quien, como dice el Evangelio, envió a sus discípulos de dos en dos a todas las ciudades y lugares a donde Él debía ir, una vez que, a ejemplo de Cristo, hubo reunido doce compañeros, los mandó de dos en dos por el mundo a predicar. Y para darles ejemplo de verdadera obediencia, se puso el primero en camino, a ejemplo de Cristo, que comenzó a obrar antes que a enseñar. Habiendo asignado a los compañeros las otras partes del mundo, él tomó al hermano Maseo por campanero y se dirigió a tierras de Francia (3).
Al llegar un día muy hambrientos a una aldea, fueron, según la Regla, a pedir de limosna el pan por amor de Dios. San Francisco fue por un barrio y el hermano Maseo por otro. Pero como San Francisco era de aspecto despreciable y pequeño de estatura (4), por lo que daba la impresión, a quien no le conocía, de ser un pordiosero vil, no recogió sino algunos mendrugos y desperdicios de pan seco. Al hermano Maseo, en cambio, por ser tipo gallardo y de buena presencia, le dieron buenos y grandes trozos, y aun panes enteros.
Terminado el recorrido, se juntaron los dos en las afueras del pueblo para comer en un lugar donde había una hermosa fuente, y cerca de la fuente, una hermosa piedra, ancha, sobre la cual cada uno colocó la limosna que había recibido. Y, viendo San Francisco que los trozos de pan del hermano Maseo eran más numerosos y más hermosos y grandes que los suyos, no cabía en sí de alegría, y exclamó:
-- ¡Oh hermano Maseo, no somos dignos de un tesoro como éste!
Y como repitiese varias veces estas palabras, le dijo el hermano Maseo:
-- Padre carísimo, ¿cómo se puede hablar de tesoro donde hay tanta pobreza y donde falta lo necesario? Aquí no hay ni mantel, ni cuchillo, ni tajadores, ni platos, ni casa, ni mesa, ni criado, ni criada.
-- Esto es precisamente lo que yo considero gran tesoro -repuso San Francisco-: el que no haya aquí cosa alguna preparada por industria humana, sino que todo lo que hay nos lo ha preparado la santa providencia de Dios, como lo demuestran claramente el pan obtenido de limosna, la mesa tan hermosa de piedra y una fuente tan clara. Por eso quiero que pidamos a Dios que nos haga amar de todo corazón el tesoro de la santa pobreza, tan noble, que tiene por servidor al mismo Dios (5).
Dichas estas palabras y habiendo hecho oración y tomado la refección corporal con aquellos trozos de pan y aquella agua, reanudaron el camino hacia Francia.

 

Llegados a una iglesia, dijo San Francisco al compañero:
-- Entremos en esta iglesia para orar.
Y San Francisco fue a ponerse detrás del altar; se puso en oración, y en ella recibió un fervor tan intenso de la visitación de Dios, que encendió fuertemente su alma en el amor a la santa pobreza; parecía, por el resplandor del rostro y por su boca desmesuradamente abierta, que despedía llamaradas de amor. Y, marchando así encendido hacia el compañero, le dijo:
-- ¡Ah, ah, ah!, hermano Maseo, entrégate a mí.
Lo repitió por tres veces, y, a la tercera, San Francisco levantó en alto al hermano Maseo con el aliento y lo lanzó hacia adelante a la distancia de una lanza grande. Esto produjo gran estupor al hermano Maseo, y más tarde contó a los compañeros que, cuando San Francisco lo levantó y lo despidió con el aliento, él sintió en el alma tal dulcedumbre y tal consuelo del Espíritu Santo como nunca lo había sentido en su vida.
Después de esto, dijo San Francisco:
-- Mi querido compañero, vamos a San Pedro y a San Pablo a pedirles que nos enseñen y ayuden a poseer el tesoro inapreciable de la santísima pobreza, ya que es un tesoro tan noble y tan divino, que no somos dignos de poseerlo en nuestros vasos vilísimos; es ésta una virtud celestial por la cual vale la pena pisotear todas las cosas terrenas y transitorias; por ella caen al suelo todos los obstáculos que se ponen delante del alma para impedirle que se una libremente con Dios eterno. Esta es aquella virtud que hace que el alma, viviendo en la tierra, converse en el cielo con los ángeles; ella acompañó a Cristo en la cruz, con Cristo fue sepultada, con Cristo resucitó, con Cristo subió al cielo; las almas que se enamoran de ella reciben, aun en esta vida, ligereza para volar al cielo, porque ella templa las armas de la amistad, de la humildad y de la caridad. Pediremos, pues, a los santísimos apóstoles de Cristo, que fueron perfectos amadores de esta perla evangélica, que nos alcancen esta gracia de nuestro Señor Jesucristo: que nos conceda, por su santa misericordia, hacernos dignos de ser verdaderos amadores, cumplidores y humildes discípulos de la preciosísima, amadísima y angélica pobreza.
Platicando de esta suerte, llegaron a Roma y entraron en la iglesia de San Pedro; San Francisco se puso en oración en un ángulo de la iglesia, y el hermano Maseo en el otro. Permanecieron largo rato en oración, con muchas lágrimas y gran devoción; en esto se aparecieron a San Francisco los santos apóstoles Pedro y Pablo rodeados de gran resplandor y le dijeron:
-- Puesto que pides y deseas observar lo que Cristo y sus santos apóstoles observaron, nos envía nuestro Señor Jesucristo para anunciarte que tu oración ha sido escuchada, y te ha sido concedido por Dios, a ti y a tus seguidores, en toda perfección, el tesoro de la santísima pobreza. Y todavía más: te comunicamos de parte suya que a todos aquellos que, a tu ejemplo, abracen con perfección este ideal, Él les asegura la bienaventuranza de la vida eterna; y tú y todos tus seguidores seréis bendecidos por Dios.
Dichas estas palabras, desaparecieron, dejando a San Francisco lleno de consuelo. Al levantarse de la oración, fue donde su compañero y le preguntó si Dios le había revelado alguna cosa; él respondió que no. Entonces, San Francisco le refirió cómo se le habían aparecido los santos apóstoles y lo que le habían revelado. Por ello, llenos de alegría, los dos determinaron volver al valle de Espoleto, dejando el viaje a Francia.
En alabanza de Cristo. Amén.

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