Capítulo XXI
Cómo San Francisco amansó, por virtud divina,
un lobo ferocísimo
Cómo San Francisco amansó, por virtud divina,
un lobo ferocísimo
En el tiempo en que San Francisco moraba en
la ciudad de Gubbio, apareció en la comarca un grandísimo lobo,
terrible y feroz, que no sólo devoraba los animales, sino también
a los hombres; hasta el punto de que tenía aterrorizados a todos los
habitantes, porque muchas veces se acercaba a la ciudad. Todos iban armados
cuando salían de la ciudad, como si fueran a la guerra; y aun
así, quien topaba con él estando solo no podía defenderse.
Era tal el terror, que nadie se aventuraba a salir de la ciudad.
San Francisco, movido a compasión de
la gente del pueblo, quiso salir a enfrentarse con el lobo, desatendiendo los
consejos de los habitantes, que querían a todo trance disuadirle. Y,
haciendo la señal de la cruz, salió fuera del pueblo con sus
compañeros, puesta en Dios toda su confianza. Como los compañeros
vacilaran en seguir adelante, San Francisco se encaminó resueltamente
hacia el lugar donde estaba el lobo. Cuando he aquí que, a la vista de
muchos de los habitantes, que habían seguido en gran número para
ver este milagro, el lobo avanzó al encuentro de San Francisco con la
boca abierta; acercándose a él, San Francisco le hizo la
señal de la cruz, lo llamó a sí y le dijo:
-- ¡Ven aquí, hermano lobo! Yo
te mando, de parte de Cristo, que no hagas daño ni a mí ni a
nadie.
¡Cosa admirable! Apenas trazó
la cruz San Francisco, el terrible lobo cerró la boca, dejó de
correr y, obedeciendo la orden, se acercó mansamente, como un cordero, y
se echó a los pies de San Francisco. Entonces, San Francisco le
habló en estos términos:
-- Hermano lobo, tú estás
haciendo daño en esta comarca, has causado grandísimos males,
maltratando y matando las criaturas de Dios sin su permiso; y no te has
contentado con matar y devorar las bestias, sino que has tenido el atrevimiento
de dar muerte y causar daño a los hombres, hechos a imagen de Dios. Por
todo ello has merecido la horca como ladrón y homicida malvado. Toda la
gente grita y murmura contra ti y toda la ciudad es enemiga tuya. Pero yo
quiero, hermano lobo, hacer las paces entre tú y ellos, de manera que
tú no les ofendas en adelante, y ellos te perdonen toda ofensa pasada, y
dejen de perseguirte hombres y perros.
Ante estas palabras, el lobo, con el
movimiento del cuerpo, de la cola y de las orejas y bajando la cabeza,
manifestaba aceptar y querer cumplir lo que decía San Francisco.
Díjole entonces San Francisco:
-- Hermano lobo, puesto que estás de
acuerdo en sellar y mantener esta paz, yo te prometo hacer que la gente de la
ciudad te proporcione continuamente lo que necesites mientras vivas, de modo
que no pases ya hambre; porque sé muy bien que por hambre has hecho el
mal que has hecho. Pero, una vez que yo te haya conseguido este favor, quiero,
hermano lobo, que tú me prometas que no harás daño ya a
ningún hombre del mundo y a ningún animal. ¿Me lo prometes?
El lobo, inclinando la cabeza, dio a
entender claramente que lo prometía. San Francisco le dijo:
-- Hermano lobo, quiero que me des fe de
esta promesa, para que yo pueda fiarme de ti plenamente.
Tendióle San Francisco la mano para
recibir la fe, y el lobo levantó la pata delantera y la puso mansamente
sobre la mano de San Francisco, dándole la señal de fe que le
pedía. Luego le dijo San Francisco:
-- Hermano lobo, te mando, en nombre de
Jesucristo, que vengas ahora conmigo sin temor alguno; vamos a concluir esta
paz en el nombre de Dios.
El lobo, obediente, marchó con
él como manso cordero, en medio del asombro de los habitantes.
Corrió rápidamente la noticia por toda la ciudad; y todos,
grandes y pequeños, hombres y mujeres, jóvenes y viejos, fueron
acudiendo a la plaza para ver el lobo con San Francisco. Cuando todo el pueblo
se hubo reunido, San Francisco se levantó y les predicó,
diciéndoles, entre otras cosas, cómo Dios permite tales
calamidades por causa de los pecados; y que es mucho más de temer el
fuego del infierno, que ha de durar eternamente para los condenados, que no la
ferocidad de un lobo, que sólo puede matar el cuerpo; y si la boca de un
pequeño animal infunde tanto miedo y terror a tanta gente, cuánto
más de temer no será la boca del infierno. «Volveos, pues, a
Dios, carísimos, y haced penitencia de vuestros pecados, y Dios os
librará del lobo al presente y del fuego infernal en el
futuro».
Terminado el sermón, dijo San
Francisco:
-- Escuchad, hermanos míos: el
hermano lobo, que está aquí ante vosotros, me ha prometido y dado
su fe de hacer paces con vosotros y de no dañaros en adelante en cosa
alguna si vosotros os comprometéis a darle cada día lo que
necesita. Yo salgo fiador por él de que cumplirá fielmente por su
parte el acuerdo de paz.
Entonces, todo el pueblo, a una voz,
prometió alimentarlo continuamente. Y San Francisco dijo al lobo delante
de todos:
-- Y tú, hermano lobo, ¿me
prometes cumplir para con ellos el acuerdo de paz, es decir, que no
harás daño ni a los hombres, ni a los animales, ni a criatura
alguna?
El lobo se arrodilló y bajó
la cabeza, manifestando con gestos mansos del cuerpo, de la cola y de las
orejas, en la forma que podía, su voluntad de cumplir todas las
condiciones del acuerdo. Añadió San Francisco:
-- Hermano lobo, quiero que así como
me has dado fe de esta promesa fuera de las puertas de la ciudad, vuelvas ahora
a darme fe delante de todo el pueblo de que yo no quedaré
engañado en la palabra que he dado en nombre tuyo.
Entonces, el lobo, alzando la pata derecha,
la puso en la mano de San Francisco. Este acto y los otros que se han referido
produjeron tanta admiración y alegría en todo el pueblo,
así por a devoción del Santo como por la novedad del milagro y
por la paz con el lobo, que todos comenzaron a clamar al cielo, alabando y
bendiciendo a Dios por haberles enviado a San Francisco, el cual, por sus
méritos, los había librado de la boca de la bestia feroz.
El lobo siguió viviendo dos
años en Gubbio; entraba mansamente en las casas de puerta en puerta, sin
causar mal a nadie y sin recibirlo de ninguno. La gente lo alimentaba
cortésmente, y, aunque iba así por la ciudad y por las casas,
nunca le ladraban los perros. Por fin, al cabo de dos años, el hermano
lobo murió de viejo; los habitantes lo sintieron mucho, ya que, al verlo
andar tan manso por la ciudad, les traía a la memoria la virtud y la
santidad de San Francisco (5).
En alabanza de Cristo. Amén.
No hay comentarios:
Publicar un comentario