jueves, 1 de noviembre de 2012

Cómo, mientras San Francisco hablaba de Dios con sus hermanos, apareció Cristo en medio de ellos.



Capítulo XIV
Cómo, mientras San Francisco hablaba de Dios con sus hermanos,
apareció Cristo en medio de ellos


En los comienzos de la Orden, estaba una vez San Francisco reunido con sus compañeros en un eremitorio hablando de Cristo; en esto, impulsado por el fervor de su espíritu, mandó a uno de ellos que, en nombre de Dios, abriese la boca y hablase de Dios como el Espíritu Santo le inspirase. Obediente al mandato recibido, el hermano habló de Dios maravillosamente; San Francisco le impuso silencio, y mandó lo mismo a otro; éste obedeció, a su vez, y habló de Dios con mucha penetración; San Francisco le impuso silencio de la misma manera y mandó al tercero que hablase de Dios; también éste comenzó a hablar tan profundamente de las cosas secretas de Dios, que San Francisco conoció que, al igual que los otros dos, hablaba bajo la acción del Espíritu Santo.
Y esto quedó demostrado, además, por una señal expresa, porque, mientras se hallaban en esa conversación, apareció Cristo bendito en medio de ellos con el aspecto y figura de un joven hermosísimo, y, bendiciéndoles a todos, los llenó de tanta dulcedumbre, que todos quedaron al punto fuera de sí y cayeron a tierra como muertos, ajenos totalmente a las cosas de este mundo. Cuando volvieron en sí, les dijo San Francisco:
-- Hermanos míos amadísimos, dad gracias a Dios, que ha querido, por la boca de los sencillos, revelar los tesoros de la divina sabiduría, ya que Dios es quien abre la boca a los mudos y hace hablar sabiamente a los sencillos.
En alabanza de Cristo. Amén.

 

* * *
1) Era común esta persuasión de que San Francisco leía en el interior del corazón de sus hermanos (cf. 1 Cel 48). Sobre el espíritu de profecía del Santo véase 2 Cel 26-54; EP 101-109.
2) En realidad, al apreciar el don de gentes del hermano Maseo (cf. EP 85), San Francisco no hacía sino poner en práctica lo que disponía el reglamento de los eremitorios. Cf. REr en los Escritos de San Francisco. A las «madres» tocaba atender a los visitantes y mirar por la subsistencia y demás preocupaciones materiales. Todos habían de turnarse en el papel de «madres».
3) La primera misión de la fraternidad tuvo lugar en 1209, cuando el grupo, junto con Francisco, alcanzó el número de ocho. Cf. 1 Cel 29.
En esa primera misión, Bernardo y Gil tomaron el camino de Santiago de Compostela (1 Cel 30), Francisco con su compañero se dirigió hacia el valle de Rieti (Wadding, Annales a. 1209 XXIV p. 65). Pero el hermano Maseo todavía no formaba parte del grupo. La única ocasión en que consta históricamente que San Francisco quiso ir a Francia fue en 1217, y entonces el cardenal Hugolino le disuadió del viaje cuando ya estaba en camino. Quizá fue entonces cuando tomó por compañero al hermano Maseo; en este caso, el autor de Actus-Fioretti habría sobrepuesto dos hechos diferentes.
4) «Era de estatura media, más bien pequeño», dice Tomás de Celano en el retrato que nos ha dejado de San Francisco, si bien el biógrafo pone de relieve la viveza de expresión de sus ojos negros y límpidos, la fuerza de su palabra insinuante y fácil, el gozo y la vitalidad espiritual que irradiaba de toda su persona (cf. 1 Cel 83). Así le vio en 1222 el entonces estudiante Tomás de Spalato cuando le oyó predicar en Bolonia: «Desaliñado en el vestido, despreciable en la persona, nada atrayente en su semblante...» (Cf. BAC, p. 970). El conocido retrato de Cimabue es el que mejor reproduce los rasgos tan pormenorizados descritos por el Celanense.
5) Una bella florecilla similar, pero al inverso, dada a conocer por Sabatier y publicada en la edición española de las Florecillas de J. R. de Legísima y L. Gómez Canedo (BAC, Madrid 1975, pp. 234-5), refiere que, yendo de camino San Francisco y el hermano Bernardo, llegaron a una ciudad, y, como sintieran hambre, se fueron a pedir pan de limosna, el uno por un lado de la población y el otro por el otro lado. Terminado el recorrido se reunieron en el lugar convenido. San Francisco, gozoso por el éxito, sacó los pedazos de pan y los colocó sobre una piedra, diciendo: «Mira, hermano, cómo ha sido generosa conmigo la divina Providencia. A ver cuánto has recogido tú, y comamos juntos en el nombre de Dios». El hermano Bernardo, iluminado y avergonzado, se echó a los pies del Santo y le dijo: «Padre, confieso mi culpa: no he traído nada de la limosna que he recogido; estaba tan muerto de hambre que, a medida que me la daban, me la iba comiendo». San Francisco, al oírlo, lloraba de gozo; lo abrazó y le dijo: «¡Oh hijo dulcísimo! En verdad eres tú más dichoso que yo; eres un perfecto observador del Evangelio, porque no has acumulado ni guardado cosa alguna para el día de mañana, sino que pusiste en el Señor todo tu cuidado».

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