Capítulo XIV
Cómo, mientras San Francisco hablaba de Dios con sus hermanos,
apareció Cristo en medio de ellos
Cómo, mientras San Francisco hablaba de Dios con sus hermanos,
apareció Cristo en medio de ellos
En los comienzos de la Orden, estaba una
vez San Francisco reunido con sus compañeros en un eremitorio hablando
de Cristo; en esto, impulsado por el fervor de su espíritu, mandó
a uno de ellos que, en nombre de Dios, abriese la boca y hablase de Dios como
el Espíritu Santo le inspirase. Obediente al mandato recibido, el
hermano habló de Dios maravillosamente; San Francisco le impuso
silencio, y mandó lo mismo a otro; éste obedeció, a su
vez, y habló de Dios con mucha penetración; San Francisco le
impuso silencio de la misma manera y mandó al tercero que hablase de
Dios; también éste comenzó a hablar tan profundamente de
las cosas secretas de Dios, que San Francisco conoció que, al igual que
los otros dos, hablaba bajo la acción del Espíritu Santo.
Y esto quedó demostrado,
además, por una señal expresa, porque, mientras se hallaban en
esa conversación, apareció Cristo bendito en medio de ellos con
el aspecto y figura de un joven hermosísimo, y, bendiciéndoles a
todos, los llenó de tanta dulcedumbre, que todos quedaron al punto fuera
de sí y cayeron a tierra como muertos, ajenos totalmente a las cosas de
este mundo. Cuando volvieron en sí, les dijo San Francisco:
-- Hermanos míos amadísimos,
dad gracias a Dios, que ha querido, por la boca de los sencillos, revelar los
tesoros de la divina sabiduría, ya que Dios es quien abre la boca a los
mudos y hace hablar sabiamente a los sencillos.
En alabanza de Cristo. Amén.
* * *
1) Era común esta persuasión
de que San Francisco leía en el interior del corazón de sus
hermanos (cf. 1 Cel 48). Sobre el espíritu de profecía del Santo
véase 2 Cel 26-54; EP 101-109.
2) En realidad, al apreciar el don de
gentes del hermano Maseo (cf. EP 85), San Francisco no hacía sino poner
en práctica lo que disponía el reglamento de los eremitorios. Cf.
REr en los Escritos de San Francisco. A las «madres» tocaba atender a
los visitantes y mirar por la subsistencia y demás preocupaciones
materiales. Todos habían de turnarse en el papel de
«madres».
3) La primera misión de la
fraternidad tuvo lugar en 1209, cuando el grupo, junto con Francisco,
alcanzó el número de ocho. Cf. 1 Cel 29.
En esa primera misión, Bernardo y
Gil tomaron el camino de Santiago de Compostela (1 Cel 30), Francisco con su
compañero se dirigió hacia el valle de Rieti (Wadding,
Annales a. 1209 XXIV p. 65). Pero el hermano Maseo todavía no
formaba parte del grupo. La única ocasión en que consta
históricamente que San Francisco quiso ir a Francia fue en 1217, y
entonces el cardenal Hugolino le disuadió del viaje cuando ya estaba en
camino. Quizá fue entonces cuando tomó por compañero al
hermano Maseo; en este caso, el autor de Actus-Fioretti habría
sobrepuesto dos hechos diferentes.
4) «Era de estatura media, más
bien pequeño», dice Tomás de Celano en el retrato que nos ha
dejado de San Francisco, si bien el biógrafo pone de relieve la viveza
de expresión de sus ojos negros y límpidos, la fuerza de su
palabra insinuante y fácil, el gozo y la vitalidad espiritual que
irradiaba de toda su persona (cf. 1 Cel 83). Así le vio en 1222 el
entonces estudiante Tomás de Spalato cuando le oyó predicar en
Bolonia: «Desaliñado en el vestido, despreciable en la persona,
nada atrayente en su semblante...» (Cf. BAC, p. 970). El conocido retrato
de Cimabue es el que mejor reproduce los rasgos tan pormenorizados descritos
por el Celanense.
5) Una bella florecilla similar, pero al
inverso, dada a conocer por Sabatier y publicada en la edición
española de las Florecillas de J. R. de Legísima y L.
Gómez Canedo (BAC, Madrid 1975, pp. 234-5), refiere que, yendo de camino
San Francisco y el hermano Bernardo, llegaron a una ciudad, y, como sintieran
hambre, se fueron a pedir pan de limosna, el uno por un lado de la
población y el otro por el otro lado. Terminado el recorrido se
reunieron en el lugar convenido. San Francisco, gozoso por el éxito,
sacó los pedazos de pan y los colocó sobre una piedra, diciendo:
«Mira, hermano, cómo ha sido generosa conmigo la divina
Providencia. A ver cuánto has recogido tú, y comamos juntos en el
nombre de Dios». El hermano Bernardo, iluminado y avergonzado, se
echó a los pies del Santo y le dijo: «Padre, confieso mi culpa: no
he traído nada de la limosna que he recogido; estaba tan muerto de
hambre que, a medida que me la daban, me la iba comiendo». San Francisco,
al oírlo, lloraba de gozo; lo abrazó y le dijo: «¡Oh
hijo dulcísimo! En verdad eres tú más dichoso que yo; eres
un perfecto observador del Evangelio, porque no has acumulado ni guardado cosa
alguna para el día de mañana, sino que pusiste en el Señor
todo tu cuidado».
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