jueves, 1 de noviembre de 2012

Cómo San Francisco convirtió a la fe al sultán de Babilonia.

Capítulo XXIV
Cómo San Francisco convirtió a la fe al sultán de Babilonia
San Francisco, impulsado por el celo de la fe de Cristo y por el deseo del martirio, pasó una vez al otro lado del mar con doce compañeros suyos muy santos con intención de ir derechamente al sultán de Babilonia (7). Llegaron a un país de sarracenos, donde los pasos fronterizos estaban guardados por hombres tan crueles, que ningún cristiano que se aventurase a atravesarlos podría salir con vida; pero plugo a Dios que no murieran, sino que fueran presos, apaleados y atados, y luego conducidos a la presencia del sultán. Delante de él, San Francisco, bajo la guía del Espíritu Santo, predicó tan divinamente la fe de Jesucristo, que para demostrarla se ofreció a entrar en el fuego.
El sultán le cobró gran devoción debido a esa su constancia en la fe y al desprecio del mundo que observaba en él, pues, siendo pobrísimo, no quería aceptar regalo ninguno, como también por el anhelo del martirio que mostraba. Desde entonces, el sultán le escuchaba con agrado, le rogó que volviese a verle con frecuencia y le concedió a él y a sus compañeros que pudiesen predicar libremente donde quisieran. Y les dio una contraseña a fin de que no fuesen molestados de nadie.
Obtenido este salvoconducto, envió San Francisco de dos en dos a sus compañeros a diversas regiones de los sarracenos a predicar la fe de Cristo; y él, con uno de ellos, se encaminó al país que había elegido. Llegado allá, entró en un albergue para reposar. Había allí una mujer muy hermosa de cuerpo, pero sucia de alma, y esta mujer maldita provocó a San Francisco al pecado.
-- Acepto -le dijo San Francisco-; vamos a la cama.
Y ella lo condujo a su cuarto. Entonces le dijo San Francisco:
-- Ven conmigo, que te quiero llevar a un lecho mucho más bonito.
La llevó a una grande fogata que tenían encendida en aquella casa, y con fervor de espíritu se desnudó por completo, se echó junto al fuego sobre el suelo ardiente y la invitó a ella a desnudarse y tenderse también en una cama tan mullida y hermosa. Y estuvo así San Francisco por largo espacio con el rostro alegre, sin quemarse ni tostarse lo más mínimo. La mujer, espantada ante tal milagro y compungida en su corazón, no sólo se arrepintió del pecado y de su mala intención, sino que se convirtió totalmente a la fe de Cristo, y alcanzó tan gran santidad, que se salvaron muchas almas por su medio en aquel país (8).
Finalmente, viendo San Francisco que no era posible lograr mayor fruto en aquellas tierras, determinó, por divina inspiración, volver con todos sus compañeros a tierra de cristianos; los reunió a todos y fue a despedirse del sultán. Entonces le dijo el sultán:
-- Hermano Francisco, yo me convertiría de buena gana a la fe de Cristo, pero temo hacerlo ahora, porque, si éstos llegaran a saberlo, me matarían a mí y te matarían a ti con todos tus compañeros. Tú puedes hacer todavía mucho bien y yo tengo que resolver asuntos de gran importancia; no quiero, pues, ser causa ni de tu muerte ni de la mía. Pero enséñame cómo puedo salvarme; yo estoy dispuesto a hacer lo que tú me digas.
Díjole entonces San Francisco:
-- Señor, yo tengo que dejarte ahora; pero, una vez que esté de vuelta en mi país y haya ido al cielo, con el favor de Dios, después de mi muerte, si fuere voluntad de Dios, te mandaré a dos de mis hermanos, de mano de los cuales tú recibirás el bautismo de Cristo y te salvarás, como me lo ha revelado mi Señor Jesucristo. Tú, entre tanto, vete liberándote de todo impedimento, para que, cuando llegue a ti la gracia de Dios, te encuentre dispuesto a la fe y a la devoción.
El sultán prometió hacerlo así y lo cumplió.
Después de esto, emprendió el viaje de vuelta con aquel venerable colegio de sus santos compañeros. A los pocos años, San Francisco entregó su alma a Dios por muerte corporal. El sultán, que había caído enfermo, esperaba el cumplimiento de la promesa de San Francisco, e hizo colocar guardias en ciertos puntos con el encargo de que, si aparecían dos hermanos con el hábito de San Francisco, fuesen al punto conducidos a su presencia. Por el mismo tiempo se apareció San Francisco a dos hermanos y les ordenó que, sin perder tiempo, marchasen al sultán y procurasen su salvación, como él se lo había prometido. Aquellos hermanos pasaron en seguida el mar y fueron conducidos por los guardias a la presencia del sultán. Al verlos éste, se llenó de alegría y les dijo:
-- Ahora sé verdaderamente que Dios me ha enviado a sus siervos para mi salvación, conforme a la promesa que me hizo San Francisco por revelación divina.
Recibió, pues, de aquellos hermanos la enseñanza de la fe de Cristo y el santo bautismo; y, regenerado así en Cristo, murió de aquella enfermedad y su alma fue salva por las oraciones y los méritos de San Francisco (9).
En alabanza de Cristo. Amen.


* * *
1) Este episodio, que la Leyenda de Perusa sitúa «dos años antes de la muerte» del Santo (LP 83; EP 100), tuvo lugar en el verano de 1225. Ya dijimos cómo San Francisco había contraído la enfermedad de los ojos -según parece, la conjuntivitis denominada tracoma- en su viaje a Oriente (1219-20).
2) Las demás fuentes franciscanas colocan aquí, como expresión del gozo desbordante del espíritu purificado de Francisco, la composición del Cántico de las criaturas o Cántico del hermano sol (2 Cel 213; LP 83; EP 100).
3) El hecho, atestiguado por LP 67 y EP 104, sucedió en la iglesia de San Fabián, hoy eremitorio de Santa María de la Foresta. Todavía existe el campo de la viña y el lagar de piedra, propiedad del sacerdote que hospedó a San Francisco.
4) El episodio es, por lo tanto, posterior a la muerte y a la canonización de San Antonio de Padua (1231 y 1232). Se trata de uno de los piadosos relatos que fueron apareciendo en época tardía a favor de una pedagogía ascética de sabor monástico.
5) Mucho se ha escrito sobre la historicidad y el significado del relato del lobo de Gubbio. Puede tratarse de una transposición poetizada de la liberación del azote de los lobos que las fuentes biográficas colocan en la comarca de Greccio; de hecho, el contenido del sermón de San Francisco es idéntico al del que dirige a los habitantes de Gubbio (cf. LP 74; 2 Cel 35s. LM 8,11). O puede ser una ampliación dramatizada de otro hecho conservado en la Legenda S. Verecundi: Francisco va con un compañero, al atardecer, camino de Gubbio montado en un borriquillo. Unos labriegos le advierten del peligro por los muchos lobos que merodean por la zona. «Yo no he hecho ningún mal al hermano lobo para que tenga la osadía de comerse a nuestro hermano borriquito. Adiós, pues, hijos, y vivid en el temor de Dios». Y siguió el camino sin tropiezo (cf. BAC p. 591).
Los fautores de la historicidad vieron corroborada su tesis cuando hace algunos años fue hallado el cráneo de un lobo en el lugar que la tradición señalaba como la tumba de la famosa fiera.
Historia o leyenda, la florecilla del hermano lobo quedará siempre como una creación genial, símbolo de lo que fue y continúa siendo la figura cristiana del Poverello.
6) «Llama hermanos a todos los animales, si bien ama particularmente, entre todos, a los mansos» (2 Cel 165). El aspecto más llamativo, más original, con ser eminentemente cristiano, de Francisco de Asís es su manera de situarse ante la creación. Todos los seres, formando una familia gozosa bajo la paternidad de Dios, son, para él, hermanos y hermanas. Tiene el arte de sintonizar y de dialogar con cada cosa, con cada viviente, como nunca hombre alguno lo ha hecho. Ciertamente, entra en gran parte su enorme sensibilidad de poeta, pero entra en mayor grado la madurez de una fe que se abre a las realidades con ingenuidad, sin manipularlas, respetándolas, con la actitud del pobre de espíritu, que rehuye apropiarse el bien que el Creador ha diseminado en cada creatura útil y bella. «A todas las criaturas las llamaba hermanas, como que había llegado a la gloriosa libertad de los hijos de Dios, y con la agudeza del corazón penetraba, de modo eminente y desconocido a los demás, los secretos de las criaturas» (1 Cel 81).
Babilonia era el nombre que se daba en Europa por aquel tiempo a la capital de Egipto, El Cairo. El sultán cuya conversión intentó San Francisco era Melek-el-Kamel, empeñado a la sazón en hacer frente a la quinta cruzada lanzada por los pueblos cristianos.
El viaje de San Francisco y su entrada pacífica más allá de las filas mahometanas hasta lograr ser recibido amistosamente por el sultán, está avalado por las fuentes históricas y aun por un testigo presencial: el obispo de San Juan de Acre, Jacobo de Vitry, en una carta escrita desde Damieta en marzo de 1220. Véase 1 Cel 57; 2 Cel 30; LM 9,8s; Jordán de Giano, o.c., 10 p. 9. Como es natural, la fantasía fue rellenando la aventura con episodios menos creíbles, como el de la prueba del fuego, referido por San Buenaventura, y el de la tentación de la moza del partido en el mesón.
San Francisco se embarcó en Ancona el 24 de junio de 1219 con doce compañeros, que serían los iniciadores de la misión franciscana en Oriente. Haciendo escala en Chipre y en San Juan de Acre, llegó en agosto a Damieta, que desde hacía un año estaba sitiada por el ejército cristiano. Poco después debió de suceder la visita a Melek-el-Kamel. Provisto de un salvoconducto del sultán, visitó los santos lugares de Tierra Santa y regresó a Italia en el verano de 1220.
El valor verdadero de la entrada del Poverello entre los sarracenos está en haber sido el primer intento de cruzada de paz y de amistad en un momento de la historia en que se hallaban encarnizadamente encontrados el mundo cristiano y el mundo islámico. Hombre de Evangelio, quería demostrar que los recursos de la minoridad y del amor, y no las armas, eran los que debían emplearse con los infieles.
8) Relato a todas luces legendario, con una fuerte impronta convencional de los ejemplos de los antiguos padres del yermo. Lo recoge en el siglo XIV, junto con otros similares, Bartolomé de Pisa en sus Conformidades. Véase AFH 12 (1919) p. 348s. 396s.
9) Melek-el-Kamel murió en 1238. Se ignora el origen de la leyenda de su conversión.
Francisco regresó a Europa con el sentimiento de no haber logrado el martirio por Jesucristo. Más afortunados, los cinco componentes de la misión de Marruecos habían logrado esa meta, ofrendando su vida el 16 de enero de 1220. La vocación misionera de la Orden era un hecho; al completar la Regla con miras a la aprobación pontificia, Francisco añadió un importantísimo capítulo: Los que van entre sarracenos y otros infieles.

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