Capítulo XI
Cómo San Francisco
hizo dar vueltas al hermano Maseo
para conocer el camino que debía seguir
Cómo San Francisco
hizo dar vueltas al hermano Maseo
para conocer el camino que debía seguir
Yendo de camino un día San
Francisco con el hermano Maseo, éste caminaba un poco adelantado, y, al
llegar a un cruce del cual se podía ir a Siena, a Florencia y a Arezzo,
dijo el hermano Maseo:
-- Padre, ¿qué camino hemos de
seguir?
-- El que Dios quiera -respondió San
Francisco.
-- Y ¿cómo podremos saber
cuál es la voluntad de Dios? -repuso el hermano Maseo.
-- Por la señal que ahora
verás -dijo San Francisco-. Te mando, pues, por el mérito de la
santa obediencia, que en ese cruce, en el mismo sitio donde tienes los pies, te
pongas a dar vueltas en redondo, como hacen los niños, y no dejes de dar
vueltas hasta que yo te diga.
El hermano Maseo comenzó a dar
vueltas sobre sí mismo; y tantas dio, que cayó varias veces al
suelo por el vértigo de la cabeza, que es común en semejante
juego; pero como San Francisco no le decía que parase y él
quería obedecer puntualmente, volvía a levantarse y seguía
dando vueltas. Finalmente, cuando giraba más aprisa, dijo San
Francisco:
-- Párate y no te muevas.
El se quedó quieto. Y San
Francisco:
-- ¿Hacia qué parte tienes
vuelta la cara?
-- Hacia Siena -respondió el hermano
Maseo.
-- Ese es el camino que Dios quiere que
sigamos -dijo San Francisco.
Marchando por aquel camino, el hermano
Maseo no salía de su asombro, porque San Francisco le había
obligado a hacer, a la vista de la gente que pasaba, lo que hacen los
chiquillos; pero, por respeto, no se atrevió a decir nada al Padre
santo.
Cuando se hallaban cerca de Siena, los
habitantes, al saber la llegada del Santo, le salieron al encuentro y, con
muestras de devoción, los llevaron en volandas, a él y a su
compañero, hasta el palacio del obispo, sin dejarles tocar la tierra con
los pies. En aquel mismo momento, algunos hombres de Siena estaban combatiendo
entre sí, y habían muerto ya dos de ellos; llegando San
Francisco, les predicó con tal devoción y fervor, que los indujo
a hacer las paces y a vivir en grande unidad y concordia. Sabedor el obispo de
Siena de la santa obra que había realizado San Francisco, le
invitó a su casa y le recibió con grandísimo honor,
reteniéndolo aquel día y también la noche. A la
mañana siguiente, San Francisco, que, como verdadero humilde, no se
buscaba a sí mismo en sus acciones, sino la gloria de Dios, se
levantó temprano con su compañero y partió sin saberlo el
obispo.
Esto le hacía al hermano Maseo ir
murmurando en su interior por el camino: «¿Qué es lo que ha
hecho este buen hombre? Me ha hecho dar vueltas como a un chiquillo, y luego al
obispo, que lo ha tratado con tanta honra, no le ha dirigido ni siquiera una
palabra de agradecimiento». Y le parecía al hermano Maseo que San
Francisco se había comportado con poca discreción.
Pero luego, entrando dentro de sí
bajo la inspiración divina, comenzó a reprenderse en su
corazón: «Eres demasiado soberbio, hermano Maseo, al juzgar las
obras divinas, y mereces el infierno por tu indiscreta soberbia; porque ayer
hizo San Francisco tan santas acciones, que no hubieran sido más
admirables si las hubiera hecho un ángel de Dios. Por lo tanto, aunque
te mandase tirar piedras, deberías obedecerle; lo que él ha hecho
en este viaje ha sido efecto de la bondad divina, como lo demuestra el buen
resultado que se ha seguido, ya que, de no haber puesto en paz a los que
luchaban entre sí, no sólo habrían perecido a cuchillo
muchos cuerpos, como ya se había comenzado, sino que el diablo
habría arrastrado también muchas almas al infierno. Así,
pues, tú eres muy necio y muy orgulloso al murmurar de lo que viene
manifiestamente de la voluntad de Dios».
Y todas estas cosas que iba diciendo el
hermano Maseo en su interior mientras caminaba delante, fueron reveladas por
Dios a San Francisco. Por lo cual, acercándose a él, le
dijo:
-- Procura atenerte a las cosas que
estás pensando ahora, porque son buenas y provechosas e inspiradas por
Dios; pero aquella primera murmuración que traías antes era
ciega, vana y orgullosa, y fue el demonio quien te la puso en el
ánimo.
Entonces, el hermano Maseo, persuadido de
que San Francisco penetraba los secretos de su corazón (1),
comprendió que el espíritu de la divina sabiduría
dirigía al Padre santo en todas sus acciones.
En alabanza de Cristo. Amén.
No hay comentarios:
Publicar un comentario