jueves, 1 de noviembre de 2012

Cómo San Francisco hizo dar vueltas al hermano Maseo para conocer el camino que debía seguir.

Capítulo XI
Cómo San Francisco
hizo dar vueltas al hermano Maseo
para conocer el camino que debía seguir
Yendo de camino un día San Francisco con el hermano Maseo, éste caminaba un poco adelantado, y, al llegar a un cruce del cual se podía ir a Siena, a Florencia y a Arezzo, dijo el hermano Maseo:
-- Padre, ¿qué camino hemos de seguir?
-- El que Dios quiera -respondió San Francisco.
-- Y ¿cómo podremos saber cuál es la voluntad de Dios? -repuso el hermano Maseo.
-- Por la señal que ahora verás -dijo San Francisco-. Te mando, pues, por el mérito de la santa obediencia, que en ese cruce, en el mismo sitio donde tienes los pies, te pongas a dar vueltas en redondo, como hacen los niños, y no dejes de dar vueltas hasta que yo te diga.
El hermano Maseo comenzó a dar vueltas sobre sí mismo; y tantas dio, que cayó varias veces al suelo por el vértigo de la cabeza, que es común en semejante juego; pero como San Francisco no le decía que parase y él quería obedecer puntualmente, volvía a levantarse y seguía dando vueltas. Finalmente, cuando giraba más aprisa, dijo San Francisco:
-- Párate y no te muevas.
El se quedó quieto. Y San Francisco:
-- ¿Hacia qué parte tienes vuelta la cara?
-- Hacia Siena -respondió el hermano Maseo.
-- Ese es el camino que Dios quiere que sigamos -dijo San Francisco.
Marchando por aquel camino, el hermano Maseo no salía de su asombro, porque San Francisco le había obligado a hacer, a la vista de la gente que pasaba, lo que hacen los chiquillos; pero, por respeto, no se atrevió a decir nada al Padre santo.
Cuando se hallaban cerca de Siena, los habitantes, al saber la llegada del Santo, le salieron al encuentro y, con muestras de devoción, los llevaron en volandas, a él y a su compañero, hasta el palacio del obispo, sin dejarles tocar la tierra con los pies. En aquel mismo momento, algunos hombres de Siena estaban combatiendo entre sí, y habían muerto ya dos de ellos; llegando San Francisco, les predicó con tal devoción y fervor, que los indujo a hacer las paces y a vivir en grande unidad y concordia. Sabedor el obispo de Siena de la santa obra que había realizado San Francisco, le invitó a su casa y le recibió con grandísimo honor, reteniéndolo aquel día y también la noche. A la mañana siguiente, San Francisco, que, como verdadero humilde, no se buscaba a sí mismo en sus acciones, sino la gloria de Dios, se levantó temprano con su compañero y partió sin saberlo el obispo.
Esto le hacía al hermano Maseo ir murmurando en su interior por el camino: «¿Qué es lo que ha hecho este buen hombre? Me ha hecho dar vueltas como a un chiquillo, y luego al obispo, que lo ha tratado con tanta honra, no le ha dirigido ni siquiera una palabra de agradecimiento». Y le parecía al hermano Maseo que San Francisco se había comportado con poca discreción.
Pero luego, entrando dentro de sí bajo la inspiración divina, comenzó a reprenderse en su corazón: «Eres demasiado soberbio, hermano Maseo, al juzgar las obras divinas, y mereces el infierno por tu indiscreta soberbia; porque ayer hizo San Francisco tan santas acciones, que no hubieran sido más admirables si las hubiera hecho un ángel de Dios. Por lo tanto, aunque te mandase tirar piedras, deberías obedecerle; lo que él ha hecho en este viaje ha sido efecto de la bondad divina, como lo demuestra el buen resultado que se ha seguido, ya que, de no haber puesto en paz a los que luchaban entre sí, no sólo habrían perecido a cuchillo muchos cuerpos, como ya se había comenzado, sino que el diablo habría arrastrado también muchas almas al infierno. Así, pues, tú eres muy necio y muy orgulloso al murmurar de lo que viene manifiestamente de la voluntad de Dios».
Y todas estas cosas que iba diciendo el hermano Maseo en su interior mientras caminaba delante, fueron reveladas por Dios a San Francisco. Por lo cual, acercándose a él, le dijo:
-- Procura atenerte a las cosas que estás pensando ahora, porque son buenas y provechosas e inspiradas por Dios; pero aquella primera murmuración que traías antes era ciega, vana y orgullosa, y fue el demonio quien te la puso en el ánimo.
Entonces, el hermano Maseo, persuadido de que San Francisco penetraba los secretos de su corazón (1), comprendió que el espíritu de la divina sabiduría dirigía al Padre santo en todas sus acciones.
En alabanza de Cristo. Amén.

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