Capítulo XVIII
Cómo San Francisco reunió un capítulo de cinco mil hermanos
en Santa María de los Angeles
Cómo San Francisco reunió un capítulo de cinco mil hermanos
en Santa María de los Angeles
El fiel siervo de Cristo Francisco
reunió una vez un capítulo general en Santa María de los
Angeles, al que asistieron cinco mil hermanos (11). En él estuvo
presente Santo Domingo, cabeza y fundador de la Orden de los Hermanos
Predicadores; se dirigía de Borgoña a Roma, y, habiendo sabido de
aquella asamblea capitular reunida por San Francisco en la llanura de Santa
María de los Angeles, fue a verla con siete hermanos de su Orden
(12).
Se halló también presente a
este capítulo un cardenal devotísimo de San Francisco, al cual
él le había profetizado que sería papa, y así fue
(13). Este cardenal había llegado expresamente de Perusa, donde se
hallaba la corte pontificio, a Asís; y todos los días iba a ver a
San Francisco y a sus hermanos; a veces cantaba la misa, otras veces predicaba
a los hermanos en el capítulo. Experimentaba grande gozo y
devoción este cardenal, cuando iba a visitar aquella santa asamblea,
viendo en la explanada, en torno a Santa María de los Angeles, sentados
a los hermanos por grupos; sesenta aquí, cien allá, doscientos o
trescientos más allá, todos a una ocupados en razonar de Dios;
unos llorando de consuelo, otros en oración, otros en ejercicios de
caridad; y en un ambiente tal de silencio y de modestia, que no se oía
el menor ruido. Lleno de admiración al ver una multitud tan bien
ordenada, decía entre lágrimas de gran devoción:
-- ¡Verdaderamente éste es el
campamento y el ejército de los caballeros de Dios!
En toda aquella muchedumbre, a ninguno se
le oía hablar de cosas vanas o frívolas, sino que, dondequiera se
hallaba reunido un grupo de hermanos, se les veía o bien orando, o bien
recitando el oficio, o llorando los propios pecados y los de los bienhechores,
o platicando sobre la salud del alma. Había por toda la explanada
cobertizos hechos con cañizos y esteras, agrupados según las
provincias a que pertenecían los hermanos; por eso este capítulo
fue llamado el capítulo de los cañizos o de las esteras. De cama
les servía la desnuda tierra; algunos se acostaban sobre paja; por
almohada tenían una piedra o un madero.
Todo esto hacía que todos los que
los veían o escuchaban les mostraran gran devoción; y era tanta
la fama de su santidad, que de la corte del papa, que estaba a la sazón
en Perusa, y de otros lugares del valle de Espoleto iban a verlos muchos
condes, barones y caballeros, y otros gentileshombres, y mucha gente del
pueblo, así como también cardenales, obispos y abades,
además de otros clérigos, ganosos de ver una asamblea tan santa,
tan grande, tan humilde, como nunca la había conocido el mundo con
tantos hombres santos juntos. Pero, sobre todo, iban para ver al que era cabeza
y padre santísimo de toda aquella santa gente, aquel que había
arrebatado al mundo semejante presa y había reunido una grey tan bella y
devota tras las huellas del verdadero pastor Jesucristo.
Estando, pues, reunido todo el
capítulo general, el santo padre de todos y ministro general, San
Francisco, a impulsos del ardor del espíritu, expuso la palabra de Dios
y les predicó en alta voz lo que el Espíritu Santo le
hacía decir. Escogió por tema de la plática estas
palabras:
-- Hijos míos, grandes cosas hemos
prometido, pero mucho mayores son las que Dios nos ha prometido a nosotros;
mantengamos lo que nosotros hemos prometido y esperemos con certeza lo que nos
ha sido prometido. Breve es el deleite del mundo, pero la pena que le sigue
después es perpetua. Pequeño es el padecer de esta vida, pero la
gloria de la otra vida es infinita (14).
Y, glosando devotísimamente estas
palabras, alentaba y animaba a los hermanos a la obediencia y reverencia de la
santa madre Iglesia, a la caridad fraterna, a orar por todo el pueblo de Dios,
a tener paciencia en las contrariedades y templanza en la prosperidad, a
mantener pureza y castidad angélicas, a permanecer en paz y concordia
con Dios, y con los hombres, y con la propia conciencia; a amar y a observar la
santísima pobreza. Y al llegar aquí dijo:
-- Os mando, por el mérito de la
santa obediencia, a todos vosotros aquí reunidos, que ninguno de
vosotros se preocupe ni ande afanoso sobre lo que ha de comer o beber, ni de
cosa alguna necesaria al cuerpo, sino atended solamente a orar y alabar a Dios;
y dejadle a Él el cuidado de vuestro cuerpo, ya que Él cuida de
vosotros de manera especial.
Todos ellos recibieron este mandato con
alegría de corazón y rostro feliz. Y, cuando San Francisco
terminó su plática, todos se pusieron en oración.
Estaba presente a todo esto Santo Domingo,
y halló muy extraño semejante mandato de San Francisco,
juzgándolo indiscreto; no le cabía que tal muchedumbre pudiese ir
adelante sin tener cuidado alguno de las cosas corporales. Pero el Pastor
supremo, Cristo bendito, para demostrar que él tiene cuidado de sus
ovejas y rodea de amor singular a sus pobres, movió al punto a los
habitantes de Perusa, de Espoleto, de Foligno, de Spello, de Asís y de
toda la comarca a llevar de beber y de comer a aquella santa asamblea. Y se vio
de pronto venir de aquellas poblaciones gente con jumentos, caballos y carros
cargados de pan y de vino, de habas y de otros alimentos, a la medida de la
necesidad de los pobres de Cristo. Además de esto, traían
servilletas, jarras, vasos y demás utensilios necesarios para tal
muchedumbre. Y se consideraba feliz el que podía llevar más cosas
o servirles con mayor diligencia, hasta el punto que aun los caballeros,
barones y otros gentileshombres, que habían venido por curiosidad, se
ponían a servirles con grande humildad y devoción.
Al ver todo esto Santo Domingo y al
comprobar en qué manera era verdad que la Providencia divina se ocupaba
de ellos, confesó con humildad haber censurado falsamente de indiscreto
el mandato de San Francisco, se arrodilló ante él diciendo
humildemente su culpa y añadió:
-- No hay duda de que Dios tiene cuidado
especial de estos santos pobrecillos, y yo no lo sabía. De ahora en
adelante, prometo observar la santa pobreza evangélica y maldigo, de
parte de Dios, a todos aquellos hermanos de mi Orden que tengan en esta Orden
la presunción de tener nada en propiedad (15).
Quedó muy edificado Santo Domingo de
la fe del santísimo Francisco, no menos que de la obediencia, de la
pobreza y del buen orden que reinaba en una concentración tan grande,
así como de la Providencia divina y de la copiosa abundancia de todo
bien.
En aquel mismo capítulo tuvo
conocimiento San Francisco de que muchos hermanos llevaban cilicios y argollas
de hierro a raíz de la carne, lo cual era causa de que muchos
enfermaran, llegando algunos a morir, y de que otros se hallaran impedidos para
la oración. Llevado, por lo tanto, de su gran discreción
paternal, ordenó, por santa obediencia, que todos aquellos que tuviesen
cilicios o argollas de hierro se los quitasen y los trajeran delante de
él. Así lo hicieron. Y se contaron hasta quinientos cilicios de
hierro, y mayor número de anillas, que llevaban en los brazos, en la
cintura, en las piernas; en tal cantidad, que se formó un gran
montón; y todo lo hizo dejar allí San Francisco (16).
Terminado el capítulo, San Francisco
animó a todos a seguir en el bien y les instruyó sobre el modo de
vivir sin pecado en este mundo malvado, y los mandó, llenos de
consoladora alegría espiritual, a sus provincias con la bendición
de Dios y la suya propia.
En alabanza de Cristo. Amén.
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