Capítulo XV
Cómo Santa Clara comió en Santa María de los Angeles
con San Francisco y sus compañeros (1)
Cómo Santa Clara comió en Santa María de los Angeles
con San Francisco y sus compañeros (1)
Cuando estaba en Asís San
Francisco, visitaba con frecuencia a Santa Clara y le daba santas
instrucciones. Ella tenía grandísimo deseo de comer una vez con
él; se lo había pedido muchas veces, pero él no quiso
concederle ese consuelo. Viendo, pues, sus compañeros el deseo de Santa
Clara, dijeron a San Francisco:
-- Padre, nos parece que no es conforme a
la caridad de Dios esa actitud de no dar gusto a la hermana Clara, una virgen
tan santa y amada del Señor, en una cosa tan pequeña como es
comer contigo; y más teniendo en cuenta que por tu predicación
abandonó ella las riquezas y las pompas del mundo. Aunque te pidiera
otro favor mayor que éste, deberías condescender con esa tu
planta espiritual.
-- Entonces, ¿os parece que la debo
complacer? -respondió San Francisco.
-- Sí, Padre -le dijeron los
compañeros-; se merece recibir de ti este consuelo.
Dijo entonces San Francisco:
-- Puesto que así os parece a
vosotros, también me lo parece a mí. Mas, para que le sirva a
ella de mayor consuelo, quiero que tengamos esta comida en Santa María
de los Angeles, ya que lleva mucho tiempo encerrada en San Damián, y
tendrá gusto en volver a ver este lugar de Santa María, donde le
fue cortado el cabello y donde fue hecha esposa de Jesucristo. Aquí
comeremos juntos en el nombre de Dios.
El día convenido salió Santa
Clara del monasterio con una compañera y, escoltada de los
compañeros de San Francisco, se encaminó a Santa María de
los Angeles. Saludó devotamente a la Virgen María en aquel mismo
altar ante el cual le había sido cortado el cabello y había
recibido el velo, y luego la llevaron a ver el convento hasta que llegó
la hora de comer. Entre tanto, San Francisco hizo preparar la mesa sobre el
suelo, como era en él costumbre. Y, llegada la hora de comer, se
sentaron a la mesa juntos San Francisco y Santa Clara, y uno de los
compañeros de San Francisco al lado de la compañera de Santa
Clara; y después se acercaron humildemente a la mesa todos los
demás compañeros.
Como primera vianda, San Francisco
comenzó a hablar de Dios con tal suavidad, con tal elevación y
tan maravillosamente, que, viniendo sobre ellos la abundancia de la divina
gracia, todos quedaron arrebatados en Dios. Y, estando así arrobados,
elevados los ojos y las manos al cielo, las gentes de Asís y de Bettona
y las de todo el contorno vieron que Santa María de los Angeles y todo
el convento y el bosque que había entonces al lado del convento
ardían violentamente, como si fueran pasto de las llamas la iglesia, el
convento y el bosque al mismo tiempo; por lo que los habitantes de Asís
bajaron a todo correr para apagar el fuego, persuadidos de que todo estaba
ardiendo. Al llegar y ver que no había tal fuego, entraron al interior y
encontraron a San Francisco con Santa Clara y con todos los compañeros
arrebatados en Dios por la fuerza de la contemplación, sentados en torno
a aquella humilde mesa. Con lo cual se convencieron de que se trataba de un
fuego divino y no material, encendido milagrosamente por Dios para manifestar y
significar el fuego del amor divino en que se abrasaban las almas de aquellos
santos hermanos y de aquellas santas monjas. Y se volvieron con el
corazón lleno de consuelo y santamente edificados.
Al volver en sí, después de
un largo rato, San Francisco y Santa Clara, junto con los demás, bien
refocilados con el alimento espiritual, no se cuidaron mucho del manjar
corporal. Y, terminado que hubieron la bendita refección, Santa Clara
volvió bien acompañada a San Damián.
Las hermanas, al verla, se alegraron mucho,
porque temían que San Francisco la hubiera enviado a gobernar otro
monasterio, como ya había enviado a su santa hermana sor Inés a
gobernar como abadesa el monasterio de Monticelli, de Florencia (2). San
Francisco había dicho algunas veces a Santa Clara:
«Prepárate, por si llega el caso de enviarte a algún
convento»; y ella, como hija de la santa obediencia, había
respondido: «Padre, estoy siempre preparada para ir a donde me
mandes». Por eso se alegraron mucho las hermanas cuando volvió. Y
Santa Clara quedó desde entonces muy consolada.
En alabanza de Cristo. Amén.
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