Capítulo XXV
Cómo San Francisco curó milagrosamente
de alma y cuerpo a un leproso
Cómo San Francisco curó milagrosamente
de alma y cuerpo a un leproso
El verdadero
discípulo de Cristo San Francisco, mientras vivió en esta vida
miserable, ponía todo su esfuerzo en seguir a Cristo, el perfecto
Maestro. Así sucedía muchas veces, por obra divina, que cuando
él curaba a alguien el cuerpo, Dios le sanaba al mismo tiempo el alma,
tal como se lee de Cristo (cf. Mt 9,1-8). Por ello, no sólo
servía él gustosamente a los leprosos, sino que había
ordenado a los hermanos de su Orden que, cuando iban por el mundo o se
detenían, sirvieran a los leprosos por amor de Cristo, que por nosotros
quiso ser tenido por un leproso (1).
Sucedió una vez, en un lugar no
lejos de aquel en que entonces se hallaba San Francisco, que los hermanos
servían a los leprosos y enfermos de un hospital; y había
allí un leproso tan impaciente, insoportable y altanero, que todos
estaban persuadidos, como era en verdad, que estaba poseído del demonio,
porque profería palabras groseras y maltrataba a quienes le
servían, y, lo que era peor, blasfemaba tan brutalmente de Cristo
bendito y de su madre santísima la Virgen María, que no se
hallaba ninguno que quisiera y pudiera servirle. Y por más que los
hermanos se esforzaban por sobrellevar con paciencia, por acrecentar el
mérito de esta virtud, sus villanías e insultos, optaron por
dejar abandonado al leproso, porque su conciencia no les permitía
soportar las injurias contra Cristo y su madre. Pero no quisieron hacerlo sin
haber informado antes a San Francisco, que se hallaba en un eremitorio
próximo.
Cuando se lo hicieron saber, fue San
Francisco a ver al leproso. Acercándose a él, le saludó
diciendo:
-- Dios te dé la paz, hermano
mío carísimo.
-- Y ¿qué paz puedo yo esperar
de Dios -respondió el leproso enfurecido-, si Él me ha quitado la
paz y todo bien y me ha vuelto podrido y hediondo?
-- Ten paciencia, hijo -le dijo San
Francisco-; las enfermedades del cuerpo nos las da Dios en este mundo para
salud del alma; son de gran mérito cuando se sobrellevan con
paciencia.
-- Y ¿cómo puedo yo llevar con
paciencia -respondió el leproso- este mal que me atormenta noche y
día sin parar? Y no es sólo mi enfermedad lo que me atormenta,
sino que todavía me hacen sufrir esos hermanos que tú me diste
para que me sirvieran, y que no lo hacen como deben.
Entonces, San Francisco, conociendo por luz
divina que el leproso estaba poseído del espíritu maligno, fue a
ponerse en oración y oró devotamente por él. Terminada la
oración, volvió y le dijo:
-- Hijo, te voy a servir yo personalmente,
ya que no estás contento de los otros.
-- Está bien -dijo el enfermo-; pero
¿qué me podrás hacer tú más que los
otros?
-- Haré todo lo que tú
quieras -respondió San Francisco.
-- Quiero -dijo el leproso- que me laves
todo de arriba abajo, porque despido tal hedor, que no puedo aguantarme yo
mismo.
San Francisco hizo en seguida calentar agua
con muchas hierbas olorosas; luego desnudó al leproso y comenzó a
lavarlo con sus propias manos, echándole agua un hermano. Y, por milagro
divino, donde San Francisco tocaba con sus santas manos desaparecía la
lepra y la carne quedaba perfectamente sana. Y según iba sanando el
cuerpo, iba también curándose el alma; por lo que el leproso, al
ver que empezaba a curarse, comenzó a sentir gran compunción de
sus pecados y a llorar amarguísimamente; y así, a medida que se
iba curando el cuerpo, limpiándose de la lepra por el lavado del agua,
por dentro quedaba el alma limpia del pecado por la contrición y las
lágrimas.
Cuando se vio completamente sano de cuerpo
y alma, manifestó humildemente su culpa y decía llorando en alta
voz:
-- ¡Ay de mí, que soy digno del
infierno por las villanías e injurias que yo he hecho a los hermanos y
por mis impaciencias y blasfemias contra Dios!
Estuvo así quince días,
llorando amargamente sus pecados y pidiendo misericordia a Dios, e hizo entera
confesión con el sacerdote. San Francisco, al ver el milagro tan
evidente que Dios había obrado por sus manos, dio gracias a Dios y se
fue de aquel eremitorio a tierras muy distantes; debido a su humildad, en
efecto, trataba de huir siempre de toda gloria mundana y en todas sus acciones
buscaba el honor y la gloria de Dios y no la propia.
Y quiso Dios que aquel leproso, curado en
el cuerpo y en el alma, enfermase de otra enfermedad quince días
después de su arrepentimiento, y, fortalecido con los sacramentos
eclesiásticos, murió santamente. Al ir al paraíso por los
aires su alma se apareció a San Francisco cuando éste se hallaba
orando en un bosque y le dijo:
-- ¿Me conoces?
-- ¿Quién eres? -dijo San
Francisco.
-- Soy el leproso que Cristo bendito
curó por tus méritos -dijo él-, y ahora voy a la vida
eterna; de lo cual doy gracias a Dios y a ti. Bendita sea tu alma y bendito tu
cuerpo, benditas sean tus palabras y tus acciones, porque por tu mano se
salvarán en el mundo muchas almas. Y sabe que en el mundo no hay un
sólo día en que los santos ángeles y otros santos no
estén dando gracias a Dios por los santos frutos que tú y tu
Orden realizáis en diversas partes del mundo. ¡Cobrad ánimo,
dad gracias a Dios y seguid así con su bendición!
Dichas estas palabras, se fue al cielo; y
San Francisco quedó muy consolado.
En alabanza de Cristo. Amén.
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