Mostramos la espiritualidad franciscana, con la intención de ayudar a nuestros hermanos a concerla y abrazarla como un camino para llegar a Cristo a travé de las enseñanzas de San Francisco de Asís, abrazando la Cruz del Señor y amando la Eucaristía
martes, 27 de noviembre de 2012
La Navidad según san Francisco de Asís
"Aclamad a Dios, nuestra fuerza (Sal 80, 2),
Él me invocará: "Tú eres mi Padre"; y yo lo nombraré mi primogénito,
Porque se nos ha dado un niño santo y amado,
Gloria al Señor Dios en las alturas,
Porque grande es el Señor, y muy digno de alabanza,
Familias de los pueblos, aclamad al Señor, aclamad la gloria y el poder del Señor,
Tomad vuestros cuerpos y cargad con su santa cruz,
viernes, 16 de noviembre de 2012
Santa Isabel de Hungría
Viuda, religiosa.Patrona principal de la Arquidiócesis de Bogotá.
Isabel, palabra de origen hebreo que significa: "consagrada a Dios"
Fiesta: 17 de noviembre
En breve: Hija de Andrés, rey de Hungría, nació el año 1207; siendo aún niña, fue dada en matrimonio a Luis, landgrave de Turingia, del que tuvo tres hijos. Vivía entregada a la meditación de las cosas celestiales y, después de la muerte de su esposo, abrazó la pobreza y erigió un hospital en el que ella misma servía a los enfermos. Murió en Marburgo el año 1231.
Isabel reconoció y amó a Cristo en la persona de los pobres -De una carta escrita al Papa por Conrado de Marburgo, director espiritual de santa Isabel.
La vida de Santa Isabel ha sido embelesada por sus hagiógrafos con numerosos cuentos que han llegado a conocerse como la "Leyenda Dorada". Sin embargo los datos fundamentales son históricos y revelan la gran caridad de la santa.
DIETRICH de Apolda refiere en la biografía de esta santa que, una noche del verano de 1207, Klingsohr de Transilvania anunció a Herman de Turingia, que el rey Andrés II de Hungría, primo del emperador de Alemania, acababa de tener una hija que había de distinguirse por su santidad y contraería matrimonio con el hijo de Herman. En efecto, esa misma noche, Andrés II y su esposa, Gertrudis de Andech-Meran, tuvieron una hijita que nació en Presburgo (Bratislava) o en Saros-Patak. El matrimonio profetizado por Klingsohr ofrecía grandes ventajas políticas, por lo cual, la recién nacida Isabel fue prometida en matrimonio al hijo mayor de Herman. Cuando la niña tenía unos cuatro años, sus padres la enviaron al castillo de Wartburg, cerca de Eisenach, para que se educase en la corte de Turingia con su futuro esposo. Durante su juventud, Isabel hubo de soportar la hostilidad de algunos miembros de la corte que no apreciaban su bondad; pero en cambio, el joven Luis se enamoró cada vez más de ella. Se cuenta que siempre que Luis pasaba por una ciudad compraba un regalo para su prometida. "Cuando se acercaba el momento de la llegada de Luis, Isabel salía a su encuentro; el joven le daba el brazo amorosamente y le entregaba el regalo que le había traído". El era un buen rey que tomó por lema "Piedad, Pureza, Justicia".
En 1221, cuando Luis tenía veintiún años y había heredado ya de su padre la dignidad de landgrave e Isabel tenía catorce, se celebró el matrimonio, a pesar de que algunos habían aconsejado a Luis que hiciese volver a Isabel a Hungría, pues la unión no les convenía. El joven declaró que estaba dispuesto a perder una montaña de oro antes que la mano de Isabel. Según los cronistas, Isabel era hermosa, elegante, morena, seria, modesta, bondadosa en sus palabras, fervorosa en la oración, muy generosa con los pobres y llena siempre de bondad y de amor divino". Se dice también que era modesta, prudente, paciente y leal. Su pueblo la amaba.
El día de su boda, la joven Duquesa no quiso ir a la iglesia adornada con los preciosos collares de su rango: "¿Cómo podría -dijo cándidamente- llevar una corona tan preciosa ante un Rey coronado de espinas?".
La vida de matrimonio de la santa sólo duró seis años que fueron calificados por un escritor inglés de "idilio de arrebatado amor, de ardor místico, de felicidad casi infantil, como rara vez se encuentra en las novelas que se leen ni en la experiencia humana". La joven reina descubrió profundamente el sentido del sacramento del matrimonio que está en poner a Dios primero de manera que el amor conyugal se nutra de Cristo y manifieste a Cristo. "Si yo amo tanto a una criatura mortal - le confiaba la joven reina a su amiga Isentrude-, ¿cómo no debería amar al Señor inmortal, dueño de mi alma?".
Dios concedió tres hijos a la pareja: A los quince años, en el año 1222, Isabel tuvo a su primogénito, Herman quien murió a los diecinueve años. A los 17 años de edad, Isabel tuvo una niña (Sofía) y a los 20 otra niña que nació tres semanas despues de haber perdido a su esposo, quien muriera en una cruzada a la que se había unido con entusiasmo juvenil. Sofía, que fue más tarde duquesa de Brabante y la Beata Gertrudis de Aldenburg. A diferencia de otros esposos de santas, Luis no puso obstáculo alguno a las obras de caridad de Isabel, a su vida sencilla y mortificada, ni a sus largas oraciones. Una de las damas de compañía de Isabel escribió: "Mi señora se levanta a orar por la noche y mi señor la tiene por la mano, como si temiera que eso le haga daño y le suplica que no abuse de sus fuerzas y que vuelva a descansar.
La liberalidad de Isabel era tan grande, que en algunas ocasiones provocó graves críticas. En 1225, el hambre se dejó sentir en aquella región de Alemania, y la santa acabó con todo su dinero y con el grano que había almacenado en su casa para socorrer a los más necesitados. El landgrave estaba entonces ausente. Cuando volvió, algunos de sus empleados se quejaron de la liberalidad de Santa Isabel. Luis preguntó si su esposa había vendido alguno de sus dominios y ellos le respondieron que no. Entonces el landgrave declaró: "Sus liberalidades atraerán sobre nosotros la misericordia divina. Nada nos faltará mientras le permitamos socorrer así a los pobres".
El castillo de Wartburg se levantaba sobre una colina muy empinada, a la que no podían subir los inválidos. (La colina se llamaba "Rompe-rodillas"). Así pues, Santa Isabel construyó un hospital al pie del monte, y solía ir allá a dar de comer a los inválidos con sus propias manos, a hacerles la cama y a asistirlos en medio de los calores más abrumadores del verano. Además acostumbraba pagar la educación de los niños pobres, especialmente de los huérfanos. Fundó también otro hospital en el que se atendía a veintiocho personas y, diariamente alimentaba a novecientos pobres en su castillo, sin contar a los que ayudaba en otras partes de sus dominios. Por lo tanto, puede decirse con verdad que sus bienes eran el patrimonio de los pobres. Sin embargo, la caridad de la santa no era indiscreta. Por ejemplo, en vez de favorecer la ociosidad entre los que podían trabajar, les procuraba tareas adaptadas a sus fuerzas y habilidades.
Por entonces se predicó en Europa una nueva cruzada, y Luis de Turingia tomó el manto marcado con la cruz. El día de San Juan Bautista, se separó de Santa Isabel y fue a reunirse con el emperador Federico II en Apulia. El 11 de septiembre de ese mismo año murió en Otranto, víctima de la peste. La noticia no llegó a Alemania sino hasta el mes de octubre, cuando acababa de nacer su segunda hija. La suegra de Santa Isabel, para darle la funesta noticia en forma menos violenta, le habló vagamente de "lo que había acontecido" a su esposo y de "la voluntad de Dios". La santa entendió mal y dijo: "Si está preso, con la ayuda de Dios y de nuestros amigos conseguiremos ponerlo en libertad". Cuando le explicaron que no estaba preso sino que había muerto, la santa exclamó: "El mundo y cuanto había de alegre en el mundo está muerto para mí".
Lo que sucedió después es bastante oscuro. Según el testimonio de Isentrudis, una de sus damas de compañía, Enrique, el cuñado de Santa Isabel, que era el tutor de su único hijo, echó fuera del castillo a la santa, a sus hijos y a dos criados, para apoderarse del gobierno. Se cuentan muchos detalles de la forma degradante en que la santa fue tratada, hasta que su tía Matilde, abadesa de Kitzingen, la sacó de Eisenach. Unos afirman que fue despojada de su casa de Marburgo de Hesse, y otros que abandonó voluntariamente el castillo de Wartburg. Desde Kitzingen fue a visitar a su tío Eckemberto, obispo de Bamberga, quien puso a su disposición su castillo de Pottenstein. La santa se trasladó allá con su hijo Herman y su hijita de brazos, dejando a Sofía al cuidado de las religiosas de Kitzingen. Eckemberto, movido por la ambición, proyectaba un nuevo matrimonio, pero Santa Isabel se negó absolutamente, pues antes de la partida de su esposo a la Cruzada se habían prometido mutuamente no volver a casarse. A principios de 1228, se trasladó el cadáver de Luis a Alemania para sepultarlo en la iglesia abacial de Reinhardsbrunn. Los parientes de Santa Isabel le proporcionaron lo necesario para vivir. El Viernes Santo de ese año, la viuda renunció formalmente al mundo en la iglesia de los franciscanos de Eisenach. Más tarde, tomó el hábito de la Tercera Orden de San Francisco.
Los frailes menores habían inculcado a Santa Isabel un espíritu de pobreza que en sus años de Langravina no podía practicar plenamente. Ahora, sus hijos tenían todo lo necesario y la santa se vio obligada a abandonar Marburgo y a vivir en Wehrda, en una cabaña, a orillas del río Lahn. Más tarde, construyó una casita en las afueras de Marburgo y ahí fundó una especie de hospital para los enfermos, los ancianos y los pobres y se consagró enteramente a su servicio.
En sacerdote Maese Conrado de Marburgo tuvo gran influencia sobre la santa. Dicho sacerdote había sustituido, desde 1225, al franciscano Rodinger en el cargo de confesor de la santa. El esposo de la santa le había permitido hacer un voto de obediencia al sacerdote en todo aquello que no se opusiese a su propia autoridad marital. Sin embargo la figura del Padre Conrado es muy controversial. Por un lado la protegió no permitiéndole pedir de puerta en puerta, desposeerse definitivamente de todos sus bienes, dar más que determinadas limosnas ni exponerse al contagio de la lepra y otras enfermedades. Sin embargo, según las siguientes anécdotas, era dominador y severo en extremo.
"(Maese Conrado) probó su constancia de mil maneras, al obligarla a proceder en todo contra su voluntad", escribió más tarde Isentrudis. "Para humillarla más, la privó de aquellos de sus criados a los que mayor cariño tenía. Una de ellas fui yo, Isentrudis, a quien ella amaba; me despidió con gran pena y con muchas lágrimas. Por último, despidió también a mi compañera, Jutta, que la había servido desde la niñez y a quien ella amaba particularmente. La bendita Isabel la despidió con lágrimas y suspiros. Maese Conrado, de piadosa memoria, hizo todo esto con buena intención, para que no le hablásemos de su antigua grandeza ni la hiciésemos echar de menos el pasado. Además, la privó del consuelo que nosotros podíamos darle para que sólo Dios pudiese consolarla". En vez de sus queridas damas de compañía, Conrado le dio dos "mujeres muy rudas", encargadas de informarle de las menores desobediencias de la santa a sus mandatos. Conrado castigaba esas desobediencias con bofetadas y golpes "con una vara larga y gruesa", cuyas marcas duraban tres semanas en el cuerpo de Isabel. La santa comentó amargamente con Isentrudis: "Si yo puedo temer tanto a un hombre mortal, ¡cuánto más temible será el Señor y Juez de este mundo!" Se dice que, aunque la santa se benefició al saber vencer los obstáculos que le ponía su confesor, pero, objetivamente, sus métodos eran injuriosos.
Cierto día, un noble húngaro fue a Marburgo y pidió que le dijesen dónde vivía la hija de su soberano, de cuyas penas había oído hablar. Al llegar al hospital, encontró a Isabel sentada, hilando, vestida con su túnica burda. El pobre hombre casi se fue de espaldas y se santiguó asombrado: "¿Quién había visto hilar a la hija de un rey?" El noble intentó llevar a Isabel a Hungría, pero la santa se negó: sus hijos, sus pobres y la tumba de su esposo estaban en Turingia y ahí quería pasar el resto de su vida. Por lo demás, le quedaban ya pocos años en la tierra. Vivían muy austeramente y trabajaba sin descanso, ya fuese en el hospital, ya en las casas de los pobres o pescando en el río a fin de ganar un poco de dinero para sus protegidos. Cuando la enfermedad le impedía hacer otra cosa, hilaba o cargaba lana. En cierta ocasión en que estaba en cama, la persona que la atendía la oyó cantar dulcemente. "Cantáis muy bien, señora", le dijo. La santa replicó: "Os voy a explicar por qué. Entre el muro y yo había un pajarito que cantaba tan alegremente que me dieron ganas de imitarlo". La víspera del día de su muerte, a media noche, entre dormida y despierta murmuró: "Es ya casi la hora en que el Señor nació en el pesebre y creó con su omnipotencia una nueva estrella. Vino a redimir el mundo, y me va a redimir a mí". Y cuando el gallo comenzó a cantar, dijo: "Es la hora en que resucitó del sepulcro y rompió las puertas del infierno, y me va a librar a mí". Santa Isabel murió al anochecer del 17 de noviembre de 1231, antes de cumplir veinticuatro años. Su cuerpo estuvo expuesto tres días en la capilla del hospicio. Ahí mismo fue sepultada y Dios obró muchos milagros por su intercesión.
Prodigiosos milagros por la intercesión de Santa Isabel
El mismo día de la muerte de la santa, a un hermano lego se le destrozó un brazo en un accidente y estaba en cama sufriendo terribles dolores. De pronto vio aparecer a Isabel en su habitación, vestida con trajes hermosísimos. El dijo: "Señora, Ud. que siempre ha vestido trajes tan pobres, ¿por qué está ahora tan hermosamente vestida?". Y ella sonriente le dijo: "Es que voy para la gloria. Acabo de morir para la tierra. Estire su brazo que ya ha quedado curado". El paciente estiró el brazo que tenía totalmente destrozado, y la curación fue completa e instantánea. Dos días después de su entierro, llegó al sepulcro de la santa un monje cisterciense el cual desde hacía varios años sufría un terrible dolor al corazón y ningún médico había logrado aliviarle de su dolencia. Se arrodilló por un buen rato a rezar junto a la tumba de la santa, y de un momento a otro quedó completamente curado de su dolor y de su enfermedad.
Maese Conrado empezó a reunir testimonios acerca de su santidad, pero murió antes de que Isabel fuese canonizada, en 1235 por el Papa Gregorio IX. Al año siguiente, las reliquias de la santa fueron trasladadas a la iglesia de Santa Isabel de Marburgo, que había sido construida por Conrado, su cuñado. A la ceremonia asistieron el emperador Federico II y "una multitud tan grande, formada por gentes de diversas naciones, pueblos y lenguas, que probablemente no se había visto ni se volverá a ver en estas tierras alemanas algo semejante". La iglesia en que reposaban las reliquias de la santa fue un sitio de peregrinación hasta 1539, año en que el landgrave protestante, Felipe de Hesse, las trasladó a un sitio desconocido.
Algunos testimonios de la época: Uno de los sacerdotes de ese tiempo escribió: "Afirmo delante de Dios que raramente he visto una mujer de una actividad tan intensa, unida a una vida de oración y de contemplación tan elevada". Algunos religiosos franciscanos que la dirigían en su vida de total pobreza, afirman que varias veces, cuando ella regresaba de sus horas de oración, la vieron rodeada de resplandores y que sus ojos brillaban como luces muy resplandecientes. El emperador Federico II afirmó: "La venerable Isabel, tan amada de Dios, iluminó las tinieblas de este mundo como una estrella luminosa en la noche oscura".
Santa Isabel, ruega por los matrimonios, ruega por todos nosotros, qué el Señor nos conceda el don de un gran desprendimiento para dedicar nuestra vida y nuestros bienes a ayudar a los más necesitados.
Bibliografía
Sálesman, Eliécer. Vidas de Santos # 4.
Sgarbossa, Mario y Luigi Giovannini. Un Santo Para Cada Día.
Fuente: corazones.org
jueves, 1 de noviembre de 2012
Cómo San Francisco convirtió en Bolonia a dos estudiantes.
Capítulo XXVII
Cómo San Francisco convirtió en Bolonia a dos estudiantes
Cómo San Francisco convirtió en Bolonia a dos estudiantes
Al llegar una vez San Francisco a Bolonia
(4), todo el pueblo de la ciudad corrió para verlo; y era tan grande el
tropel de gente, que a duras penas pudo llegar hasta la plaza. En medio de una
gran multitud de hombres, de mujeres y de estudiantes, que llenaban la plaza,
San Francisco se subió a un lugar elevado y comenzó a predicar lo
que el Espíritu Santo le iba dictando. Y predicaba tan maravillosamente,
que parecía, más bien, un ángel que un hombre quien
predicaba; sus palabras celestiales eran como saetas agudas que traspasaban el
corazón de cada oyente, y, por efecto de la predicación, se
convirtieron a penitencia una gran muchedumbre de hombres y de mujeres.
Entre ellos hubo dos nobles estudiantes de
la Marca de Ancona, uno por nombre Peregrino y el otro Ricerio; ambos, tocados
en su corazón por una inspiración divina, como efecto del
sermón, se acercaron a San Francisco para decirle que querían
abandonar totalmente el mundo y ser de sus hermanos. Y San Francisco,
conociendo por revelación que eran enviados por Dios y que habían
de llevar una vida santa en la Orden, los recibió con alegría,
diciéndoles:
-- Tú, Peregrino, seguirás en
la Orden el camino de la humildad, y tú, hermano Ricerio, te
pondrás al servicio de tus hermanos.
Y fue así, porque el hermano
Peregrino rehusó ser sacerdote y se quedó como lego, aunque era
muy docto y grande canonista. Debido a esta su profunda humildad, llegó
a gran perfección en la virtud, hasta el punto que el hermano Bernardo,
el primogénito de San Francisco, dijo de él que era uno de los
hermanos más perfectos de este mundo. Finalmente, este hermano Peregrino
pasó, lleno de virtudes, de esta vida a la vida bienaventurada,
realizando muchos milagros antes y después de la muerte (5).
Y el hermano Ricerio sirvió a los
hermanos con devoción y fidelidad, viviendo en gran santidad y humildad;
gozó de gran familiaridad con San Francisco, quien le confió
muchos secretos. Habiendo sido nombrado ministro de la provincia de la Marca de
Ancona, la gobernó durante mucho tiempo con grandísima paz y
discreción. Al cabo de algún tiempo permitió Dios que
fuese objeto de una fuerte tentación interna; se hallaba atribulado y
angustiado, se maceraba con ayunos, disciplinas, lágrimas y oraciones
día y noche, sin lograr ahuyentar aquella tentación; con
frecuencia se veía en grande desesperación, ya que por esta causa
se consideraba abandonado de Dios. Al borde de la desesperación, como
último remedio, se decidió a ir a San Francisco, discurriendo de
esta manera: «Si San Francisco me muestra buen semblante y me trata con
familiaridad, creeré que aún tendrá Dios piedad de
mí; de lo contrario, daré por cierto que estoy abandonado de
Dios». Se puso, pues, en camino para ir a encontrar a San Francisco. El
Santo se hallaba a la sazón gravemente enfermo en el palacio del obispo
de Asís, y supo, por inspiración divina, toda la tentación
y desesperación del hermano, así como su determinación y
su venida. Al punto, San Francisco llamó a los hermanos León y
Maseo y les dijo:
-- Id en seguida al encuentro de mi hijo
carísimo hermano Ricerio, abrazadlo de mi parte y saludadlo, y decidle
que, entre todos los hermanos que hay en el mundo, yo lo amo a él con
afecto singular.
Fueron ellos y lo hallaron en el camino. Lo
abrazaron y le dijeron lo que San Francisco les había ordenado. Con esto
él experimentó un consuelo tan grande, que casi quedó
fuera de sí; y, dando gracias a Dios de todo corazón, se
dirigió al lugar en que San Francisco yacía enfermo. Y, aunque
San Francisco se hallaba gravemente enfermo, al oír que venía el
hermano Ricerio, se levantó y le salió al encuentro, lo
abrazó con gran ternura y le dijo:
-- Hijo mío carísimo, hermano
Ricerio, entre todos los hermanos que hay en el mundo, yo te amo
particularmente.
Dicho esto, le hizo en la frente la
señal de la santa cruz, le besó y añadió:
-- Hijo carísimo, Dios ha permitido
te sobreviniera esta tentación para que fuese para ti fuente de grandes
merecimientos; pero, si tú quieres renunciar a esta ganancia, no la
tengas.
¡Cosa admirable! No bien hubo dicho
San Francisco estas palabras, le dejó por completo la tentación,
como si nunca en toda la vida la hubiera tenido, y quedó completamente
consolado (6).
En alabanza de Cristo. Amén.
Cómo San Francisco convirtió a tres ladrones homicidas
Capítulo XXVI
Cómo San Francisco convirtió a tres ladrones homicidas
Cómo San Francisco convirtió a tres ladrones homicidas
Yendo una vez San Francisco por el
territorio de Borgo San Sepolcro, al pasar por una aldea llamada Monte Casale,
se le presentó un joven muy noble y delicado, que le dijo:
-- Padre, me gustaría mucho ser de
vuestra fraternidad.
-- Hijo -le respondió San
Francisco-, tú eres joven, delicado y noble; se te va a hacer duro
sobrellevar la pobreza y austeridad de nuestra vida.
-- Padre, ¿no sois vosotros hombres
como yo? -repuso él-. Lo mismo que vosotros la sobrelleváis, la
podré sobrellevar también yo con la gracia de Cristo.
Agradó mucho a San Francisco esta
respuesta; por lo que, bendiciéndolo, lo recibió, sin más,
en la Orden y le puso por nombre hermano Ángel. Este joven se
portó tan a satisfacción, que, al poco tiempo, San Francisco lo
hizo guardián del convento del mismo Monte Casale (2).
Por aquel tiempo merodeaban por aquellos
parajes tres famosos ladrones, que perpetraban muchos males en toda la comarca.
Un día fueron al eremitorio de los hermanos y pidieron al
guardián, el hermano Ángel, que les diera de comer. El
guardián les reprochó ásperamente:
-- ¿No tenéis vergüenza,
ladrones y asesinos sin entrañas, que, no contentos con robarles a los
demás el fruto de sus fatigas, tenéis cara, además,
insolentes, para venir a devorar las limosnas que son enviadas a los servidores
de Dios? No merecéis que os sostenga la tierra, puesto que no
tenéis respeto alguno ni a los hombres ni a Dios que os creó.
¡Fuera de aquí, id a lo vuestro y que no vuelva a veros
aquí!
Ellos lo llevaron muy a mal y se marcharon
enojados.
En esto regresó San Francisco de
fuera con la alforja del pan y con un recipiente de vino que habían
mendigado él y su compañero. El guardián le refirió
cómo había despedido a aquella gente. Al oírle, San
Francisco le reprendió fuertemente, diciéndole que se
había portado cruelmente, porque mejor se conduce a los pecadores a Dios
con dulzura que con duros reproches; que Cristo, nuestro Maestro, cuyo
Evangelio hemos prometido observar, dice que no tienen necesidad de
médico los sanos, sino los enfermos, y que Él no ha
venido a llamar a los justos, sino a los pecadores a penitencia (Mt
9,12s); y por esto Él comía muchas veces con ellos.
-- Por lo tanto -terminó-, ya que
has obrado contra la caridad y contra el santo Evangelio, te mando, por santa
obediencia, que, sin tardar, tomes esta alforja de pan que yo he mendigado y
esta orza de vino y vayas buscándolos por montes y valles hasta dar con
ellos; y les ofrecerás de mi parte todo este pan y este vino.
Después te pondrás de rodillas ante ellos y confesarás
humildemente tu culpa y tu dureza. Finalmente, les rogarás de mi parte
que no hagan ningún daño en adelante, que teman a Dios y no
ofendan al prójimo; y les dirás que, si lo hacen así, yo
me comprometo a proveerles de lo que necesiten y a darles siempre de comer y de
beber. Una vez que les hayas dicho esto con toda humildad, vuelve aquí
(3).
Mientras el guardián iba a cumplir
el mandato, San Francisco se puso en oración, pidiendo a Dios que
ablandase los corazones de los ladrones y los convirtiese a penitencia.
Llegó el obediente guardián a
donde estaban ellos, les ofreció el pan y el vino e hizo y dijo lo que
San Francisco le había ordenado. Y plugo a Dios que, mientras
comían la limosna de San Francisco, comenzaran a decir entre
sí:
-- ¡Ay de nosotros, miserables
desventurados! ¡Qué duras penas nos esperan en el infierno a
nosotros, que no sólo andamos robando, maltratando, hiriendo, sino
también dando muerte a nuestro prójimo; y, en medio de tantas
maldades y crímenes, no tenemos remordimiento alguno de conciencia ni
temor de Dios! En cambio, este santo hermano ha venido a buscarnos por unas
palabras que nos dijo justamente reprochando nuestra maldad, se ha acusado de
ello con humildad, y, encima de esto, nos ha traído el pan y el vino,
junto con una promesa tan generosa del Padre santo. Estos sí que son
siervos de Dios merecedores del paraíso, pero nosotros somos hijos de la
eterna perdición, merecedores de las penas del infierno; cada día
agravamos nuestra perdición, y no sabemos si podremos hallar
misericordia ante Dios por los pecados que hasta ahora hemos cometido.
Estas y parecidas palabras decía uno
de ellos; a lo que añadieron los otros dos:
-- Es mucha verdad lo que dices; pero
¿qué es lo que tenemos que hacer?
-- Vamos a estar con San Francisco -dijo el
primero-, y, si él nos da esperanza de que podemos hallar misericordia
ante Dios por nuestros pecados, haremos lo que nos mande; así podremos
librar nuestras almas de las penas del infierno.
Pareció bien a los otros este
consejo, y todos tres, de común acuerdo, marcharon apresuradamente a San
Francisco y le hablaron así:
-- Padre, nosotros hemos cometido muchos y
abominables pecados; no creemos poder hallar misericordia ante Dios; pero, si
tú tienes alguna esperanza de que Dios nos admita a misericordia,
aquí nos tienes, prontos a hacer lo que tú nos digas y a vivir
contigo en penitencia.
San Francisco los recibió con
caridad y bondad, los animó con muchos ejemplos, les aseguró de
la misericordia de Dios y les prometió con certeza que se la
obtendría de Dios, haciéndoles ver cómo la misericordia de
Dios es infinita. Y concluyó:
-- Aunque hubiéramos cometido
infinitos pecados, todavía es más grande la misericordia de Dios;
según el Evangelio y el apóstol San Pablo, Cristo bendito ha
venido a la tierra para rescatar a los pecadores.
Movidos de estas palabras y parecidas
enseñanzas, los tres ladrones renunciaron al demonio y a sus obras; San
Francisco los recibió en la Orden y comenzaron a hacer gran penitencia.
Dos de ellos vivieron poco tiempo después de su conversión y se
fueron al paraíso. Pero el tercero sobrevivió, y, recordando sin
cesar sus pecados, se dio a tal vida de penitencia, que por quince años
seguidos, fuera de las cuaresmas comunes, en que se acomodaba a los
demás hermanos, en los demás tiempos estuvo ayunando tres
días a la semana a pan y agua; andaba siempre descalzo, vestido de una
sola túnica; nunca se acostaba después de los maitines.
En alabanza de Cristo bendito.
Amén.
Cómo San Francisco curó milagrosamente de alma y cuerpo a un leproso
Capítulo XXV
Cómo San Francisco curó milagrosamente
de alma y cuerpo a un leproso
Cómo San Francisco curó milagrosamente
de alma y cuerpo a un leproso
El verdadero
discípulo de Cristo San Francisco, mientras vivió en esta vida
miserable, ponía todo su esfuerzo en seguir a Cristo, el perfecto
Maestro. Así sucedía muchas veces, por obra divina, que cuando
él curaba a alguien el cuerpo, Dios le sanaba al mismo tiempo el alma,
tal como se lee de Cristo (cf. Mt 9,1-8). Por ello, no sólo
servía él gustosamente a los leprosos, sino que había
ordenado a los hermanos de su Orden que, cuando iban por el mundo o se
detenían, sirvieran a los leprosos por amor de Cristo, que por nosotros
quiso ser tenido por un leproso (1).
Sucedió una vez, en un lugar no
lejos de aquel en que entonces se hallaba San Francisco, que los hermanos
servían a los leprosos y enfermos de un hospital; y había
allí un leproso tan impaciente, insoportable y altanero, que todos
estaban persuadidos, como era en verdad, que estaba poseído del demonio,
porque profería palabras groseras y maltrataba a quienes le
servían, y, lo que era peor, blasfemaba tan brutalmente de Cristo
bendito y de su madre santísima la Virgen María, que no se
hallaba ninguno que quisiera y pudiera servirle. Y por más que los
hermanos se esforzaban por sobrellevar con paciencia, por acrecentar el
mérito de esta virtud, sus villanías e insultos, optaron por
dejar abandonado al leproso, porque su conciencia no les permitía
soportar las injurias contra Cristo y su madre. Pero no quisieron hacerlo sin
haber informado antes a San Francisco, que se hallaba en un eremitorio
próximo.
Cuando se lo hicieron saber, fue San
Francisco a ver al leproso. Acercándose a él, le saludó
diciendo:
-- Dios te dé la paz, hermano
mío carísimo.
-- Y ¿qué paz puedo yo esperar
de Dios -respondió el leproso enfurecido-, si Él me ha quitado la
paz y todo bien y me ha vuelto podrido y hediondo?
-- Ten paciencia, hijo -le dijo San
Francisco-; las enfermedades del cuerpo nos las da Dios en este mundo para
salud del alma; son de gran mérito cuando se sobrellevan con
paciencia.
-- Y ¿cómo puedo yo llevar con
paciencia -respondió el leproso- este mal que me atormenta noche y
día sin parar? Y no es sólo mi enfermedad lo que me atormenta,
sino que todavía me hacen sufrir esos hermanos que tú me diste
para que me sirvieran, y que no lo hacen como deben.
Entonces, San Francisco, conociendo por luz
divina que el leproso estaba poseído del espíritu maligno, fue a
ponerse en oración y oró devotamente por él. Terminada la
oración, volvió y le dijo:
-- Hijo, te voy a servir yo personalmente,
ya que no estás contento de los otros.
-- Está bien -dijo el enfermo-; pero
¿qué me podrás hacer tú más que los
otros?
-- Haré todo lo que tú
quieras -respondió San Francisco.
-- Quiero -dijo el leproso- que me laves
todo de arriba abajo, porque despido tal hedor, que no puedo aguantarme yo
mismo.
San Francisco hizo en seguida calentar agua
con muchas hierbas olorosas; luego desnudó al leproso y comenzó a
lavarlo con sus propias manos, echándole agua un hermano. Y, por milagro
divino, donde San Francisco tocaba con sus santas manos desaparecía la
lepra y la carne quedaba perfectamente sana. Y según iba sanando el
cuerpo, iba también curándose el alma; por lo que el leproso, al
ver que empezaba a curarse, comenzó a sentir gran compunción de
sus pecados y a llorar amarguísimamente; y así, a medida que se
iba curando el cuerpo, limpiándose de la lepra por el lavado del agua,
por dentro quedaba el alma limpia del pecado por la contrición y las
lágrimas.
Cuando se vio completamente sano de cuerpo
y alma, manifestó humildemente su culpa y decía llorando en alta
voz:
-- ¡Ay de mí, que soy digno del
infierno por las villanías e injurias que yo he hecho a los hermanos y
por mis impaciencias y blasfemias contra Dios!
Estuvo así quince días,
llorando amargamente sus pecados y pidiendo misericordia a Dios, e hizo entera
confesión con el sacerdote. San Francisco, al ver el milagro tan
evidente que Dios había obrado por sus manos, dio gracias a Dios y se
fue de aquel eremitorio a tierras muy distantes; debido a su humildad, en
efecto, trataba de huir siempre de toda gloria mundana y en todas sus acciones
buscaba el honor y la gloria de Dios y no la propia.
Y quiso Dios que aquel leproso, curado en
el cuerpo y en el alma, enfermase de otra enfermedad quince días
después de su arrepentimiento, y, fortalecido con los sacramentos
eclesiásticos, murió santamente. Al ir al paraíso por los
aires su alma se apareció a San Francisco cuando éste se hallaba
orando en un bosque y le dijo:
-- ¿Me conoces?
-- ¿Quién eres? -dijo San
Francisco.
-- Soy el leproso que Cristo bendito
curó por tus méritos -dijo él-, y ahora voy a la vida
eterna; de lo cual doy gracias a Dios y a ti. Bendita sea tu alma y bendito tu
cuerpo, benditas sean tus palabras y tus acciones, porque por tu mano se
salvarán en el mundo muchas almas. Y sabe que en el mundo no hay un
sólo día en que los santos ángeles y otros santos no
estén dando gracias a Dios por los santos frutos que tú y tu
Orden realizáis en diversas partes del mundo. ¡Cobrad ánimo,
dad gracias a Dios y seguid así con su bendición!
Dichas estas palabras, se fue al cielo; y
San Francisco quedó muy consolado.
En alabanza de Cristo. Amén.
Cómo San Francisco convirtió a la fe al sultán de Babilonia.
Capítulo XXIV
Cómo San Francisco convirtió a la fe al sultán de Babilonia
Cómo San Francisco convirtió a la fe al sultán de Babilonia
San Francisco, impulsado por el celo de la
fe de Cristo y por el deseo del martirio, pasó una vez al otro lado del
mar con doce compañeros suyos muy santos con intención de ir
derechamente al sultán de Babilonia (7). Llegaron a un país de
sarracenos, donde los pasos fronterizos estaban guardados por hombres tan
crueles, que ningún cristiano que se aventurase a atravesarlos
podría salir con vida; pero plugo a Dios que no murieran, sino que
fueran presos, apaleados y atados, y luego conducidos a la presencia del
sultán. Delante de él, San Francisco, bajo la guía del
Espíritu Santo, predicó tan divinamente la fe de Jesucristo, que
para demostrarla se ofreció a entrar en el fuego.
El sultán le cobró gran
devoción debido a esa su constancia en la fe y al desprecio del mundo
que observaba en él, pues, siendo pobrísimo, no quería
aceptar regalo ninguno, como también por el anhelo del martirio que
mostraba. Desde entonces, el sultán le escuchaba con agrado, le
rogó que volviese a verle con frecuencia y le concedió a
él y a sus compañeros que pudiesen predicar libremente donde
quisieran. Y les dio una contraseña a fin de que no fuesen molestados de
nadie.
Obtenido este salvoconducto, envió
San Francisco de dos en dos a sus compañeros a diversas regiones de los
sarracenos a predicar la fe de Cristo; y él, con uno de ellos, se
encaminó al país que había elegido. Llegado allá,
entró en un albergue para reposar. Había allí una mujer
muy hermosa de cuerpo, pero sucia de alma, y esta mujer maldita provocó
a San Francisco al pecado.
-- Acepto -le dijo San Francisco-; vamos a
la cama.
Y ella lo condujo a su cuarto. Entonces le
dijo San Francisco:
-- Ven conmigo, que te quiero llevar a un
lecho mucho más bonito.
La llevó a una grande fogata que
tenían encendida en aquella casa, y con fervor de espíritu se
desnudó por completo, se echó junto al fuego sobre el suelo
ardiente y la invitó a ella a desnudarse y tenderse también en
una cama tan mullida y hermosa. Y estuvo así San Francisco por largo
espacio con el rostro alegre, sin quemarse ni tostarse lo más
mínimo. La mujer, espantada ante tal milagro y compungida en su
corazón, no sólo se arrepintió del pecado y de su mala
intención, sino que se convirtió totalmente a la fe de Cristo, y
alcanzó tan gran santidad, que se salvaron muchas almas por su medio en
aquel país (8).
Finalmente, viendo San Francisco que no era
posible lograr mayor fruto en aquellas tierras, determinó, por divina
inspiración, volver con todos sus compañeros a tierra de
cristianos; los reunió a todos y fue a despedirse del sultán.
Entonces le dijo el sultán:
-- Hermano Francisco, yo me
convertiría de buena gana a la fe de Cristo, pero temo hacerlo ahora,
porque, si éstos llegaran a saberlo, me matarían a mí y te
matarían a ti con todos tus compañeros. Tú puedes hacer
todavía mucho bien y yo tengo que resolver asuntos de gran importancia;
no quiero, pues, ser causa ni de tu muerte ni de la mía. Pero
enséñame cómo puedo salvarme; yo estoy dispuesto a hacer
lo que tú me digas.
Díjole entonces San
Francisco:
-- Señor, yo tengo que dejarte
ahora; pero, una vez que esté de vuelta en mi país y haya ido al
cielo, con el favor de Dios, después de mi muerte, si fuere voluntad de
Dios, te mandaré a dos de mis hermanos, de mano de los cuales tú
recibirás el bautismo de Cristo y te salvarás, como me lo ha
revelado mi Señor Jesucristo. Tú, entre tanto, vete
liberándote de todo impedimento, para que, cuando llegue a ti la gracia
de Dios, te encuentre dispuesto a la fe y a la devoción.
El sultán prometió hacerlo
así y lo cumplió.
Después de esto, emprendió el
viaje de vuelta con aquel venerable colegio de sus santos compañeros. A
los pocos años, San Francisco entregó su alma a Dios por muerte
corporal. El sultán, que había caído enfermo, esperaba el
cumplimiento de la promesa de San Francisco, e hizo colocar guardias en ciertos
puntos con el encargo de que, si aparecían dos hermanos con el
hábito de San Francisco, fuesen al punto conducidos a su presencia. Por
el mismo tiempo se apareció San Francisco a dos hermanos y les
ordenó que, sin perder tiempo, marchasen al sultán y procurasen
su salvación, como él se lo había prometido. Aquellos
hermanos pasaron en seguida el mar y fueron conducidos por los guardias a la
presencia del sultán. Al verlos éste, se llenó de
alegría y les dijo:
-- Ahora sé verdaderamente que Dios
me ha enviado a sus siervos para mi salvación, conforme a la promesa que
me hizo San Francisco por revelación divina.
Recibió, pues, de aquellos hermanos
la enseñanza de la fe de Cristo y el santo bautismo; y, regenerado
así en Cristo, murió de aquella enfermedad y su alma fue salva
por las oraciones y los méritos de San Francisco (9).
En alabanza de Cristo. Amen.
* * *
1) Este episodio, que la Leyenda de
Perusa sitúa «dos años antes de la muerte» del
Santo (LP 83; EP 100), tuvo lugar en el verano de 1225. Ya dijimos cómo
San Francisco había contraído la enfermedad de los ojos
-según parece, la conjuntivitis denominada tracoma- en su viaje a
Oriente (1219-20).
2) Las demás fuentes franciscanas
colocan aquí, como expresión del gozo desbordante del
espíritu purificado de Francisco, la composición del
Cántico de las criaturas o Cántico del hermano
sol (2 Cel 213; LP 83; EP 100).
3) El hecho, atestiguado por LP 67 y EP
104, sucedió en la iglesia de San Fabián, hoy eremitorio de Santa
María de la Foresta. Todavía existe el campo de la viña y
el lagar de piedra, propiedad del sacerdote que hospedó a San
Francisco.
4) El episodio es, por lo tanto, posterior
a la muerte y a la canonización de San Antonio de Padua (1231 y 1232).
Se trata de uno de los piadosos relatos que fueron apareciendo en época
tardía a favor de una pedagogía ascética de sabor
monástico.
5) Mucho se ha escrito sobre la
historicidad y el significado del relato del lobo de Gubbio. Puede
tratarse de una transposición poetizada de la liberación del
azote de los lobos que las fuentes biográficas colocan en la comarca de
Greccio; de hecho, el contenido del sermón de San Francisco es
idéntico al del que dirige a los habitantes de Gubbio (cf. LP 74; 2 Cel
35s. LM 8,11). O puede ser una ampliación dramatizada de otro hecho
conservado en la Legenda S. Verecundi: Francisco va con un
compañero, al atardecer, camino de Gubbio montado en un borriquillo.
Unos labriegos le advierten del peligro por los muchos lobos que merodean por
la zona. «Yo no he hecho ningún mal al hermano lobo para que tenga
la osadía de comerse a nuestro hermano borriquito. Adiós, pues,
hijos, y vivid en el temor de Dios». Y siguió el camino sin
tropiezo (cf. BAC p. 591).
Los fautores de la historicidad vieron
corroborada su tesis cuando hace algunos años fue hallado el
cráneo de un lobo en el lugar que la tradición señalaba
como la tumba de la famosa fiera.
Historia o leyenda, la florecilla del
hermano lobo quedará siempre como una creación genial,
símbolo de lo que fue y continúa siendo la figura cristiana del
Poverello.
6) «Llama hermanos a todos los
animales, si bien ama particularmente, entre todos, a los mansos» (2 Cel
165). El aspecto más llamativo, más original, con ser
eminentemente cristiano, de Francisco de Asís es su manera de situarse
ante la creación. Todos los seres, formando una familia gozosa bajo la
paternidad de Dios, son, para él, hermanos y hermanas.
Tiene el arte de sintonizar y de dialogar con cada cosa, con cada viviente,
como nunca hombre alguno lo ha hecho. Ciertamente, entra en gran parte su
enorme sensibilidad de poeta, pero entra en mayor grado la madurez de una fe
que se abre a las realidades con ingenuidad, sin manipularlas,
respetándolas, con la actitud del pobre de espíritu, que rehuye
apropiarse el bien que el Creador ha diseminado en cada creatura útil y
bella. «A todas las criaturas las llamaba hermanas, como que había
llegado a la gloriosa libertad de los hijos de Dios, y con la agudeza del
corazón penetraba, de modo eminente y desconocido a los demás,
los secretos de las criaturas» (1 Cel 81).
Babilonia era el nombre que se
daba en Europa por aquel tiempo a la capital de Egipto, El Cairo. El
sultán cuya conversión intentó San Francisco era
Melek-el-Kamel, empeñado a la sazón en hacer frente a la quinta
cruzada lanzada por los pueblos cristianos.
El viaje de San Francisco y su entrada
pacífica más allá de las filas mahometanas hasta lograr
ser recibido amistosamente por el sultán, está avalado por las
fuentes históricas y aun por un testigo presencial: el obispo de San
Juan de Acre, Jacobo de Vitry, en una carta escrita desde Damieta en marzo de
1220. Véase 1 Cel 57; 2 Cel 30; LM 9,8s; Jordán de Giano, o.c.,
10 p. 9. Como es natural, la fantasía fue rellenando la aventura con
episodios menos creíbles, como el de la prueba del fuego, referido por
San Buenaventura, y el de la tentación de la moza del partido en el
mesón.
San Francisco se embarcó en Ancona
el 24 de junio de 1219 con doce compañeros, que serían los
iniciadores de la misión franciscana en Oriente. Haciendo escala en
Chipre y en San Juan de Acre, llegó en agosto a Damieta, que desde
hacía un año estaba sitiada por el ejército cristiano.
Poco después debió de suceder la visita a Melek-el-Kamel.
Provisto de un salvoconducto del sultán, visitó los santos
lugares de Tierra Santa y regresó a Italia en el verano de 1220.
El valor verdadero de la entrada del
Poverello entre los sarracenos está en haber sido el primer intento de
cruzada de paz y de amistad en un momento de la historia en que se hallaban
encarnizadamente encontrados el mundo cristiano y el mundo islámico.
Hombre de Evangelio, quería demostrar que los recursos de la minoridad y
del amor, y no las armas, eran los que debían emplearse con los
infieles.
8) Relato a todas luces legendario, con una
fuerte impronta convencional de los ejemplos de los antiguos padres del yermo.
Lo recoge en el siglo XIV, junto con otros similares, Bartolomé de Pisa
en sus Conformidades. Véase AFH 12 (1919) p. 348s. 396s.
9) Melek-el-Kamel murió en 1238. Se
ignora el origen de la leyenda de su conversión.
Francisco regresó a Europa con el
sentimiento de no haber logrado el martirio por Jesucristo. Más
afortunados, los cinco componentes de la misión de Marruecos
habían logrado esa meta, ofrendando su vida el 16 de enero de 1220. La
vocación misionera de la Orden era un hecho; al completar la Regla con
miras a la aprobación pontificia, Francisco añadió un
importantísimo capítulo: Los que van entre sarracenos y otros
infieles.
Cómo San Francisco, estando en oración, vio al demonio entrar en un hermano.
Capítulo XXIII
Cómo San Francisco, estando en oración,
vio al demonio entrar en un hermano
Cómo San Francisco, estando en oración,
vio al demonio entrar en un hermano
Estaba una vez San Francisco en
oración en el convento de la Porciúncula, y vio, por divina
revelación, todo el convento rodeado y asediado por los demonios como
por un grande ejército; pero ninguno de ellos lograba entrar en el
convento, porque todos aquellos hermanos eran de tanta santidad, que los
demonios no hallaban por dónde penetrar. Pero ellos perseveraban en su
empeño; y he aquí que uno de los hermanos tuvo un enfado con
otro, y andaba maquinando cómo poder acusarlo y vengarse de él. Y
este mal pensamiento fue la brecha que vio abierta el demonio; así pudo
penetrar en el convento y fue a ponerse en el cuello de aquel hermano.
El pastor amante y solícito, que
velaba de continuo sobre su grey, viendo que el lobo había entrado para
devorar su ovejita, hizo llamar en seguida a aquel hermano y le ordenó
que descubriera allí mismo el veneno del odio que había concebido
contra el prójimo, y que le había hecho caer en las manos del
enemigo.
Quedó él espantado al verse
conocido por el Padre santo, declaró todo el veneno de su rencor,
reconoció su culpa y pidió humildemente penitencia y
misericordia. Hecho esto, una vez que él fue absuelto del pecado y
recibió la penitencia, inmediatamente huyó el demonio ante San
Francisco. El hermano, librado así de las manos de la bestia cruel por
la bondad del buen pastor, dio gracias a Dios y, volviendo corregido y
amaestrado a la grey del santo pastor, vivió en adelante en grande
santidad.
En alabanza de Cristo. Amén.
Cómo San Francisco domesticó unas tórtolas silvestres.
Capítulo XXII
Cómo San Francisco domesticó unas tórtolas silvestres
Cómo San Francisco domesticó unas tórtolas silvestres
Cierto muchacho había apresado un
día muchas tórtolas y las llevaba a vender. Encontróse con
él San Francisco, que sentía especial ternura por los animales
mansos (6), y, mirando las tórtolas con ojos compasivos, dijo al
muchacho:
-- ¡Oye, buen muchacho; dame, por
favor, esas aves tan inocentes, que en la Sagrada Escritura representan a las
almas castas, humildes y fieles, para que no vengan a parar en manos crueles
que les den muerte!
El muchacho, impulsado por Dios, le dio al
punto todas a San Francisco, y él las recibió en el seno y
comenzó a hablar con ellas dulcemente:
-- ¡Oh hermanas mías
tórtolas, sencillas, inocentes y castas! ¿Por qué os
habéis dejado coger? Yo quiero ahora libraros de la muerte, y os
haré nidos para que os multipliquéis y deis fruto, conforme al
mandato de vuestro Creador.
Y San Francisco les hizo nido a todas.
Ellas se domesticaron, y comenzaron a poner huevos y a empollar a la vista de
los hermanos. Y vivían y alternaban familiarmente con San Francisco y
los demás hermanos como si fueran gallinas alimentadas siempre por
ellos. Y no se marcharon hasta que San Francisco les dio licencia para irse con
su bendición.
Al muchacho que se las había dado
dijo San Francisco:
-- Hijo mío, tú
llegarás a ser hermano menor en esta Orden y servirás en gracia a
Jesucristo.
Y así sucedió: aquel joven se
hizo religioso y vivió en la Orden con grande santidad.
En alabanza de Cristo. Amén.
Cómo San Francisco amansó, por virtud divina, un lobo ferocísimo.
Capítulo XXI
Cómo San Francisco amansó, por virtud divina,
un lobo ferocísimo
Cómo San Francisco amansó, por virtud divina,
un lobo ferocísimo
En el tiempo en que San Francisco moraba en
la ciudad de Gubbio, apareció en la comarca un grandísimo lobo,
terrible y feroz, que no sólo devoraba los animales, sino también
a los hombres; hasta el punto de que tenía aterrorizados a todos los
habitantes, porque muchas veces se acercaba a la ciudad. Todos iban armados
cuando salían de la ciudad, como si fueran a la guerra; y aun
así, quien topaba con él estando solo no podía defenderse.
Era tal el terror, que nadie se aventuraba a salir de la ciudad.
San Francisco, movido a compasión de
la gente del pueblo, quiso salir a enfrentarse con el lobo, desatendiendo los
consejos de los habitantes, que querían a todo trance disuadirle. Y,
haciendo la señal de la cruz, salió fuera del pueblo con sus
compañeros, puesta en Dios toda su confianza. Como los compañeros
vacilaran en seguir adelante, San Francisco se encaminó resueltamente
hacia el lugar donde estaba el lobo. Cuando he aquí que, a la vista de
muchos de los habitantes, que habían seguido en gran número para
ver este milagro, el lobo avanzó al encuentro de San Francisco con la
boca abierta; acercándose a él, San Francisco le hizo la
señal de la cruz, lo llamó a sí y le dijo:
-- ¡Ven aquí, hermano lobo! Yo
te mando, de parte de Cristo, que no hagas daño ni a mí ni a
nadie.
¡Cosa admirable! Apenas trazó
la cruz San Francisco, el terrible lobo cerró la boca, dejó de
correr y, obedeciendo la orden, se acercó mansamente, como un cordero, y
se echó a los pies de San Francisco. Entonces, San Francisco le
habló en estos términos:
-- Hermano lobo, tú estás
haciendo daño en esta comarca, has causado grandísimos males,
maltratando y matando las criaturas de Dios sin su permiso; y no te has
contentado con matar y devorar las bestias, sino que has tenido el atrevimiento
de dar muerte y causar daño a los hombres, hechos a imagen de Dios. Por
todo ello has merecido la horca como ladrón y homicida malvado. Toda la
gente grita y murmura contra ti y toda la ciudad es enemiga tuya. Pero yo
quiero, hermano lobo, hacer las paces entre tú y ellos, de manera que
tú no les ofendas en adelante, y ellos te perdonen toda ofensa pasada, y
dejen de perseguirte hombres y perros.
Ante estas palabras, el lobo, con el
movimiento del cuerpo, de la cola y de las orejas y bajando la cabeza,
manifestaba aceptar y querer cumplir lo que decía San Francisco.
Díjole entonces San Francisco:
-- Hermano lobo, puesto que estás de
acuerdo en sellar y mantener esta paz, yo te prometo hacer que la gente de la
ciudad te proporcione continuamente lo que necesites mientras vivas, de modo
que no pases ya hambre; porque sé muy bien que por hambre has hecho el
mal que has hecho. Pero, una vez que yo te haya conseguido este favor, quiero,
hermano lobo, que tú me prometas que no harás daño ya a
ningún hombre del mundo y a ningún animal. ¿Me lo prometes?
El lobo, inclinando la cabeza, dio a
entender claramente que lo prometía. San Francisco le dijo:
-- Hermano lobo, quiero que me des fe de
esta promesa, para que yo pueda fiarme de ti plenamente.
Tendióle San Francisco la mano para
recibir la fe, y el lobo levantó la pata delantera y la puso mansamente
sobre la mano de San Francisco, dándole la señal de fe que le
pedía. Luego le dijo San Francisco:
-- Hermano lobo, te mando, en nombre de
Jesucristo, que vengas ahora conmigo sin temor alguno; vamos a concluir esta
paz en el nombre de Dios.
El lobo, obediente, marchó con
él como manso cordero, en medio del asombro de los habitantes.
Corrió rápidamente la noticia por toda la ciudad; y todos,
grandes y pequeños, hombres y mujeres, jóvenes y viejos, fueron
acudiendo a la plaza para ver el lobo con San Francisco. Cuando todo el pueblo
se hubo reunido, San Francisco se levantó y les predicó,
diciéndoles, entre otras cosas, cómo Dios permite tales
calamidades por causa de los pecados; y que es mucho más de temer el
fuego del infierno, que ha de durar eternamente para los condenados, que no la
ferocidad de un lobo, que sólo puede matar el cuerpo; y si la boca de un
pequeño animal infunde tanto miedo y terror a tanta gente, cuánto
más de temer no será la boca del infierno. «Volveos, pues, a
Dios, carísimos, y haced penitencia de vuestros pecados, y Dios os
librará del lobo al presente y del fuego infernal en el
futuro».
Terminado el sermón, dijo San
Francisco:
-- Escuchad, hermanos míos: el
hermano lobo, que está aquí ante vosotros, me ha prometido y dado
su fe de hacer paces con vosotros y de no dañaros en adelante en cosa
alguna si vosotros os comprometéis a darle cada día lo que
necesita. Yo salgo fiador por él de que cumplirá fielmente por su
parte el acuerdo de paz.
Entonces, todo el pueblo, a una voz,
prometió alimentarlo continuamente. Y San Francisco dijo al lobo delante
de todos:
-- Y tú, hermano lobo, ¿me
prometes cumplir para con ellos el acuerdo de paz, es decir, que no
harás daño ni a los hombres, ni a los animales, ni a criatura
alguna?
El lobo se arrodilló y bajó
la cabeza, manifestando con gestos mansos del cuerpo, de la cola y de las
orejas, en la forma que podía, su voluntad de cumplir todas las
condiciones del acuerdo. Añadió San Francisco:
-- Hermano lobo, quiero que así como
me has dado fe de esta promesa fuera de las puertas de la ciudad, vuelvas ahora
a darme fe delante de todo el pueblo de que yo no quedaré
engañado en la palabra que he dado en nombre tuyo.
Entonces, el lobo, alzando la pata derecha,
la puso en la mano de San Francisco. Este acto y los otros que se han referido
produjeron tanta admiración y alegría en todo el pueblo,
así por a devoción del Santo como por la novedad del milagro y
por la paz con el lobo, que todos comenzaron a clamar al cielo, alabando y
bendiciendo a Dios por haberles enviado a San Francisco, el cual, por sus
méritos, los había librado de la boca de la bestia feroz.
El lobo siguió viviendo dos
años en Gubbio; entraba mansamente en las casas de puerta en puerta, sin
causar mal a nadie y sin recibirlo de ninguno. La gente lo alimentaba
cortésmente, y, aunque iba así por la ciudad y por las casas,
nunca le ladraban los perros. Por fin, al cabo de dos años, el hermano
lobo murió de viejo; los habitantes lo sintieron mucho, ya que, al verlo
andar tan manso por la ciudad, les traía a la memoria la virtud y la
santidad de San Francisco (5).
En alabanza de Cristo. Amén.
Visión admirable de un joven novicio que estaba en trance de salir de la Orden.
Capítulo XX
Visión admirable de un joven novicio
que estaba en trance de salir de la Orden
Visión admirable de un joven novicio
que estaba en trance de salir de la Orden
Un joven muy noble y delicado entró
en la Orden de San Francisco; y al cabo de unos días, por
instigación del demonio, comenzó a sentir tal repugnancia al
hábito que vestía, que le parecía llevar un saco
vilísimo; las mangas, la capucha, la largura, la aspereza del mismo,
todo se le hacía una carga insoportable. A esto se añadía
el disgusto por la vida religiosa. Tomó, pues, la decisión de
dejar el hábito y volver al mundo.
Había tomado la costumbre, como le
había enseñado su maestro, cada vez que pasaba delante del altar
del convento en que se conservaba el cuerpo de Cristo, de arrodillarse con gran
reverencia, quitarse la capucha e inclinarse con los brazos cruzados ante el
pecho. Y sucedió que la misma noche en que iba a marcharse y salir de la
Orden, tuvo que pasar por delante del altar del convento; conforme a la
costumbre, al pasar se arrodilló e hizo la reverencia.
En aquel momento fue arrebatado en
espíritu, y Dios le mostró una visión maravillosa: vio
delante de sí una muchedumbre casi infinita de santos que desfilaban en
forma de procesión, de dos en dos, todos vestidos de brocados
bellísimos y preciosos; sus rostros y sus manos resplandecían
como el sol y se movían al compás de cantos y música de
ángeles. Entre aquellos santos había dos, vestidos con mayor
elegancia y más adornados que todos los otros, envueltos en tanta
claridad, que llenaban de estupor a quien los contemplaba; y hacia el fin de la
procesión vio uno adornado de tanta gloria, que semejaba un novel
caballero con sus galas.
El joven no cabía de
admiración ante tal visión, sin entender qué podía
significar aquella procesión; y no osaba preguntar, estupefacto como se
hallaba por la dulcedumbre. Cuando ya había pasado toda la
procesión, cobró ánimo, corrió detrás de los
últimos y les preguntó lleno de temor:
-- ¡Oh carísimos!, os ruego
tengáis a bien decirme quiénes son los maravillosos personajes
que forman esta procesión venerable.
-- Has de saber, hijo -le respondieron-,
que todos nosotros somos hermanos menores, que en este momento venimos de la
gloria del paraíso.
-- Y ¿quiénes son
-preguntó- aquellos dos que resplandecen más que los
otros?
-- Aquellos dos -le respondieron- son San
Francisco y San Antonio (4); y ese último que has visto tan honrado es
un santo hermano que ha muerto hace poco tiempo; a ése, por haber
combatido valerosamente contra las tentaciones y haber perseverado hasta el
fin, nosotros lo conducimos en triunfo a la gloria del paraíso. Estos
vestidos de brocado, tan hermosos, que llevamos, nos han sido dados a cambio de
la aspereza de las túnicas que llevábamos pacientemente en la
vida religiosa; y la gloriosa claridad en que nos ves envueltos nos ha sido
dada por Dios como premio a la penitencia humilde y a la santa pobreza,
obediencia y castidad que hemos guardado hasta el fin. Por tanto, hijo, no te
debe resultar penoso llevar el saco de la Orden, tan provechoso, ya que si, por
amor de Cristo, desprecias el mundo, y mortificas la carne, y luchas
valerosamente contra el demonio, tú también tendrás un
día un vestido igual e igual claridad de gloria.
Dichas estas palabras, el joven
volvió en sí mismo, y, animado con esta visión,
echó de sí toda tentación, reconoció su culpa ante
el guardián y los hermanos, y de allí en adelante deseó la
aspereza de la penitencia y de los vestidos; y terminó su vida en la
Orden en grandísima santidad.
En alabanza de Cristo. Amén.
Cómo fue revelado a San Francisco que su enfermedad era un don de Dios para merecer el gran tesoro.
Capítulo XIX
Cómo fue revelado a San Francisco que su enfermedad
era un don de Dios para merecer el gran tesoro
Cómo fue revelado a San Francisco que su enfermedad
era un don de Dios para merecer el gran tesoro
Se hallaba San Francisco
gravemente enfermo de los ojos, y messer Hugolino, cardenal protector de la
Orden, por el tierno amor que le profesaba, le escribió que fuera a
encontrarse con él en Rieti, donde había muy buenos
médicos de los ojos (1). San Francisco, recibida la carta del cardenal,
fue primero a San Damián, donde estaba Santa Clara, esposa
devotísima de Cristo, con el fin de darle alguna consolación y
luego proseguir a donde el cardenal lo llamaba. Pero, estando aquí, a la
noche siguiente empeoró de tal manera su mal de ojos, que no soportaba
la luz. Como por esta razón no podía partir, le hizo Santa Clara
una celdita de cañizos para que pudiera reposar. Pero San Francisco,
entre el dolor de la enfermedad y por la multitud de ratones, que le daban
grandísima molestia, no hallaba modo de reposar ni de día ni de
noche.
Y como se prolongase por muchos días
aquel dolor y aquella tribulación, comenzó a pensar y a reconocer
que todo era castigo de Dios por sus pecados; se puso a dar gracias a Dios con
todo el corazón y con la boca, y gritaba en alta voz:
-- Señor mío, yo me merezco
todo esto y mucho más. Señor mío Jesucristo, pastor bueno,
que te sirves de las penas y aflicciones corporales para comunicar tu
misericordia a nosotros pecadores, concédeme a mí, tu ovejita,
gracia y fortaleza para que ninguna enfermedad, ni aflicción, ni dolor
me aparte de ti.
Hecha esta oración, oyó una
voz del cielo que le decía:
-- Francisco, respóndeme: si toda la
tierra fuese oro, y todos los mares, ríos y fuentes fuesen
bálsamo, y todos los montes, colinas y rocas fuesen piedras preciosas, y
tú hallases otro tesoro más noble aún que estas cosas,
cuanto aventaja el oro a la tierra, el bálsamo al agua, las piedras
preciosas a los montes y las rocas, y te fuese dado, por esta enfermedad, ese
tesoro más noble, ¿no deberías mostrarte bien contento y
alegre?
Respondió San Francisco:
-- ¡Señor, yo no merezco un
tesoro tan precioso!
Y la voz de Dios prosiguió:
-- ¡Regocíjate, Francisco,
porque ése es el tesoro de la vida eterna que yo te tengo preparado, y
cuya posesión te entrego ya desde ahora; y esta enfermedad y
aflicción es prenda de ese tesoro bienaventurado! (2).
Entonces, San Francisco llamó al
compañero, con grandísima alegría por una promesa tan
gloriosa, y le dijo:
-- ¡Vamos donde el cardenal!
Y, consolando antes a Santa Clara con
santas palabras y despidiéndose de ella, tomó el camino de Rieti.
Le salió al encuentro tal muchedumbre de gente cuando se acercaba, que
no quiso entrar en la ciudad, sino que se dirigió a una iglesia distante
de ella unas dos millas.
Al enterarse los habitantes de que se
hallaba en aquella iglesia, acudieron en tropel a verlo, de forma que la
viña de la iglesia quedó totalmente talada y la uva
desapareció. El capellán tuvo con ello un gran disgusto y estaba
pesaroso de haber dado hospedaje a San Francisco. Supo San Francisco, por
revelación divina, el pensamiento del sacerdote; lo hizo llamar y le
dijo:
-- Padre amadísimo,
¿cuántas cargas de vino te suele dar esta viña en los
años mejores?
-- Doce cargas -respondió
él.
-- Te ruego, padre -le dijo San Francisco-,
que lleves con paciencia mi permanencia aquí por algunos días, ya
que me siento muy aliviado, y deja, por amor de Dios y de este pobrecillo, que
cada uno tome uvas de esta tu viña; que yo te prometo, de parte de
nuestro Señor Jesucristo, que te ha de dar este año veinte
cargas.
Esto lo hacía San Francisco para
seguir allí, por el gran fruto espiritual que se producía
palpablemente en la gente que acudía; muchos se iban embriagados del
amor divino y decididos a abandonar el mundo.
El sacerdote se fió de la promesa de
San Francisco, y dejó libremente la viña a merced de cuantos iban
a verlo. ¡Cosa admirable! La viña quedó arrasada del todo y
despojada, sin que quedara más que algún que otro racimo.
Llegó el tiempo de la vendimia; el sacerdote recogió aquellos
racimos, los echó en el lagar y los pisó, obtuvo veinte cargas de
excelente vino, como se lo había profetizado San Francisco (3).
Este milagro dio claramente a entender que
así como, por los méritos de San Francisco, produjo tal
abundancia de vino aquella viña despojada de uva, así el pueblo
cristiano, estéril de virtudes por el pecado, produciría muchas
veces abundantes frutos de penitencia por los méritos, la virtud y la
doctrina de San Francisco.
En alabanza de Cristo. Amén.
Cómo San Francisco reunió un capítulo de cinco mil hermanos en Santa María de los Ángeles.
Capítulo XVIII
Cómo San Francisco reunió un capítulo de cinco mil hermanos
en Santa María de los Angeles
Cómo San Francisco reunió un capítulo de cinco mil hermanos
en Santa María de los Angeles
El fiel siervo de Cristo Francisco
reunió una vez un capítulo general en Santa María de los
Angeles, al que asistieron cinco mil hermanos (11). En él estuvo
presente Santo Domingo, cabeza y fundador de la Orden de los Hermanos
Predicadores; se dirigía de Borgoña a Roma, y, habiendo sabido de
aquella asamblea capitular reunida por San Francisco en la llanura de Santa
María de los Angeles, fue a verla con siete hermanos de su Orden
(12).
Se halló también presente a
este capítulo un cardenal devotísimo de San Francisco, al cual
él le había profetizado que sería papa, y así fue
(13). Este cardenal había llegado expresamente de Perusa, donde se
hallaba la corte pontificio, a Asís; y todos los días iba a ver a
San Francisco y a sus hermanos; a veces cantaba la misa, otras veces predicaba
a los hermanos en el capítulo. Experimentaba grande gozo y
devoción este cardenal, cuando iba a visitar aquella santa asamblea,
viendo en la explanada, en torno a Santa María de los Angeles, sentados
a los hermanos por grupos; sesenta aquí, cien allá, doscientos o
trescientos más allá, todos a una ocupados en razonar de Dios;
unos llorando de consuelo, otros en oración, otros en ejercicios de
caridad; y en un ambiente tal de silencio y de modestia, que no se oía
el menor ruido. Lleno de admiración al ver una multitud tan bien
ordenada, decía entre lágrimas de gran devoción:
-- ¡Verdaderamente éste es el
campamento y el ejército de los caballeros de Dios!
En toda aquella muchedumbre, a ninguno se
le oía hablar de cosas vanas o frívolas, sino que, dondequiera se
hallaba reunido un grupo de hermanos, se les veía o bien orando, o bien
recitando el oficio, o llorando los propios pecados y los de los bienhechores,
o platicando sobre la salud del alma. Había por toda la explanada
cobertizos hechos con cañizos y esteras, agrupados según las
provincias a que pertenecían los hermanos; por eso este capítulo
fue llamado el capítulo de los cañizos o de las esteras. De cama
les servía la desnuda tierra; algunos se acostaban sobre paja; por
almohada tenían una piedra o un madero.
Todo esto hacía que todos los que
los veían o escuchaban les mostraran gran devoción; y era tanta
la fama de su santidad, que de la corte del papa, que estaba a la sazón
en Perusa, y de otros lugares del valle de Espoleto iban a verlos muchos
condes, barones y caballeros, y otros gentileshombres, y mucha gente del
pueblo, así como también cardenales, obispos y abades,
además de otros clérigos, ganosos de ver una asamblea tan santa,
tan grande, tan humilde, como nunca la había conocido el mundo con
tantos hombres santos juntos. Pero, sobre todo, iban para ver al que era cabeza
y padre santísimo de toda aquella santa gente, aquel que había
arrebatado al mundo semejante presa y había reunido una grey tan bella y
devota tras las huellas del verdadero pastor Jesucristo.
Estando, pues, reunido todo el
capítulo general, el santo padre de todos y ministro general, San
Francisco, a impulsos del ardor del espíritu, expuso la palabra de Dios
y les predicó en alta voz lo que el Espíritu Santo le
hacía decir. Escogió por tema de la plática estas
palabras:
-- Hijos míos, grandes cosas hemos
prometido, pero mucho mayores son las que Dios nos ha prometido a nosotros;
mantengamos lo que nosotros hemos prometido y esperemos con certeza lo que nos
ha sido prometido. Breve es el deleite del mundo, pero la pena que le sigue
después es perpetua. Pequeño es el padecer de esta vida, pero la
gloria de la otra vida es infinita (14).
Y, glosando devotísimamente estas
palabras, alentaba y animaba a los hermanos a la obediencia y reverencia de la
santa madre Iglesia, a la caridad fraterna, a orar por todo el pueblo de Dios,
a tener paciencia en las contrariedades y templanza en la prosperidad, a
mantener pureza y castidad angélicas, a permanecer en paz y concordia
con Dios, y con los hombres, y con la propia conciencia; a amar y a observar la
santísima pobreza. Y al llegar aquí dijo:
-- Os mando, por el mérito de la
santa obediencia, a todos vosotros aquí reunidos, que ninguno de
vosotros se preocupe ni ande afanoso sobre lo que ha de comer o beber, ni de
cosa alguna necesaria al cuerpo, sino atended solamente a orar y alabar a Dios;
y dejadle a Él el cuidado de vuestro cuerpo, ya que Él cuida de
vosotros de manera especial.
Todos ellos recibieron este mandato con
alegría de corazón y rostro feliz. Y, cuando San Francisco
terminó su plática, todos se pusieron en oración.
Estaba presente a todo esto Santo Domingo,
y halló muy extraño semejante mandato de San Francisco,
juzgándolo indiscreto; no le cabía que tal muchedumbre pudiese ir
adelante sin tener cuidado alguno de las cosas corporales. Pero el Pastor
supremo, Cristo bendito, para demostrar que él tiene cuidado de sus
ovejas y rodea de amor singular a sus pobres, movió al punto a los
habitantes de Perusa, de Espoleto, de Foligno, de Spello, de Asís y de
toda la comarca a llevar de beber y de comer a aquella santa asamblea. Y se vio
de pronto venir de aquellas poblaciones gente con jumentos, caballos y carros
cargados de pan y de vino, de habas y de otros alimentos, a la medida de la
necesidad de los pobres de Cristo. Además de esto, traían
servilletas, jarras, vasos y demás utensilios necesarios para tal
muchedumbre. Y se consideraba feliz el que podía llevar más cosas
o servirles con mayor diligencia, hasta el punto que aun los caballeros,
barones y otros gentileshombres, que habían venido por curiosidad, se
ponían a servirles con grande humildad y devoción.
Al ver todo esto Santo Domingo y al
comprobar en qué manera era verdad que la Providencia divina se ocupaba
de ellos, confesó con humildad haber censurado falsamente de indiscreto
el mandato de San Francisco, se arrodilló ante él diciendo
humildemente su culpa y añadió:
-- No hay duda de que Dios tiene cuidado
especial de estos santos pobrecillos, y yo no lo sabía. De ahora en
adelante, prometo observar la santa pobreza evangélica y maldigo, de
parte de Dios, a todos aquellos hermanos de mi Orden que tengan en esta Orden
la presunción de tener nada en propiedad (15).
Quedó muy edificado Santo Domingo de
la fe del santísimo Francisco, no menos que de la obediencia, de la
pobreza y del buen orden que reinaba en una concentración tan grande,
así como de la Providencia divina y de la copiosa abundancia de todo
bien.
En aquel mismo capítulo tuvo
conocimiento San Francisco de que muchos hermanos llevaban cilicios y argollas
de hierro a raíz de la carne, lo cual era causa de que muchos
enfermaran, llegando algunos a morir, y de que otros se hallaran impedidos para
la oración. Llevado, por lo tanto, de su gran discreción
paternal, ordenó, por santa obediencia, que todos aquellos que tuviesen
cilicios o argollas de hierro se los quitasen y los trajeran delante de
él. Así lo hicieron. Y se contaron hasta quinientos cilicios de
hierro, y mayor número de anillas, que llevaban en los brazos, en la
cintura, en las piernas; en tal cantidad, que se formó un gran
montón; y todo lo hizo dejar allí San Francisco (16).
Terminado el capítulo, San Francisco
animó a todos a seguir en el bien y les instruyó sobre el modo de
vivir sin pecado en este mundo malvado, y los mandó, llenos de
consoladora alegría espiritual, a sus provincias con la bendición
de Dios y la suya propia.
En alabanza de Cristo. Amén.
Cómo un niño quiso saber lo que hacía San Francisco de noche.
Capítulo XVII
Cómo un niño quiso saber lo que hacía San Francisco de noche
Cómo un niño quiso saber lo que hacía San Francisco de noche
Un niño muy puro e inocente fue
admitido en la Orden cuando aún vivía San Francisco (10); y
estaba en un eremitorio pequeño, en el cual los hermanos, por necesidad,
dormían en el suelo. Fue una vez San Francisco a ese eremitorio; y a la
tarde, después de rezar completas, se acostó a fin de poder
levantarse a hacer oración por la noche mientras dormían los
demás, según tenía de costumbre.
Este niño se propuso espiar con
atención lo que hacía San Francisco, para conocer su santidad, y
de modo especial le intrigaba lo que hacía cuando se levantaba por la
noche. Y para que el sueño no se lo impidiese, se echó a dormir
al lado de San Francisco y ató su cordón al de San Francisco, a
fin de poder sentir cuando se levantaba; San Francisco no se dio cuenta de
nada. De noche, durante el primer sueño, cuando todos los hermanos
dormían, San Francisco se levantó, y, al notar que el
cordón estaba atado, lo soltó tan suavemente, que el niño
no se dio cuenta; fue al bosque, que estaba próximo al eremitorio;
entró en una celdita que había allí y se puso en
oración.
Al poco rato despertó el
niño, y, al ver el cordón desatado y que San Francisco se
había marchado, se levantó también él y fue en su
busca; hallando abierta la puerta que daba al bosque, pensó que San
Francisco habría ido allá, y se adentró en el bosque. Al
llegar cerca del sitio donde estaba orando San Francisco, comenzó a
oír una animada conversación; se aproximó más para
entender lo que oía, y vio una luz admirable que envolvía a San
Francisco; dentro de esa luz vio a Jesús, a la Virgen María, a
San Juan el Bautista y al Evangelista, y una gran multitud de ángeles,
que estaban hablando con San Francisco. Al ver y oír esto, el
niño cayó en tierra desvanecido.
Cuando terminó el misterio de
aquella santa aparición, volviendo al eremitorio, San Francisco
tropezó con los pies en el niño, que yacía en el camino
como muerto, y, lleno de compasión, lo tomó en brazos y lo
llevó a la cama, como hace el buen pastor con su ovejita.
Pero, al saber después, de su boca,
que había visto aquella visión, le mandó no decirla
jamás mientras él estuviera en vida. Este niño fue
creciendo grandemente en la gracia de Dios y devoción de San Francisco y
llegó a ser un religioso eminente en la Orden; sólo
después de la muerte de San Francisco descubrió aquella
visión a los hermanos.
En alabanza de Cristo. Amén.
Cómo quiso San Francisco conocer la voluntad de Dios, por medio de la oración de Santa Clara y del hermano Silvestre, sobre si debía andar predicando o dedicarse a la contemplación.
Capítulo XVI
Cómo quiso San Francisco conocer la voluntad de Dios,
por medio de la oración de Santa Clara y del hermano Silvestre,
sobre si debía andar predicando o dedicarse a la contemplación (3)
Cómo quiso San Francisco conocer la voluntad de Dios,
por medio de la oración de Santa Clara y del hermano Silvestre,
sobre si debía andar predicando o dedicarse a la contemplación (3)
El humilde siervo de Dios San Francisco,
poco después de su conversión, cuando ya había reunido y
recibido en la Orden a muchos compañeros, tuvo grande perplejidad sobre
lo que debía hacer: o vivir entregado solamente a la oración, o
darse alguna vez a la predicación; y deseaba vivamente conocer
cuál era la voluntad de Dios. Y como la santa humildad, que
poseía en alto grado, no le permitía presumir de sí ni de
sus oraciones, prefirió averiguar la voluntad divina recurriendo a las
oraciones de otros. Llamó, pues, al hermano Maseo y le habló
así:
-- Vete a encontrar a la hermana Clara y
dile de mi parte que, junto con algunas de sus compañeras más
espirituales, ore devotamente a Dios pidiéndole se digne manifestarme lo
que será mejor: dedicarme a predicar o darme solamente a la
oración. Vete después a encontrar al hermano Silvestre y le
dirás lo mismo.
Era éste aquel messer Silvestre que,
siendo aún seglar, había visto salir de la boca de San Francisco
una cruz de oro que se elevaba hasta el cielo y se extendía hasta los
confines del mundo. Era el hermano Silvestre de tal devoción y santidad,
que todo lo que pedía a Dios lo obtenía y muchas veces conversaba
con Dios; por esto, San Francisco le profesaba gran devoción.
Marchó el hermano Maseo, y, conforme
al mandato de San Francisco, llevó la embajada primero a Santa Clara y
después al hermano Silvestre. Éste, no bien la recibió, se
puso al punto en oración; mientras oraba tuvo la respuesta divina, y
volvió donde el hermano Maseo y le habló así:
-- Esto es lo que has de decir al hermano
Francisco de parte de Dios: que Dios no lo ha llamado a ese estado solamente
para él, sino para que coseche fruto de almas y se salven muchos por
él.
Recibida esta respuesta, el hermano Maseo
volvió donde Santa Clara para saber qué es lo que Dios le
había hecho conocer. Y Clara respondió que ella y sus
compañeras habían tenido de Dios aquella misma respuesta recibida
por el hermano Silvestre.
Con esto volvió el hermano Maseo
donde San Francisco, y San Francisco lo recibió con gran caridad, le
lavó los pies y le sirvió de comer (4). Cuando hubo comido el
hermano Maseo, San Francisco lo llevó consigo al bosque, se
arrodilló ante él, se quitó la capucha y, cruzando los
brazos, le preguntó:
-- ¿Qué es lo que quiere de
mí mi Señor Jesucristo?
El hermano Maseo respondió:
-- Tanto al hermano Silvestre como a sor
Clara y sus hermanas ha respondido y revelado Cristo que su voluntad es que
vayas por el mundo predicando, ya que no te ha elegido para ti solo, sino
también para la salvación de los demás.
Oída esta respuesta, que le
manifestaba la voluntad de Cristo, se levantó al punto lleno de fervor y
dijo:
-- ¡Vamos en el nombre de Dios!
Tomó como compañeros a los
hermanos Maseo y Ángel (5), dos hombres santos, y se lanzó con
ellos a campo traviesa, a impulsos del espíritu. Llegaron a una aldea
llamada Cannara (6); San Francisco se puso a predicar, mandando antes a las
golondrinas que, cesando en sus chirridos, guardasen silencio hasta que
él hubiera terminado de hablar. Las golondrinas obedecieron (7). Y
predicó con tanto fervor, que todos los del pueblo, hombres y mujeres,
querían irse tras él movidos de devoción, abandonando el
pueblo. Pero San Francisco no se lo consintió, sino que les dijo:
-- No tengáis prisa, no os
vayáis de aquí; ya os indicaré lo que debéis hacer
para la salvación de vuestras almas.
Entonces le vino la idea de fundar la Orden
Tercera para la salvación universal de todos (8). Y, dejándolos
así muy consolados y bien dispuestos para la vida de penitencia,
marchó de allí y prosiguió entre Cannara y Bevagna.
Iba caminando con el mismo fervor, cuando,
levantando la vista, vio junto al camino algunos árboles, y, en ellos,
una muchedumbre casi infinita de pájaros (9). San Francisco quedó
maravillado y dijo a sus compañeros:
-- Esperadme aquí en el camino, que
yo voy a predicar a mis hermanitos los pájaros.
Se internó en el campo y
comenzó a predicar a los pájaros que estaban por el suelo. Al
punto, todos los que había en los árboles acudieron junto a
él; y todos juntos se estuvieron quietos hasta que San Francisco
terminó de predicar; y ni siquiera entonces se marcharon hasta que
él les dio la bendición. Y, según refirió
más tarde el hermano Maseo al hermano Santiago de Massa, aunque San
Francisco andaba entre ellos y los tocaba con el hábito, ninguno se
movía.
El tenor de la plática de San
Francisco fue de esta forma:
-- Hermanas mías avecillas, os
debéis sentir muy deudoras a Dios, vuestro creador, y debéis
alabarlo siempre y en todas partes, porque os ha dado la libertad para volar
donde queréis; os ha dado, además, vestido doble y aun triple; y
conservó vuestra raza en el arca de Noé, para que vuestra especie
no desapareciese en el mundo. Le estáis también obligadas por el
elemento del aire, pues lo ha destinado a vosotras. Aparte de esto, vosotras no
sembráis ni segáis, y Dios os alimenta y os regala los
ríos y las fuentes, para beber; los montes y los valles, para
guarecemos, y los árboles altos, para hacer en ellos vuestros nidos. Y
como no sabéis hilar ni coser, Dios os viste a vosotras y a vuestros
hijos. Ya veis cómo os ama el Creador, que os hace objeto de tantos
beneficios. Por lo tanto, hermanas mías, guardaos del pecado de la
ingratitud, cuidando siempre de alabar a Dios.
Mientras San Francisco les iba hablando
así, todos aquellos pájaros comenzaron a abrir sus picos, a
estirar sus cuellos y a extender sus alas, inclinando respetuosamente sus
cabezas hasta el suelo, y a manifestar con sus actitudes y con sus cantos el
grandísimo contento que les proporcionaban las palabras del Padre santo.
San Francisco se regocijaba y recreaba juntamente con ellos, sin dejar de
maravillarse de ver semejante muchedumbre de pájaros, en tan hermosa
variedad, y la atención y familiaridad que mostraban. Por ello alababa
en ellos devotamente al Creador.
Finalmente, terminada la plática,
San Francisco trazó sobre ellos la señal de la cruz y les dio
licencia para irse. Entonces, todos los pájaros se elevaron en banda en
el aire entre cantos armoniosos; luego se dividieron en cuatro grupos,
siguiendo la cruz que San Francisco había trazado: un grupo voló
hacia el oriente; otro, hacia el occidente; el tercero, hacia el
mediodía; el cuarto, hacia el septentrión, y cada banda se
alejaba cantando maravillosamente. En lo cual se significaba que así
como San Francisco, abanderado de la cruz de Cristo, les había predicado
y había hecho sobre ellos la señal de la cruz, siguiendo la cual
ellos se separaron, cantando, en dirección de las cuatro partes del
mundo, de la misma manera él y sus hermanos habían de llevar a
todo el mundo la predicación de la cruz de Cristo, esa misma cruz
renovada por San Francisco. Los hermanos menores, como las avecillas, no han de
poseer nada propio en este mundo, dejando totalmente el cuidado de su vida a la
providencia de Dios.
En alabanza de Cristo. Amén.
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