Capítulo XXV
Cómo San Francisco curó milagrosamente
de alma y cuerpo a un leproso
Cómo San Francisco curó milagrosamente
de alma y cuerpo a un leproso

Sucedió una vez, en un lugar no
lejos de aquel en que entonces se hallaba San Francisco, que los hermanos
servían a los leprosos y enfermos de un hospital; y había
allí un leproso tan impaciente, insoportable y altanero, que todos
estaban persuadidos, como era en verdad, que estaba poseído del demonio,
porque profería palabras groseras y maltrataba a quienes le
servían, y, lo que era peor, blasfemaba tan brutalmente de Cristo
bendito y de su madre santísima la Virgen María, que no se
hallaba ninguno que quisiera y pudiera servirle. Y por más que los
hermanos se esforzaban por sobrellevar con paciencia, por acrecentar el
mérito de esta virtud, sus villanías e insultos, optaron por
dejar abandonado al leproso, porque su conciencia no les permitía
soportar las injurias contra Cristo y su madre. Pero no quisieron hacerlo sin
haber informado antes a San Francisco, que se hallaba en un eremitorio
próximo.
Cuando se lo hicieron saber, fue San
Francisco a ver al leproso. Acercándose a él, le saludó
diciendo:
-- Dios te dé la paz, hermano
mío carísimo.
-- Y ¿qué paz puedo yo esperar
de Dios -respondió el leproso enfurecido-, si Él me ha quitado la
paz y todo bien y me ha vuelto podrido y hediondo?
-- Ten paciencia, hijo -le dijo San
Francisco-; las enfermedades del cuerpo nos las da Dios en este mundo para
salud del alma; son de gran mérito cuando se sobrellevan con
paciencia.
-- Y ¿cómo puedo yo llevar con
paciencia -respondió el leproso- este mal que me atormenta noche y
día sin parar? Y no es sólo mi enfermedad lo que me atormenta,
sino que todavía me hacen sufrir esos hermanos que tú me diste
para que me sirvieran, y que no lo hacen como deben.
Entonces, San Francisco, conociendo por luz
divina que el leproso estaba poseído del espíritu maligno, fue a
ponerse en oración y oró devotamente por él. Terminada la
oración, volvió y le dijo:
-- Hijo, te voy a servir yo personalmente,
ya que no estás contento de los otros.
-- Está bien -dijo el enfermo-; pero
¿qué me podrás hacer tú más que los
otros?
-- Haré todo lo que tú
quieras -respondió San Francisco.
-- Quiero -dijo el leproso- que me laves
todo de arriba abajo, porque despido tal hedor, que no puedo aguantarme yo
mismo.
San Francisco hizo en seguida calentar agua
con muchas hierbas olorosas; luego desnudó al leproso y comenzó a
lavarlo con sus propias manos, echándole agua un hermano. Y, por milagro
divino, donde San Francisco tocaba con sus santas manos desaparecía la
lepra y la carne quedaba perfectamente sana. Y según iba sanando el
cuerpo, iba también curándose el alma; por lo que el leproso, al
ver que empezaba a curarse, comenzó a sentir gran compunción de
sus pecados y a llorar amarguísimamente; y así, a medida que se
iba curando el cuerpo, limpiándose de la lepra por el lavado del agua,
por dentro quedaba el alma limpia del pecado por la contrición y las
lágrimas.
Cuando se vio completamente sano de cuerpo
y alma, manifestó humildemente su culpa y decía llorando en alta
voz:
-- ¡Ay de mí, que soy digno del
infierno por las villanías e injurias que yo he hecho a los hermanos y
por mis impaciencias y blasfemias contra Dios!
Estuvo así quince días,
llorando amargamente sus pecados y pidiendo misericordia a Dios, e hizo entera
confesión con el sacerdote. San Francisco, al ver el milagro tan
evidente que Dios había obrado por sus manos, dio gracias a Dios y se
fue de aquel eremitorio a tierras muy distantes; debido a su humildad, en
efecto, trataba de huir siempre de toda gloria mundana y en todas sus acciones
buscaba el honor y la gloria de Dios y no la propia.
Y quiso Dios que aquel leproso, curado en
el cuerpo y en el alma, enfermase de otra enfermedad quince días
después de su arrepentimiento, y, fortalecido con los sacramentos
eclesiásticos, murió santamente. Al ir al paraíso por los
aires su alma se apareció a San Francisco cuando éste se hallaba
orando en un bosque y le dijo:
-- ¿Me conoces?
-- ¿Quién eres? -dijo San
Francisco.
-- Soy el leproso que Cristo bendito
curó por tus méritos -dijo él-, y ahora voy a la vida
eterna; de lo cual doy gracias a Dios y a ti. Bendita sea tu alma y bendito tu
cuerpo, benditas sean tus palabras y tus acciones, porque por tu mano se
salvarán en el mundo muchas almas. Y sabe que en el mundo no hay un
sólo día en que los santos ángeles y otros santos no
estén dando gracias a Dios por los santos frutos que tú y tu
Orden realizáis en diversas partes del mundo. ¡Cobrad ánimo,
dad gracias a Dios y seguid así con su bendición!
Dichas estas palabras, se fue al cielo; y
San Francisco quedó muy consolado.
En alabanza de Cristo. Amén.

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