sábado, 28 de septiembre de 2013

San Francisco y la Virgen María

San Francisco de Asís y la Virgen María

San Francisco y la Virgen María
por Martín Steiner, o.f.m.

Francisco «rodeaba de amor indecible a la Madre de Jesús, por haber hecho hermano nuestro al Señor de la majestad» (2 Cel 198).

Esta afirmación de Tomás de Celano nos invita, en primer lugar, a la modestia: si el amor que Francisco profesaba a María es «indecible», quiere decirse que nos hallamos ante un misterio que no podemos llegar a comprender; es imposible abarcarlo con nuestras palabras e ideas. El secreto de Francisco no se deja penetrar fácilmente en ningún sector. Se entra en él poco a poco, sin conseguir nunca la impresión de haberlo descifrado exhaustivamente.

El autor nos indica al mismo tiempo en qué dirección debemos buscar: Francisco ama a María con un «amor indecible» por la relación singular que María mantiene con Aquel a quien se dirige el apasionado amor del Poverello: Cristo. ¡Es la Madre del Hijo de Dios! Francisco va de golpe a lo esencial: María está referida por entero a su Hijo. De ahí que su contemplación y devoción no separen jamás a María de Jesús. Postura tradicional y única base sólida para un amor recto y auténtico a María.

I. CÓMO CONSIDERA FRANCISCO A MARÍA
1. María y la Encarnación

¿Cómo percibía y admiraba Francisco, ya más concretamente, la maternidad divina de María? «Por haber hecho hermano nuestro al Señor de la majestad», decía Tomás de Celano (2 Cel 198). Escribe Francisco: «Este Verbo del Padre, tan digno, tan santo y glorioso, anunciándolo el santo ángel Gabriel, fue enviado por el mismo altísimo Padre desde el cielo al seno de la santa y gloriosa Virgen María, y en él recibió la carne verdadera de nuestra humanidad y fragilidad» (2CtaF 4; cf. OfP 15,3). Francisco engloba así a María en su contemplación de la humanidad de la encarnación. Para comprender cómo Francisco pone sus ojos en el misterio de la encarnación, es preciso remontarse a la experiencia de dulzura vivida en el momento de su conversión (1). Experiencia del Altísimo, del Señor de la majestad que se abaja hasta el extremo de hacerse en Jesús nuestro Hermano; del Omnipotente, que viene a compartir en Jesús nuestra fragilidad; del Santísimo, que desciende a ocupar un puesto entre los pecadores; del infinitamente digno, que se humilla en su Hijo hasta el extremo de condividir nuestra abyección. Es la revelación, en Jesús, del ágape divino. Dios manifiesta hasta dónde llega su amor. Había creado al hombre a su imagen y semejanza. El hombre, con su ingratitud, se había apartado de él. Dios muestra entonces que su amor a su criatura es santo, es decir, completamente otro, infinitamente más fiel que el que brota del corazón del hombre: «Al igual que nos creaste por tu Hijo, así, por el santo amor con que nos amaste, quisiste que Él, verdadero Dios y verdadero hombre, naciera de la gloriosa siempre Virgen beatísima Santa María...» (1 R 23,3).

María está en el centro de este misterio de humildad y de amor: de ella ha tomado el Hijo de Dios nuestra carne, nuestra debilidad y fragilidad; por medio de ella se ha hecho Hermano nuestro, ese Hermano a quien contempla Francisco extasiándose: «¡Oh, cuán santo y cuán amado es tener un tal hermano y un tal hijo, agradable, humilde, pacífico, dulce, amable y más que todas las cosas deseable!» (1CtaF 13; cf. 2CtaF 56). Se comprende que englobe a María en su amor sin medida a su Señor.

«Por haber nosotros alcanzado misericordia mediante ella» (LM 9,3): por medio de ella ha venido a nosotros, pecadores, el que nos trae la misericordia, la ternura del Padre.

2. La «Paupercula Virgo», la «Virgen pobrecilla»

El misterio de la encarnación es misterio de humildad y también, por tanto, de pobreza. Francisco apenas puede apartar de él su mirada interior (cf. 1 Cel 84-85). Y una vez más asocia a María a su amor a Cristo pobre. «Siendo Él sobremanera rico, quiso, junto con la bienaventurada Virgen, su Madre, escoger en el mundo la pobreza» (2CtaF 5). Siguiendo pues a san Pablo, Francisco señala expresamente esta opción deliberada, expresión de amor. Una pobreza sólo soportada sería signo del pecado del mundo, que excluye a los pobres del reparto de los bienes.

A más de esto, Celano llama a María: paupercula Virgo, «la Virgen pobrecilla», la «poverella» (2 Cel 200), expresión de la que es muy lógico pensar que se remonta al mismo Francisco. Este poner de relieve la pobreza de María, en unión con la de su Hijo, tiene su explicación en la contemplación intensa del misterio de Navidad: «No recordaba sin lágrimas la penuria que rodeó aquel día a la Virgen pobrecilla» (ibíd.). La pobreza caracteriza la vida de María a lo largo de toda su trayectoria: «Nuestro Señor Jesucristo, el Hijo de Dios vivo omnipotente..., fue pobre y huésped y vivió de limosna tanto Él como la Virgen bienaventurada y sus discípulos...» (1 R 4-5). Este pensamiento conmueve a Francisco: «Una vez que se sentó a comer le dijo un hermano que la Santísima Virgen era tan pobrecilla, que a la hora de comer no tenía nada que dar a su Hijo. Oyendo esto el varón de Dios, suspiró con gran angustia, y, apartándose de la mesa, comió pan sobre la desnuda tierra» (TC 15; cf. 2 Cel 200). En una palabra: «Frecuentemente evocaba -no sin lágrimas- la pobreza de Cristo Jesús y de su Madre» (LM 7,1). Y por eso saca la conclusión de que «la pobreza es la reina de las virtudes, pues con tal prestancia había resplandecido en el Rey de los reyes y en la Reina, su Madre» (ibíd.; cf. 2 Cel 200).

Cristo es «el que ha de vivir eternamente y está glorificado» (CtaO 22). Pero desde el día en que Francisco se solidarizó con los leprosos y «practicó con ellos la misericordia» (cf. Test 2), comprendió que podía seguir encontrando a Cristo pobre en la persona de cualquier pobre. También aquí asocia espontáneamente a María a su Hijo: «Cuando ves a un pobre, ves un espejo del Señor y de su Madre pobre» (2 Cel 85; cf. LM 8,5). Celano comenta: «El alma de Francisco desfallecía a la vista de los pobres...; en todos los pobres veía al Hijo de la Señora pobre llevando desnudo en el corazón a quien ella llevaba desnudo en los brazos» (2 Cel 83). Y cada día se renueva para él en la Eucaristía la maravilla de la encarnación: «Ved que diariamente se humilla (el Hijo de Dios), como cuando desde el trono real descendió al seno de la Virgen; diariamente viene a nosotros Él mismo en humilde apariencia; diariamente desciende del seno del Padre al altar en manos del sacerdote» (Adm 1,16-18).

En resumen, no podremos extrañarnos de verle formular su proyecto de vida: «Yo el hermano Francisco, pequeñuelo, quiero seguir la vida y la pobreza de nuestro altísimo Señor Jesucristo y de su santísima Madre y perseverar en ella hasta el fin; y os ruego, mis señoras, y os aconsejo que viváis siempre en esta santísima vida y pobreza» (UltVol 1-2) (2).

3. María, elegida y consagrada por la Trinidad

María está tan íntimamente vinculada al misterio de la encarnación que Francisco la contempla en el designio eterno de Dios, cuyo centro es la Encarnación. Hay que tener en cuenta al respecto sobre todo las oraciones que le dirige, y que sorprenden por la seguridad teológica de un hombre sin cultura especial. Refiriéndose a ellas, escribe Celano: «Le tributaba peculiares alabanzas, le multiplicaba oraciones, le ofrecía afectos, tantos y tales como no puede expresar lengua humana (2 Cel 198). Reproducimos las dos oraciones que han llegado hasta nosotros.

Saludo a la bienaventurada Virgen María (SalVM)


1¡Salve, Señora, santa Reina, santa Madre de Dios, María, virgen convertida en templo (virgen hecha iglesia),
2y elegida por el santísimo Padre del cielo, consagrada por Él con su santísimo Hijo amado y el Espíritu Santo Paráclito;
3que tuvo y tiene toda la plenitud de la gracia y todo bien!
4¡Salve, palacio de Dios!
¡Salve, tabernáculo de Dios!
¡Salve, casa de Dios!
5¡Salve, vestidura de Dios!
¡Salve, esclava de Dios!
¡Salve, Madre de Dios!
6¡Salve también todas vosotras, santas virtudes, que, por la gracia e iluminación del Espíritu Santo, sois infundidas en los corazones de los fieles, para hacerlos, de infieles, fieles a Dios!

Antífona del Oficio de la Pasión (OfP Ant)

Santa Virgen María, no ha nacido en el mundo entre las mujeres ninguna semejante a ti, hija y esclava del altísimo Rey sumo y Padre celestial, madre de nuestro santísimo Señor Jesucristo, esposa del Espíritu Santo: ruega por nosotros, junto con el arcángel san Miguel y todas las virtudes del cielo y con todos los santos, ante tu santísimo Hijo amado, Señor y maestro.

Con palabras sencillas y tradicionales, Francisco expone la síntesis de lo que la fe puede afirmar de María, en base a la Escritura. Destaquemos:

-- en primer lugar, las afirmaciones doctrinales centrales sobre María, Madre de Dios y Virgen, punto de partida de cualquier reflexión sobre María (SalVM 1; OfP Ant 1-2);

-- seguidamente, la insistencia en un doble título derivado de la maternidad divina y que representa también un homenaje: María es Reina (SalVM 1), pues es «hija y esclava del altísimo Rey sumo y Padre celestial» (OfP Ant); María es «Domina», Señora (SalVM 1). Si el primero de estos títulos es tradicional, el segundo refleja un aspecto original de Francisco: como el caballero honra a su Dama y vive para ella, Francisco «ofrecía a María los afectos de su corazón» (offerebat illi affectus -2 Cel 198-);

-- la fe en la elección de María, «elegida por el santísimo Padre del cielo» (SalVM 2); su misión corresponde a su elección por Dios desde toda la eternidad;

-- la certeza de que esta elección ha desembocado en su consagración por toda la Trinidad: «consagrada por Él con su santísimo Hijo amado y el Espíritu Santo Paráclito» (SalVM 2). La Antífona aclara la relación de María con cada una de las tres divinas personas. María es «hija y esclava del altísimo Rey sumo y Padre celestial, madre de nuestro santísimo Señor Jesucristo, esposa del Espíritu Santo» (OfP Ant 2).

Con el P. Efrén Longpré puede advertirse que Francisco no habla de purificación y de santificación de María, sino únicamente de su consagración; afirma que María tuvo desde siempre la plenitud de la gracia y todo bien (SalVM) y que no ha nacido entre las mujeres ninguna semejante a ella (OfP Ant). Así, ilustres defensores del dogma de la Inmaculada Concepción han podido evocar estos textos como particularmente acordes con dicho dogma (3).

Es menester dejarse impregnar por la mirada de Francisco, que contempla a María en su relación con los Tres que son Dios, y por el clima de infinito respeto que se desprende de estas oraciones, para adivinar a través de palabras tan sencillas la solidez de su doctrina mariana y, a la vez, algo de la profundidad y delicadeza de su amor hacia la Virgen.

En el Saludo a la bienaventurada Virgen María, Francisco despliega su veneración a María en una especie de letanía, de Laudes, en que enumera los atributos de la Madre de Dios. Esta letanía requeriría no pocas observaciones interesantes. Advirtamos simplemente la acumulación de términos que presentan a María como teófora, que lleva y contiene a Dios: Palacio de Dios, Tabernáculo de Dios, Casa de Dios, Vestidura de Dios. La lectura del v. 1 retenida por la última edición crítica: «quae es virgo ecclesia facta», cobra mayor credibilidad: María, «hecha iglesia», elegida y consagrada por Dios, es Palacio, Tabernáculo, Casa, Vestidura de Dios... Además, la enumeración va en el sentido de una humildad creciente y de una ascendente intimidad (¡de Palacio a Vestidura!), para desembocar en el triunfo de la humildad: «Esclava de Dios», convertida en «Madre de Dios». Profundísima expresión poética del lugar de María en este misterio del anonadamiento del Verbo que se hace hombre y permanece entre nosotros.

La parte final del Saludo hace pensar en el Saludo a las Virtudes. Por lo demás, este último escrito lleva en varios de los buenos manuscritos el título de: Las Virtudes (o bien, Saludo de las Virtudes) con las que fue adornada la bienaventurada Virgen María y debe serlo toda alma santa.

II. MARÍA Y LA VOCACIÓN EVANGÉLICA FRANCISCANA


1. Alumbramiento del espíritu del Evangelio por los méritos de María

¿Hasta dónde se remonta en la historia de Francisco su «amor indecible» a la Virgen María? Es imposible determinarlo con precisión absoluta.

Encontramos la primera manifestación en su celo por restaurar la capillita de la Porciúncula. ¿En qué estadio de su evolución se encontraba entonces Francisco? La experiencia de la «dulzura» (Test 3) le había permitido presentir ya el alcance del misterio de la encarnación; posteriormente, la revelación del Crucificado, vinculada a su heroica experiencia con los leprosos (LM 1,5), le había hecho descubrir el amor sin límites del Señor en su pasión; el mandato del crucifijo de San Damián le había confiado una tarea provisional; y el conflicto con su padre había desembocado en su «salida del siglo» (Test 3). Francisco ignoraba todavía cuál sería su vocación definitiva. Ni el servicio a los leprosos, ni la reparación de iglesias le parecía que debían agotar lo que el Señor esperaba de él. En espera de nuevas luces, se consagra sin embargo con entusiasmo a estos cometidos. Después de restaurar la iglesia de San Damián, emprende la restauración de la de San Pedro.

Concluidas dichas obras, Francisco dirige la mirada hacia la capilla de la Porciúncula, en la planicie de Asís. También este antiguo santuario se hallaba en ruinas. «Al contemplarla el varón de Dios en tal estado, movido a compasión, porque le hervía el corazón en devoción hacia la madre de toda bondad, decidió quedarse allí mismo. Cuando acabó de reparar dicha iglesia, se encontraba ya en el tercer año de su conversión» (1 Cel 21; cf. LM 2,8).

De este modo es como aflora la primera manifestación de amor a María en la vida de Francisco: no fija su residencia en San Damián ni en San Pedro, sino en la Porciúncula, revelando así su devoción a Nuestra Señora. Había adquirido la certeza de que la Virgen prefería esa minúscula iglesia entre todas. Y cuando le parece que una certidumbre es inspirada por Dios, habla de ella en términos de «revelación» (cf. Test 14. 23): «El dichoso Padre solía decir que por revelación de Dios sabía que la Virgen Santísima amaba con especial amor aquella iglesia entre todas las construidas en su honor a lo ancho del mundo, y por eso el Santo la amaba más que a todas» (2 Cel 19; cf. TC 56).

Pero volvamos al hilo de los acontecimientos. Francisco repara iglesias durante cerca de tres años, a la vez que atiende también a los leprosos. Es un período de dura prueba, de búsqueda de su propio camino. Tiene que acostumbrarse a su vida tremendamente penosa de pobre desprovisto de todo, abandonado a la benevolencia o a la malevolencia de las gentes a quienes mendiga su subsistencia y los materiales necesarios para llevar a cabo sus obras de reparación (4). Aunque sabe que está en paz, porque ha obedecido a Dios en todo, presiente que su Señor no le ha revelado todavía su vocación definitiva. Es un espacio de tiempo doloroso desde muchos puntos de vista.

Y entonces Francisco se dirige a María: «Mientras moraba en la iglesia de la Virgen, Madre de Dios, su siervo Francisco insistía, con continuos gemidos ante aquella que engendró al Verbo lleno de gracia y de verdad, en que se dignara ser su abogada» (ut fieri dignaretur advocata ipsius) (LM 3,1). Durante este período crucial se encomienda pues a María para que ella sea su «advocata»: la que le proteja y, al mismo tiempo, interceda por él.

San Buenaventura comenta en una magnífica frase el resultado de esta gestión: «Al fin logró -por los méritos de la madre de misericordia- concebir y dar a luz el espíritu de la verdad evangélica» (ibíd.). Por tanto, el autor atribuye a la intervención de María el descubrimiento que Francisco hizo de su vocación, cuando oyó el evangelio de la misión. Todo hace pensar que no traiciona las convicciones del mismo Francisco.

Francisco califica como una «revelación» la iluminación súbita que tuvo entonces: «El Altísimo mismo me reveló que debía vivir según la forma del santo Evangelio» (Test 14). San Buenaventura lo interpreta como una concepción y un alumbramiento paralelos a la concepción del Verbo de Dios en María. La idea no es extraña a Francisco, como lo atestigua su comentario sobre nuestra función maternal en relación a Cristo (cf. 1CtaF 10; 2CtaF 53). Aquí la podemos comprender teniendo en cuenta el paralelismo entre Cristo y Francisco, su más fiel discípulo. Como el Verbo lleno de gracia y de verdad se ha encarnado en María para ser la revelación del amor del Padre, para ser, por tanto, en su Persona la Buena Nueva para los hombres, de igual modo el evangelio va a encarnarse en Francisco sin atenuaciones ni falsificaciones, recobrando en él toda su radical novedad y siendo de nuevo convincente para todos. Esa es la misión de Francisco, quien debe tal descubrimiento a los méritos de María, a quien ha tomado como «advocata».

Se comprende la explosión de júbilo de Francisco, tras tan larga búsqueda de su propio camino: «Al instante, saltando de gozo, lleno del Espíritu del Señor, exclamó: "Esto es lo que yo quiero, esto es lo que yo busco, esto es lo que en lo más íntimo del corazón anhelo poner en práctica"» (1 Cel 22). ¿Cómo no habría de reforzarse definitivamente su amor a María, a quien le debía tan gran favor? Como auténtico pobre, ¡qué gran sentido tenía Francisco de la gratitud!

2. María, «advocata» de la Orden de los Menores

Francisco sigue confiándose a María, con los hermanos que pronto le ha dado el Señor. «Después de Cristo, depositaba principalmente en la misma su confianza..., por eso la constituyó abogada (advocata) suya y de todos sus hermanos» (LM 9,3). La Orden naciente, por tanto, es puesta bajo el patronazgo de la Virgen María. Impresionado por el rápido y magnífico crecimiento de la Orden (señal de que Dios está actuando poderosamente en dicha obra), san Buenaventura atribuye tal desarrollo prodigioso a la solicitud de María: «Francisco, pastor de la pequeña grey, condujo -movido por la gracia divina- a sus doce hermanos a Santa María de la Porciúncula, con el fin de que allí donde, por los méritos de la madre de Dios, había tenido su origen la Orden de los Menores, recibiera también -con su auxilio- un renovado incremento» (LM 4,5). Y san Buenaventura describe a continuación cómo el «Pregonero evangélico» consigue incrementar la Orden, e incluso suscita las otras dos Ordenes, con sus viajes misioneros a partir de la Porciúncula (LM 4,5-6).

Sin embargo, Francisco espera de María algo más que el simple desarrollo numérico de la Orden. De la misma forma que él había concebido y dado a luz el espíritu de la verdad evangélica por los méritos de María, de igual modo le agrada referirse a ella en los casos en que entra en juego la fidelidad a la inspiración evangélica. Bastarán dos ejemplos para confirmárnoslo.

El primero se refiere a la pobreza evangélica. Afluían de paso tantos hermanos a la Porciúncula que Pedro Cattani, vicario de san Francisco, le pidió permiso para retener parte de los bienes de los novicios y reservarlos para poder atender a las necesidades de dichos huéspedes. «Lejos de nosotros esa piedad, carísimo hermano -respondió el Santo-, que, por favorecer a los hombres, actuemos impíamente contra la Regla». «Y ¿qué hacer?», replicó el vicario. «Si no puedes atender de otro modo a los que vienen -le respondió-, quita los atavíos y las variadas galas de la Virgen. Créeme: la Virgen verá más a gusto observado el Evangelio de su Hijo y despojado su altar, que adornado su altar y despreciado su Hijo. El Señor enviará quien restituya a la Madre lo que ella nos ha prestado» (2 Cel 67; cf. LM 7,4).

El segundo ejemplo apunta al amor a los pobres. Es la célebre historia de la madre de dos religiosos que se hallaba en una necesidad extrema y a quien los hermanos no tenían nada que poderle dar. Francisco ordena: «Da a nuestra madre el Nuevo Testamento para que lo venda y remedie su necesidad. Creo firmemente que agradará más al Señor y a la bienaventurada Virgen, su madre, que demos el Nuevo Testamento que el que leamos de él» (LP 93; 2 Cel 91).

Así pues, en la vida concreta, a Francisco le gustaba asociar a María a Cristo como fuente de inspiración en las decisiones que afectaban a la fidelidad al Evangelio. La contemplación de la «paupercula Virgo», humilde y disponible, le ayudó ciertamente, así nos lo demuestran los ejemplos citados, a captar la revolución que el Evangelio ha aportado en el campo de lo «sagrado» en casos prácticos y cotidianos. Lo más sagrado no es el libro de la Palabra de Dios (¡que él quiere que se venere!), ni cuanto atañe al culto (¡que él quiere que sea decente, suntuoso incluso!), sino el hombre en su indigencia, con el que se solidariza el Dios del Evangelio.

Como puede verse, pues, Francisco asocia por lo general a María a Cristo, cuyas huellas y pobreza quiere seguir. La referencia a María es particularmente explícita en el motivo de la mendicación, la cual es una forma privilegiada de la sequela, seguimiento, de Cristo humilde y pobre; esta referencia, además, está garantizada por un texto de la primera Regla: «Mis queridos hermanos e hijitos míos, no os avergoncéis de ir a pedir limosna, pues por nosotros el Señor se hizo pobre en este mundo. Por eso, a ejemplo suyo y de su santísima Madre, hemos escogido el camino de la auténtica pobreza. Esta es nuestra herencia, que ganó y dejó nuestro Señor Jesucristo para nosotros y para todos los que, siguiendo su ejemplo, quieren vivir en santa pobreza» (LP 51; cf. 1 R 9,4-9).

Efectivamente, la sequela de Cristo pobre, unida a la manera como Francisco contempla la Encarnación (Cristo pobre y «paupercula Virgo»), es la nota característica del evangelismo franciscano. Por eso, en opinión de san Buenaventura, Francisco establece un paralelismo sorprendente entre la encarnación del Hijo de Dios en María, su Madre pobrecilla, y el nacimiento de los hermanos a la vida evangélica en la «paupercula religio» (la Orden pobrecilla): «Nacidos, por virtud del Espíritu Santo, de una madre pobre, a imagen de Cristo Rey, han de ser engendrados en una religión pobrecilla por el espíritu de pobreza» (LM 3,10). Esta afirmación figura sólo en la versión bonaventuriana de la parábola expuesta por Francisco ante el papa, cuando le pidió la aprobación pontificia de su Regla; aunque no aparece en las versiones más antiguas (la de Eudes de Chériton y la de 2 Cel 16), puede observarse con todo que las palabras puestas por Buenaventura en boca de Francisco evocan el pasaje ya mencionado de la Carta a los fieles (1CtaF 10; 2CtaF 53) (5). Las ideas bonaventurianas se acercan aquí al pensamiento de Francisco más de lo que a simple vista pudiera parecer.

Pero con este punto estamos abordando ya la función ejemplar de María.

III. LA FUNCIÓN EJEMPLAR DE MARÍA

1. Para la Orden de los Menores

Para mejor comprender la función ejemplar de María en la vida de la Orden naciente, conviene volver una vez más a la Porciúncula. Una serie de textos nos recuerdan el cometido irreemplazable ejercido por María en el corazón de Francisco y, más en general, en las primeras generaciones de la Orden (2 Cel 18-19; LP 56; TC 56; cf. 1 Cel 106; LM 2,8). Recordando que la capillita restaurada por Francisco era su iglesia preferida, como lo era también, según él pensaba, de María misma, evocan el nacimiento de la Orden bajo la protección de María, incluso su alumbramiento por ella (EP 84). Ponen de relieve la armonía existente entre la pequeñez de la iglesita de la Porciúncula, la humildad de María y la Orden de los Menores.

La pequeña residencia de la Porciúncula se convierte en el centro de la Orden: en ella se acoge a los nuevos hermanos; allí tienen lugar los Capítulos. Según Francisco, su comunidad debía ser el «espejo de la Orden», obligada a mantenerse siempre en la humildad y la pobreza. Poco antes de morir, recomendó de manera especialísima la Porciúncula a los hermanos, prohibiéndoles que jamás la abandonaran e imponiéndoles mantener siempre allí una comunidad modelo (1 Cel 106; EP 83).

Francisco quiere pues que aquí florezca un cierto número de virtudes, actitudes y estilo de vida propio que, a través de ese «espejo», se deben refractar sobre toda la Orden. Hace gran hincapié en la minoridad: humildad, pobreza, trabajo con los pobres en los campos; recuérdese cómo Francisco quiso oponerse a la construcción por el municipio de Asís de una casa para el Capítulo (LP 56). A pesar de la función un poco particular de la Porciúncula como centro de la Orden, Francisco quiere que en ella reine un clima de silencio y de recogimiento protegido por la clausura, y una oración continua sostenida por el canto del Oficio. Es el programa de vida establecido en la Regla para los eremitorios, reforzado incluso con prescripciones sobre el ayuno y las vigilias. Varios pasajes de los textos sobre la Porciúncula son claramente eco de preocupaciones ulteriores. Pero si se lee el conjunto con un espíritu sanamente crítico, no puede evitarse la impresión de hallarnos ante un estilo de vida marcado todo él por actitudes marianas: oración, recogimiento, humildad, caridad. La Virgen es, tal vez más de lo que a veces se subraya, inspiradora de la conducta de Francisco. Y esto daría mayor crédito aún al título que algunos manuscritos dan al Saludo a las Virtudes: «Saludo de las virtudes con las que fue adornada la bienaventurada Virgen María y debe serlo toda alma santa».

2. Para los hermanos sacerdotes

Hay una categoría de hermanos a quienes Francisco propone más directamente a María como modelo: los hermanos sacerdotes. Conocida es la veneración de Francisco a los sacerdotes y la razón única de este respeto: son ministros de las Palabras, del Cuerpo y de la Sangre del altísimo Señor Jesucristo. Francisco ve en ellos a Cristo, por muy pecadores que sean, puesto que Cristo habla y actúa en ellos (Test 6-13).

Ahora bien, él compara directamente el ministerio del sacerdote en la celebración eucarística a María, en cuyo seno se encarnó el Hijo de Dios (Adm 1,16-18). Y en la Carta a toda la Orden propone en consecuencia a María como modelo de los hermanos sacerdotes: «Escuchad, hermanos míos: si la bienaventurada Virgen es tan honrada, como es justo, porque lo llevó en su santísimo seno..., ¡cuán santo, justo y digno debe ser quien toca con las manos, toma con la boca y el corazón y da a otros no a quien ha de morir, sino al que ha de vivir eternamente y está glorificado y en quien los ángeles desean sumirse en contemplación! Considerad vuestra dignidad, hermanos sacerdotes, y sed santos, porque Él es santo. Y así como os ha honrado el Señor Dios, por razón de este ministerio, por encima de todos, amadle, reverenciadle y honradle. Miseria grande y miserable flaqueza que, teniéndolo así presente, os podáis preocupar de cosa alguna de este mundo» (CtaO 21-25).

¡Magnífico llamamiento a la humildad de la fe y a la santidad!

3. Para todos los fieles

Más allá de la Orden, Francisco propone a María como modelo a todos los fieles, al menos a aquellos que de alguna manera se sentían vinculados a él: «A todos los cristianos, religiosos, clérigos y laicos, hombres y mujeres, a cuantos habitan en el mundo entero, el hermano Francisco, su siervo y súbdito» (2CtaF 1). Conocido es el célebre texto en que Francisco pone de manifiesto las maravillas de la vida cristiana: «Nunca debemos desear estar sobre otros, sino, más bien, debemos ser siervos y estar sujetos a toda humana criatura por Dios. Y sobre todos aquellos y aquellas que cumplan estas cosas y perseveren hasta el fin, se posará el Espíritu del Señor y hará en ellos habitación y morada. Y serán hijos del Padre celestial, cuyas obras realizan. Y son esposos, hermanos y madres de nuestro Señor Jesucristo. Somos esposos cuando el alma fiel se une, por el Espíritu Santo, a Jesucristo. Y hermanos somos cuando cumplimos la voluntad del Padre, que está en el cielo; madres, cuando lo llevamos en el corazón y en nuestro cuerpo por el amor y por una conciencia pura y sincera; lo damos a luz por las obras santas que deben ser luz para ejemplo de otros» (2CtaF 47-53; cf. los versículos siguientes). Dos puntos interesan especialmente a nuestro tema.

a) Francisco describe de manera admirable la función maternal del fiel respecto a Cristo (v. 53). Hagamos la transposición de esta doctrina: De la misma forma que María, la humilde sierva, permitió al Señor de la gloria hacerse en ella nuestro hermano, por el poder del Espíritu que se posó sobre ella, así también, por el poder del mismo Espíritu que se posa sobre él (vv. 48-50), quien sigue el camino de la minoridad (v. 47) puede llevar en sí, mediante el amor y la pureza y sinceridad de corazón, al Señor Jesús y alumbrarlo en los demás mediante su vida santa, que es obra del Espíritu en él (v. 53; cf. 2 R 10,9). Francisco expone aquí la vida cristiana de manera propiamente mariana: en cuanto a su naturaleza, es la vida de un ser que lleva en sí a Cristo; en cuanto a su eficacia, da a luz a Cristo en los demás. Con términos sencillos y luminosos Francisco describe todo el misterio de la Iglesia y de su maternidad, cuya figura es María.

b) Para definir la relación con Dios de quien se compromete en el camino de la minoridad, cumple con rectitud la voluntad de Dios y permanece unido al Señor Jesús con un amor sincero, Francisco emplea los mismos términos que utiliza para expresar, con toda la tradición, la unión de María con Dios: el Espíritu se posa sobre él y hace en él su morada; es hijo del Padre celestial; es esposo, y hermano, y madre de Cristo. Lo que vale por excelencia de María, «que tuvo y tiene toda la plenitud de la gracia y todo bien» (SalVM 3), vale también igualmente de cualquier fiel que toma en serio su vocación evangélica.

Sí, María es verdaderamente la figura de la Iglesia. Y cualquiera que tome el camino que Francisco le traza, con fidelidad al Evangelio, está configurado a imagen de María, sea cual fuere su estado de vida, su misión, su profesión, su edad, su sexo... No hay diferencia esencial entre el fiel más humilde y la Virgen María.

CONCLUSIÓN

Expresiones del amor de Francisco a María

Su profundísima comprensión del cometido llevado a cabo por la «paupercula Virgo» en el designio de salvación, condujo a Francisco, como hemos podido constatar, tanto a la contemplación admirativa de María consagrada por la Trinidad, como a recurrir a ella lleno de confianza a lo largo de todo su itinerario espiritual. No es, pues, extraño cuanto relata Tomás de Celano: «Le tributaba peculiares alabanzas, le multiplicaba oraciones, le ofrecía afectos, tantos y tales como no puede expresar lengua humana» (2 Cel 198).

De sus «Laudes», sólo ha llegado hasta nosotros el maravilloso Saludo. Al igual que otros fragmentos, nos demuestra la influencia de la liturgia en Francisco y, sobre todo, cómo su amor filial sabía también traducir en imágenes poéticas, sencillas y apropiadas, el Misterio de María, de manera que se sintiese impregnado por él incluso el hombre más rudo.

De sus oraciones, ha quedado la Antífona del Oficio de la Pasión, presentada anteriormente junto con el Saludo. María es invocada también en el «confiteor» de la Carta a toda la Orden (CtaO 38) y en la petición de perdón de la Paráfrasis del Padrenuestro (ParPN 7). Esto es tradicional. Pero ya sabemos la intensidad de la oración de Francisco: ¡Reconocerse también pecador ante María, contar también con sus méritos para obtener perdón, no podían ser fórmulas recitadas distraídamente por Francisco!

Por último, volvemos a encontrar a María en un aspecto original de la piedad de Francisco. Él es el pobre que se sabe constantemente colmado inmerecidamente por Dios, Soberano Bien y Autor de todo bien. De ahí su actitud fundamental de agradecimiento. Pero se siente, a la vez, tan indigno e incapaz de dar gracias por todo lo que Dios ha realizado y no cesa de realizar por los hombres y por él, Francisco, en particular, que ruega al Hijo amado que Él mismo, junto con el Espíritu Santo, dé gracias al Padre como a Él le agrada. Luego dirige la misma petición a María (y a todos los ángeles y santos) (1 R 23,5-6). ¡Admirable hallazgo: pedir a María que dé gracias a Dios por nosotros, pues nosotros nos reconocemos incapaces de hacerlo! (6).

La piedad mariana de Francisco es fruto de la historia personal del Poverello, iluminada por la mejor doctrina tradicional, tomada sobre todo de la liturgia, y vivida con su personal sensibilidad hacia un determinado número de valores centrales del Evangelio. Por ello, y por su contenido, sigue siendo ejemplar.

1) TC 7. Francisco no aclara el contenido de esta experiencia mística. Se puede deducir por los efectos que produjo en él: mayor acercamiento a los pobres, beso al leproso, etc. Cf. TC 8-11.

2) De todos los textos en que Francisco formula su proyecto de vida, éste es el único en que asocia la pobreza de María a la de Cristo. No carece de interés advertir que Francisco se dirige aquí a Clara, quien considera de buen grado la pobreza de María unida a la de Cristo; cf. 2 R 6,6 y RCl 8,2; 2 R 12,4 y RCl 12,2; 1 R 9,1 y TestCl 13. ¿Se sentiría Francisco más cómodo con sus hermanas para explicitar el componente mariano de su orientación de vida?

3) Cf. Ephrem Longpré, François d'Assise et son expérience spirituelle, París 1966, pág. 63.

4) El relato de TC 22-24 no deja lugar a dudas sobre este rudo aprendizaje de la pobreza.

5) Cf. EP 84: «La Madre de Dios tuvo aquí el doble y glorioso alumbramiento de los hermanos y las señoras, por los que volvió a derramar a Cristo por el mundo».

6) A la oración, Francisco añadía el ayuno en honor de María, habitualmente desde la fiesta de los Apóstoles Pedro y Pablo hasta la fiesta de la Asunción (LM 9,4), e incidentalmente en otros períodos (LP 118 presenta el caso en que, un año, ayunó desde la fiesta de la Asunción a la de san Miguel).

martes, 10 de septiembre de 2013

17 de Septiembre, fiesta de la Impresión de las llagas de San Francisco

Se celebra hoy la memoria del inaudito prodigio y don concedido por Dios a San Francisco en el monte de laVerna. Los Estigmas son el sello divino de aquel empeño de imitación de Cristo que él buscaba con todas sus fuerzas desde el día de su conversión. Dios lo presenta al mundo como ejemplo de vida cristiana, como invitación a seguir el Evangelio. Francisco tenía a Cristo en el corazón, en los miembros y en los labios, y Cristo le imprimió el último sello también en sus miembros.

Era la madrugada del 14 de septiembre de 1224, fiesta de la Exaltación de la Cruz, y San Francisco oraba con un ímpetu nuevo: “Oh Señor mío Jesucristo, dos gracias te pido que me hagas antes de que muera: la primera, sentir en mi alma y en mi cuerpo cuanto es posible el dolor que tú, dulce Jesús, soportaste en la hora de tu acerbísima pasión; la segunda, sentir en mi corazón cuanto es posible, aquel extraordinario amor del cual tú, Hijo de Dios, estabas inflamado hasta soportar gustoso una pasión tan grande por nosotros pecadores”.

Desde la profundidad del cielo deslumbrante, San Francisco vio venir un Serafín con seis alas de llamas: dos que iban unidas a su cabeza, dos cubrían todo su cuerpo, y dos se abrían para volar. En aquel Serafín alado destellaba la felicidad de ver al Señor y el dolor de verlo crucificado, un admirable ardor devoró su alma e invadió su cuerpo, quedando con dolorosas heridas en los pies, las manos, el costado, mientras una voz le decía: “¿Sabes lo que te he hecho? Te he dado los Estigmas que son los signos de mi Pasión, para que tú seas mi adalid”.

El Serafín alado desapareció, el dolor cesó y cuando después de mucho rato San Francisco volvió en sí, sintió las manos bañadas y un riachuelo cálido le corría por el costado izquierdo. Miró: era sangre. Trató de levantarse, pero los pies no lo sostenían. Sentado en tierra bajo el abrazo verde de los árboles, se miró las manos, se miró los pies, y los vio traspasados por clavos de carne, negros como el hierro, con gruesas cabezas redondas que sobresalían en las palmas de las manos y en las plantas de los pies. Se abrió la túnica, miró el pecho al lado izquierdo, donde sentía un dolor que le llegaba al corazón, y descubrió una herida como de una lanza, roja y sangrante. Eran las llagas de que había hablado el Serafín. Por lo tanto había sido escuchado! El amor lo había transformado en el Amado, porque uno se convierte en aquello que ama. Mientras el Serafín se aparecía a Francisco, una luz brillante aureolaba la cima de la Verna, iluminando los montes y valles de alrededor.

CONSIDERACIÓN III
Aparición del serafín
e impresión de las llagas a San Francisco

En cuanto a la tercera consideración, que es la de la aparición del serafín y de la impresión de las llagas, se ha de considerar que, estando próxima la fiesta de la cruz de septiembre (1), fue una noche el hermano León, a la hora acostumbrada, para rezar los maitines con San Francisco. Lo mismo que otras veces, dijo desde el extremo de la pasarela: Domine, labia mea aperies, y San Francisco no respondió. El hermano León no se volvió atrás, como San Francisco se lo tenía ordenado, sino que, con buena y santa intención, pasó y entró suavemente en su celda; no encontrándolo, pensó que estaría en oración en algún lugar del bosque. Salió fuera, y fue buscando sigilosamente por el bosque a la luz de la luna. Por fin oyó la voz de San Francisco, y, acercándose, lo halló arrodillado, con el rostro y las manos levantadas hacia el cielo, mientras decía lleno de fervor de espíritu:

-- ¿Quién eres tú, dulcísimo Dios mío? Y ¿quién soy yo, gusano vilísimo e inútil siervo tuyo?

Y repetía siempre las mismas palabras, sin decir otra cosa. El hermano León, fuertemente sorprendido de lo que veía, levantó los ojos y miró hacia el cielo; y, mientras estaba mirando, vio bajar del cielo un haz de luz bellísima y deslumbrante, que vino a posarse sobre la cabeza de San Francisco; y oyó que de la llama luminosa salía una voz que hablaba con San Francisco; pero el hermano León no entendía lo que hablaba. Al ver esto, y reputándose indigno de estar tan cerca de aquel santo sitio donde tenía lugar la aparición y temiendo, por otra parte, ofender a San Francisco o estorbarle en su consolación si se daba cuenta, se fue retirando poco a poco sin hacer ruido, y desde lejos esperó hasta ver el final. Y, mirando con atención, vio cómo San Francisco extendía por tres veces las manos hacia la llama; finalmente, al cabo de un buen rato, vio cómo la llama volvía al cielo.

Marchóse entonces, seguro y alegre por lo que había visto, y se encaminó a su celda. Como iba descuidado, San Francisco oyó el ruido que producían sus pies en las hojas del suelo, y le mandó que le esperase y no se moviese. El hermano León obedeció y se estuvo quieto esperándole; tan sobrecogido de miedo, que, como él lo refirió después a los compañeros, en aquel momento hubiera preferido que lo tragara la tierra antes que esperar a San Francisco, por pensar que estaría incomodado contra él; porque ponía sumo cuidado en no ofender a tan buen padre, no fuera que, por su culpa, San Francisco le privase de su compañía. Cuando estuvo cerca San Francisco, le preguntó:

-- ¿Quién eres tú?

-- Yo soy el hermano León, Padre mío -respondió temblando de pies a cabeza.

-- Y ¿por qué has venido aquí, hermano ovejuela? -prosiguió San Francisco-. ¿No te tengo dicho que no andes observándome? Te mando, por santa obediencia, que me digas si has visto u oído algo.

El hermano León respondió:

-- Padre, yo te he oído hablar y decir varias veces: «¿Quién eres tú, dulcísimo Dios mío?» y «¿Quién soy yo, gusano vilísimo e inútil siervo tuyo?»

Cayendo entonces de rodillas el hermano León a los pies de San Francisco, se reconoció culpable de desobediencia contra la orden recibida y le pidió perdón con muchas lágrimas. Y en seguida le rogó devotamente que le explicara aquellas palabras que él había oído y le dijera las otras que no había entendido.

Entonces, San Francisco, en vista de que Dios había revelado o concedido al humilde hermano León, por su sencillez y candor, ver algunas cosas, condescendió en manifestarle y explicarle lo que pedía, y le habló así:

-- Has de saber, hermano ovejuela de Jesucristo, que, cuando yo decía las palabras que tú escuchaste, mi alma era iluminada con dos luces: una me daba la noticia y el conocimiento del Creador, la otra me daba el conocimiento de mí mismo. Cuando yo decía: «¿Quién eres tú, dulcísimo Dios mío?», me hallaba invadido por una luz de contemplación, en la cual yo veía el abismo de la infinita bondad, sabiduría y omnipotencia de Dios. Y cuando yo decía: «¿Quién soy yo», etc.?, la otra luz de contemplación me hacía ver el fondo deplorable de mi vileza y miseria. Por eso decía: «¿Quién eres tú, Señor de infinita bondad, sabiduría y omnipotencia, que te dignas visitarme a mí, que soy un gusano vil y abominable?» En aquella llama que viste estaba Dios, que me hablaba bajo aquella forma, como había hablado antiguamente a Moisés. Y, entre otras cosas que me dijo, me pidió que le ofreciese tres dones; yo le respondí: «Señor mío, yo soy todo tuyo. Tú sabes bien que no tengo otra cosa que el hábito, la cuerda y los calzones, y aun estas tres cosas son tuyas; ¿qué es lo que puedo, pues, ofrecer o dar a tu majestad?» Entonces Dios me dijo: «Busca en tu seno y ofréceme lo que encuentres». Busqué, y hallé una bola de oro, y se la ofrecí a Dios; hice lo mismo por tres veces, pues Dios me lo mandó tres veces; y después me arrodillé tres veces, bendiciendo y dando gracias a Dios, que me había dado alguna cosa que ofrecerle. En seguida se me dio a entender que aquellos tres dones significaban la santa obediencia, la altísima pobreza y la resplandeciente castidad, que Dios, por gracia suya, me ha concedido observar tan perfectamente, que nada me reprende la conciencia. Y así como tú me veías meter la mano en el seno y ofrecer a Dios estas tres virtudes, significadas por aquellas tres bolas de oro que me había puesto Dios en el seno, así me ha dado Dios tal virtud en el alma, que no ceso de alabarle y glorificarle con el corazón y con la boca por todos los bienes y todas las gracias que me ha concedido. Estas son las palabras que has oído y aquel elevar las manos por tres veces que has visto. Pero guárdate bien, hermano ovejuela, de seguir espiándome; vuélvete a tu celda con la bendición de Dios. Y ten buen cuidado de mí, porque, dentro de pocos días, Dios va a realizar cosas tan grandes y maravillosas sobre esta montaña, que todo el mundo se admirará; cosas nuevas que Él nunca ha hecho con creatura alguna en este mundo.

Dicho esto, se hizo traer el libro de los evangelios, pues Dios le había sugerido interiormente que, al abrir por tres veces el libro de los evangelios, le sería mostrado lo que Dios quería obrar en él. Traído el libro, San Francisco se postró en oración; cuando hubo orado, se hizo abrir tres veces el libro, por mano del hermano León, en el nombre de la Santísima Trinidad; y plugo a la divina voluntad que las tres veces se le pusiese delante la pasión de Cristo. Con ello se le dio a entender que como había seguido a Cristo en los actos de la vida, así le debía seguir y conformarse a él en las aflicciones y dolores de la pasión antes de dejar esta vida (2).

A partir de aquel momento comenzó San Francisco a gustar y sentir con mayor abundancia la dulzura de la divina contemplación y de las visitas divinas. Entre éstas tuvo una que fue como la preparación inmediata a la impresión de las llagas, y fue de este modo: El día que precede a la fiesta de la Cruz de septiembre, hallándose San Francisco en oración recogido en su celda, se le apareció el ángel de Dios y le dijo de parte de Dios:

-- Vengo a confortarte y a avisarte que te prepares y dispongas con humildad y paciencia para recibir lo que Dios quiera hacer en ti.

Respondió San Francisco:

-- Estoy preparado para soportar pacientemente todo lo que mi Señor quiera de mí.

Dicho esto, el ángel desapareció.

Llegó el día siguiente, o sea, el de la fiesta de la Cruz (3), y San Francisco muy de mañana, antes de amanecer, se postró en oración delante de la puerta de su celda, con el rostro vuelto hacia el oriente; y oraba de este modo:

-- Señor mío Jesucristo, dos gracias te pido me concedas antes de mi muerte: la primera, que yo experimente en vida, en el alma y en el cuerpo, aquel dolor que tú, dulce Jesús, soportaste en la hora de tu acerbísima pasión; la segunda, que yo experimente en mi corazón, en la medida posible, aquel amor sin medida en que tú, Hijo de Dios, ardías cuando te ofreciste a sufrir tantos padecimientos por nosotros pecadores.

Y, permaneciendo por largo tiempo en esta plegaria, entendió que Dios le escucharía y que, en cuanto es posible a una pura creatura, le sería concedido en breve experimentar dichas cosas.

Animado con esta promesa, comenzó San Francisco a contemplar con gran devoción la pasión de Cristo y su infinita caridad. Y crecía tanto en él el fervor de la devoción, que se transformaba totalmente en Jesús por el amor y por la compasión. Estando así inflamado en esta contemplación, aquella misma mañana vio bajar del cielo un serafín con seis alas de fuego resplandecientes. El serafín se acercó a San Francisco en raudo vuelo tan próximo, que él podía observarlo bien: vio claramente que presentaba la imagen de un hombre crucificado y que las alas estaban dispuestas de tal manera, que dos de ellas se extendían sobre la cabeza, dos se desplegaban para volar y las otras dos cubrían todo el cuerpo.

Ante tal visión, San Francisco quedó fuertemente turbado, al mismo tiempo que lleno de alegría, mezclada de dolor y de admiración. Sentía grandísima alegría ante el gracioso aspecto de Cristo, que se le aparecía con tanta familiaridad y que le miraba tan amorosamente; pero, por otro lado, al verlo clavado en la cruz, experimentaba desmedido dolor de compasión. Luego, no cabía de admiración ante una visión tan estupenda e insólita, pues sabía muy bien que la debilidad de la pasión no dice bien con la inmortalidad de un espíritu seráfico. Absorto en esta admiración, le reveló el que se le aparecía que, por disposición divina, le era mostrada la visión en aquella forma para que entendiese que no por martirio corporal, sino por incendio espiritual, había de quedar él totalmente transformado en expresa semejanza de Cristo crucificado (4).

Durante esta admirable aparición parecía que todo el monte Alverna estuviera ardiendo entre llamas resplandecientes, que iluminaban todos los montes y los valles del contorno como si el sol brillara sobre la tierra. Así, los pastores que velaban en aquella comarca, al ver el monte en llamas y semejante resplandor en torno, tuvieron muchísimo miedo, como ellos lo refirieron después a los hermanos, y afirmaban que aquella llama había permanecido sobre el monte Alverna una hora o más. Asimismo, al resplandor de esa luz, que penetraba por las ventanas de las casas de la comarca, algunos arrieros que iban a la Romaña se levantaron, creyendo que ya había salido el sol, ensillaron y cargaron sus bestias, y, cuando ya iban de camino, vieron que desaparecía dicha luz y nacía el sol natural.

En esa aparición seráfica, Cristo, que era quien se aparecía, habló a San Francisco de ciertas cosas secretas y sublimes, que San Francisco jamás quiso manifestar a nadie en vida, pero después de su muerte las reveló, como se verá más adelante. Y las palabras fueron éstas:

-- ¿Sabes tú -dijo Cristo- lo que yo he hecho? Te he hecho el don de las llagas, que son las señales de mi pasión, para que tú seas mi portaestandarte (5). Y así como yo el día de mi muerte bajé al limbo y saqué de él a todas las almas que encontré allí en virtud de estas mis llagas, de la misma manera te concedo que cada año, el día de tu muerte, vayas al purgatorio y saques de él, por la virtud de tus llagas, a todas las almas que encuentres allí de tus tres Ordenes, o sea, de los menores, de las monjas y de los continentes (6), y también las de otros que hayan sido muy devotos tuyos, y las lleves a la gloria del paraíso, a fin de que seas conforme a mí en la muerte como lo has sido en la vida.

Cuando desapareció esta visión admirable, después de largo espacio de tiempo y de secreto coloquio, dejó en el corazón de San Francisco un ardor desbordante y una llama de amor divino, y en su carne, la maravillosa imagen y huella de la pasión de Cristo. Porque al punto comenzaron a aparecer en las manos y en los pies de San Francisco las señales de los clavos, de la misma manera que él las había visto en el cuerpo de Jesús crucificado, que se le apareció bajo la figura de un serafín. Sus manos y sus pies aparecían, en efecto, clavados en la mitad con clavos, cuyas cabezas, sobresaliendo de la piel, se hallaban en las palmas de las manos y en los empeines de los pies, y cuyas puntas asomaban en el dorso de las manos y en las plantas de los pies, retorcidas y remachadas de tal forma, que por debajo del remache, que sobresalía todo de la carne, se hubiera podido introducir fácilmente el dedo de la mano, como en un anillo. Las cabezas de los clavos eran redondas y negras.

Asimismo, en el costado derecho aparecía una herida de lanza, sin cicatrizar, roja y ensangrentada, que más tarde echaba con frecuencia sangre del santo pecho de San Francisco, ensangrentándole la túnica y los calzones. Lo advirtieron los compañeros antes de saberlo de él mismo, observando cómo no descubría las manos ni los pies y que no podía asentar en tierra las plantas de los pies, y cuando, al lavarle la túnica y los calzones, los hallaban ensangrentados; llegaron, pues, a convencerse de que en las manos, en los pies y en el costado llevaba claramente impresa la imagen y la semejanza de Cristo crucificado.

Y por mucho que él anduviera cuidadoso de ocultar y disimular esas llagas gloriosas, tan patentemente impresas en su carne, viendo, por otra parte, que con dificultad podía encubrirlas a los compañeros sus familiares, mas temiendo publicar los secretos de Dios, estuvo muy perplejo sobre si debía manifestar o no la visión seráfica y la impresión de las llagas. Por fin, acosado por la conciencia, llamó junto a sí a algunos hermanos de más confianza, les propuso la duda en términos generales, sin mencionar el hecho, y les pidió su consejo. Entre ellos había uno de gran santidad, de nombre hermano Iluminado (7); éste, verdaderamente iluminado por Dios, sospechando que San Francisco debía de haber visto cosas maravillosas, le respondió:

-- Hermano Francisco, debes saber que, si Dios te muestra alguna vez sus sagrados secretos, no es para ti sólo, sino también para los demás; tienes, pues, motivo para temer que, si tienes oculto lo que Dios te ha manifestado para utilidad de los demás, te hagas merecedor de reprensión.

Entonces, San Francisco, movido por estas palabras, les refirió, con grandísima repugnancia, la sobredicha visión punto por punto, añadiendo que Cristo durante la aparición le había dicho ciertas cosas que él no manifestaría jamás mientras viviera (8).

Si bien aquellas llagas santísimas, por haberle sido impresas por Cristo, eran causa de grandísima alegría para su corazón, con todo le producían dolores intolerables en su carne y en los sentidos corporales. Por ello, forzado de la necesidad, escogió al hermano León, el más sencillo y el más puro de todos, para confiarle su secreto; a él le dejaba ver y tocar sus santas llagas y vendárselas con lienzos para calmar el dolor y recoger la sangre que brotaba y corría de ellas. Cuando estaba enfermo, se dejaba cambiar con frecuencia las vendas, aun cada día, excepto desde la tarde del jueves hasta la mañana del sábado, porque no quería que le fuese mitigado con ningún remedio humano ni medicina el dolor de la pasión de Cristo que llevaba en su cuerpo durante todo ese tiempo en que nuestro Señor Jesucristo había sido, por nosotros, preso, crucificado, muerto y sepultado. Sucedió alguna vez que, cuando el hermano León le cambiaba la venda de la llaga del costado, San Francisco, por la violencia del dolor al despegarse el lienzo ensangrentado, puso la mano en el pecho del hermano León; al contacto de aquellas manos sagradas, el hermano León sintió tal dulzura, que faltó poco para que cayera en tierra desvanecido.

Finalmente, por lo que hace a esta tercera consideración, cuando terminó San Francisco la cuaresma de San Miguel Arcángel, se dispuso, por divina inspiración, a regresar a Santa María de los Ángeles. Llamó, pues, a los hermanos Maseo y Ángel y, después de muchas palabras y santas enseñanzas, les recomendó aquel monte santo con todo el encarecimiento que pudo, diciéndoles que le convenía volver, juntamente con el hermano León, a Santa María de los Ángeles. Dicho esto, se despidió de ellos, los bendijo en nombre de Jesucristo crucificado y, condescendiendo con sus ruegos, les tendió sus santísimas manos, adornadas de las gloriosas llagas, para que las vieran, tocaran y besaran. Dejándolos así consolados, se despidió de ellos y emprendió el descenso de la montaña santa (9).

En alabanza de Cristo. Amén.

1) La fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz, 14 de septiembre.

2) El relato viene de 1 Cel 92s, pero el autor de las Consideracionesha tenido delante, más bien, la LM 13,2.

3) El autor de las Consideraciones fija con precisión la lecha de la impresión de las llagas: el 14 de septiembre. Tomás de Celano no da ninguna fecha; San Buenaventura se limita a decir: «un día próximo a la fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz» (LM 13,3). La fiesta litúrgica ha venido celebrándose el 17 de septiembre.

4) Es la idea reiteradamente expresada por San Buenaventura, a quien sigue casi literalmente el autor (cf. LM 13,3): Francisco anheló durante toda su vida el martirio por Cristo; no logró el martirio corporal, pero Cristo le reservaba otro martirio más meritorio: el de su transformación en el Crucificado.

5) En italiano, gonfaloniere. Es otra de las ideas de San Buenaventura: «Cristo le entregó su estandarte, esto es, la señal del Crucificado».

6) Las tres Ordenes de San Francisco: Menores, Clarisas y Terciarios. Estamos ante otra revelación, fruto tardío de la fantasía de ciertos ambientes conventuales, en que las glorias de la Orden suponían más que la imitación sincera del humilde Poverello.

7) El hermano Iluminado de Rieti, que había sido compañero del Santo en Egipto.

8) El texto de Actus 9,71 termina el relato de la estigmatización con estas palabras: «Estos hechos los supo el hermano Jacobo de Massa de boca del hermano León, y el hermano Hugolino de Monte Santa María los supo de boca de dicho hermano Jacobo, y yo, que lo escribo, de boca del hermano Hugolino, hombre enteramente digno de fe».

9) Fue el 30 de septiembre de 1224.