domingo, 30 de septiembre de 2012

Películas sobre San Francisco de Asís

A continuación les presentamos varias alternativas de películas sobre la vida de San Francisco de Asís, veanlas todas son hermosas, paz y bien hermanos.

Clara y Francisco


Hermano sol, hermana Luna de Franco Zeffirelli


Francisco, juglar de Dios
 

Confirmación de la Regla de San Francisco (LM 4,11) .

Estando ya muy extendida la Orden, quiso Francisco que el papa Honorio le confirmara para siempre la forma de vida que había sido ya aprobada por su antecesor el señor Inocencio. Se animó a llevar adelante dicho proyecto, gracias a la siguiente inspiración que recibiera del Señor.

Parecíale que recogía del suelo unas finísimas migajas de pan que debía repartir entre una multitud de hermanos suyos famélicos que le rodeaban. Temeroso de que al distribuir tan tenues migajas se le deslizaran por las manos, oyó una voz del cielo que le dijo: "Francisco, con todas las migajas haz una hostia y da de comer a los que quieran". Hízolo así, y sucedió que cuantos no recibían devotamente aquel don o que lo menospreciaban después de haberlo tomado, aparecían todos al instante visiblemente cubiertos de lepra.

A la mañana siguiente, el Santo dio cuenta de todo ello a sus compañeros, doliéndose de no poder comprender el misterio encerrado en aquella visión. Pero, perseverando en vigilante y devota oración, sintió al otro día esta voz venida del cielo: "Francisco, las migajas de la pasada noche son las palabras del Evangelio; la hostia representa a la Regla; la lepra, a la iniquidad".

Ahora bien, queriendo Francisco -según se le había mostrado en la visión- redactar la Regla que iba a someter a la aprobación definitiva en forma más compendioso que la vigente, que era bastante profusa a causa de numerosas citas del Evangelio, subió -guiado por el Espíritu Santo- a un monte con dos de sus compañeros y allí, entregado al ayuno, contentándose tan sólo con pan y agua, hizo escribir la Regla tal como el Espíritu divino se lo sugería en la oración.
Cuando bajó del monte, entregó dicha Regla a su vicario para que la guardase; y al decirle éste, después de pocos días, que se había perdido por descuido la Regla, el Santo volvió nuevamente al mencionado lugar solitario y la recompuso en seguida de forma tan idéntica a la primera como si el Señor le hubiera ido sugiriendo cada una de sus palabras. Después -de acuerdo con sus deseos- obtuvo que la confirmara el susodicho señor papa Honorio en el octavo año de su pontificado.


Regl de la Orden Franciscana Seglar

Carta de presentación
de la Regla de la Orden Franciscana Seglar
por los Ministros Generales Franciscanos
A los hermanos y hermanas de la Orden Franciscana Seglar, con ocasión de la entrega de su Regla, aprobada por la Santa Sede.
Sentimos el gozo de comunicaros que la Santa Sede, con el Breve Apostólico «Seraphicus Patriarcha», del 24 de Junio de 1978, ha aprobado, «bajo el anillo del Pescador», la Regla renovada de la Orden Franciscana Seglar, que abroga y sustituye la Regla precedente, del Papa León XIII.
Es un espléndido regalo que debemos a Su Santidad el Papa Pablo VI, otorgado poco antes de abandonar esta tierra. Pablo VI os amaba. Efectivamente, en reiteradas ocasiones había manifestado su amor a la Orden Franciscana Seglar, y os había dedicado palabras inolvidables, como en el mes de junio de 1968, y en 1971, con ocasión del 750 aniversario del «Memoriale Propositi».
El camino recorrido desde el 7 de marzo de 1966, es decir, desde cuando la Sagrada Congregación para los Religiosos concedió la facultad para iniciar la puesta al día de la legislación de la Orden Franciscana Seglar, ha sido largo y difícil.
Queremos subrayar la labor realizada por los hermanos y por las Fraternidades, ya mediante los Consejos Nacionales, ya mediante las diferentes formas de vida, «way of life», Itinerarios o Idearios, ya finalmente mediante el infatigable trabajo de la Presidencia del Consejo Internacional, desde que fue instituido en 1973.
Esta labor ha sido de capital importancia en la búsqueda de los caminos del Espíritu y muy eficaz para percibir la presencia y la vitalidad del carisma franciscano en el Pueblo de Dios, en nuestros días.
La Regla que hoy os presentamos no es solamente el fruto de estos trabajos. La Iglesia os la entrega como norma y vida.
La prioridad de vuestra atención debe orientarse hacia el contenido evangélico, acogiendo el mensaje franciscano del que es portadora, y la pauta que os brinda para vivir según el Santo Evangelio.
Uno de los quicios de la deseada renovación es el retorno a los orígenes, a la experiencia espiritual de Francisco de Asís y de los hermanos y hermanas de penitencia, que de él recibieron inspiración y guía. Tal propósito se sugiere con la inserción, a modo de prólogo, de la «Carta a los Fieles» (primera redacción), amén de las constantes referencias a la doctrina y al ejemplo de San Francisco.
Otro de los quicios se encuentra en la atención al Espíritu en la lectura e interpretación de los signos de los tiempos.
Apoyados en este doble quicio, debéis poner en práctica la invitación de la Regla a la creatividad y al ejercicio de la corresponsabilidad.
Esta creatividad, en algunos casos, deberá expresarse en forma de Estatutos. En efecto, el número 3 de la Regla afirma como norma general: «La aplicación será hecha por las Constituciones Generales y por los Estatutos particulares».
Nosotros, Ministros Franciscanos, con todos nuestros hermanos, quedamos con el ánimo abierto y dispuesto a prestaros la asistencia necesaria para caminar juntos por los caminos del Señor.
Con estos sentimientos, nos es sumamente grato entregar la Regla renovada de la Orden Franciscana Seglar a la Presidencia del Consejo Internacional OFS, y, mediante ella, a todos los Franciscanos seglares, que deberán recibirla como norma y vida.
Roma, 4 de octubre de 1978.
Fr. Constantino Koser, Min. Gen. OFM
Fr. Vitale Bommarco, Min. Gen. OFMConv
Fr. Pascual Rywalski, Min. Gen. OFMCap
Fr. Rolando Faley, Min. Gen. TOR
Breve Apostólico «Seraphicus Patriarcha»
por el que se aprueba y confirma
la Regla de la Orden Franciscana Seglar

PABLO VI, PAPA
Para perpetua memoria
El Seráfico Patriarca, San Francisco de Asís, mientras vivió, y después de su preciosa muerte, no sólo atrajo a muchísimos para que sirvieran a Dios en la familia religiosa por él fundada, sino que también indujo a muchos seglares a seguir sus iniciativas en la forma en que fuese posible en el mundo. Y en efecto, para decirlo con palabras de Nuestro Predecesor Pío XI: «... parece que no ha habido otro hombre en el cual brillara de manera más semejante y fiel la imagen de Cristo Señor y la forma evangélica de vivir, que en Francisco. Por esto, quien a sí mismo se llamó Pregonero del Gran Rey, ha sido denominado con razón otro Cristo, pues se presentó a la sociedad de su tiempo y a los siglos futuros como un Cristo viviente; de donde se ha seguido que como tal viva hoy y vivirá para siempre a los ojos de los hombres» (Enc. Rite expiatis, del 30-IV-1926; A.A.S. 18, 1926, p. 154). Nos alegramos verdaderamente de que el «carisma franciscano», en esta misma época nuestra, en la que cunden tantas doctrinas lisonjeras y se fomentan tantas inclinaciones que apartan los ánimos de Dios y de las realidades superiores, se mantenga aún en vigor para bien de la Iglesia y de la sociedad humana. Por consiguiente, con laudable solicitud y unión de esfuerzos, las cuatro Órdenes Franciscanas han trabajado, durante un decenio, para elaborar una nueva Regla de la Tercera Orden Seglar o, como ahora se llama, Orden Franciscana Seglar. Esto se consideró necesario dados los cambios en las condiciones de los tiempos y porque el Concilio Vaticano II había formulado preceptos y recomendaciones al respecto. Así, pues, los amados hijos, los Ministros Generales de las cuatro Órdenes Franciscanas nos suplicaron que aprobáramos la Regla así redactada. Y Nos, siguiendo el ejemplo de algunos Predecesores Nuestros, entre los que León XIII es el más reciente, decidimos acceder de buen grado a tal petición. Siendo así que tenemos la plena confianza de que la forma de vida predicada por aquel admirable Varón de Asís florecerá y se vigorizará claramente con nuevo impulso, consultada la Sagrada Congregación para los Religiosos e Institutos Seculares, que examinó diligentemente el ejemplar que se le entregó, ponderadas todas las cosas, con ciencia cierta y madura deliberación, y con la plenitud de Nuestra potestad Apostólica, en virtud de las presentes Letras, aprobamos y confirmamos la Regla de la Orden Franciscana Seglar, a la que añadimos la fuerza de la sanción Apostólica, con tal que concuerde con el ejemplar que se guarda en el archivo de la misma Sagrada Congregación para los Religiosos e Institutos Seculares, y cuyas primeras palabras son «Inter spirituales familias», y las últimas «ad normam Constitutionum, petenda». Al mismo tiempo, por las Presentes y por Nuestra Autoridad, abrogamos la anterior Regla de la que se llamaba Tercera Orden Franciscana Seglar. Establecemos, finalmente, que estas Letras sean firmes y que produzcan plenamente sus efectos ahora y en el futuro, sin que obste nada en contrario.
Dado en Roma, junto a San Pedro, bajo el anillo del Pescador, el día 24 de junio de 1978, decimosexto año de Nuestro Pontificado.
Juan Card. Villot
Secretario de Estado
* * *
Regla de la Orden Franciscana Seglar
Prólogo
Exhortación de San Francisco
a los Hermanos y Hermanas de Penitencia (1CtaF)
¡En el nombre del Señor!
De aquellos que hacen penitencia
Todos los que aman al Señor con todo el corazón, con toda el alma y con toda la mente, con todas las fuerzas, y aman a sus prójimos como a sí mismos, y odian a sus cuerpos con sus vicios y pecados, y reciben el cuerpo y la sangre de nuestro Señor Jesucristo, y hacen frutos dignos de penitencia: ¡Oh cuán bienaventurados y benditos son ellos y ellas, mientras hacen tales cosas y en tales cosas perseveran!, porque descansará sobre ellos el espíritu del Señor y hará en ellos habitación y morada, y son hijos del Padre celestial, cuyas obras hacen, y son esposos, hermanos y madres de nuestro Señor Jesucristo.
Somos esposos cuando, por el Espíritu Santo, el alma fiel se une a nuestro Señor Jesucristo. Somos para él hermanos cuando hacemos la voluntad del Padre que está en los cielos; madres, cuando lo llevamos en nuestro corazón y en nuestro cuerpo, por el amor divino y por una conciencia pura y sincera; y lo damos a luz por medio de obras santas, que deben iluminar a los otros como ejemplo.
¡Oh cuán glorioso, santo y grande es tener un Padre en los cielos! ¡Oh cuán santo, consolador, bello y admirable, tener un tal esposo! ¡Oh cuán santo y cuán amado, placentero, humilde, pacífico, dulce, amable y sobre todas las cosas deseable, tener un tal hermano y un tal hijo: Nuestro Señor Jesucristo!, quien dio la vida por sus ovejas y oró al Padre diciendo:
Padre santo, guarda en tu nombre a los que me has dado en el mundo; tuyos eran y tú me los has dado. Y las palabras que tú me diste, se las he dado a ellos, y ellos las han recibido y han creído de verdad que salí de ti, y han conocido que tú me has enviado. Ruego por ellos y no por el mundo. Bendícelos y santifícalos, y por ellos me santificó a mí mismo. No ruego sólo por ellos, sino también por aquellos que, por medio de su palabra, han de creer en mí, para que sean santificados en la unidad, como nosotros. Y quiero, Padre, que, donde yo esté, estén también ellos conmigo, para que vean mi gloria en tu reino (Jn 17; Mt 20,21). Amén.
De aquellos que no hacen penitencia
Pero todos aquellos y aquellas que no viven en penitencia, y no reciben el cuerpo y la sangre de nuestro Señor Jesucristo, y se dedican a vicios y pecados, y que andan tras la mala concupiscencia y los malos deseos de su carne, y no guardan lo que prometieron al Señor, y sirven corporalmente al mundo con los deseos carnales y las preocupaciones del siglo y los cuidados de esta vida: Apresados por el diablo, cuyos hijos son y cuyas obras hacen, están ciegos, porque no ven la verdadera luz, nuestro Señor Jesucristo.
No tienen la sabiduría espiritual, porque no tienen al Hijo de Dios, que es la verdadera sabiduría del Padre; de ellos se dice: Su sabiduría ha sido devorada (Sal 106,27), y: Malditos los que se apartan de tus mandatos (Sal 118,21). Ven y conocen, saben y hacen el mal, y ellos mismos, a sabiendas, pierden sus almas.
Ved, ciegos, engañados por vuestros enemigos, por la carne, el mundo y el diablo, que al cuerpo le es dulce hacer el pecado y le es amargo hacerlo servir a Dios; porque todos los vicios y pecados salen y proceden del corazón de los hombres, como dice el Señor en el Evangelio. Y nada tenéis en este siglo ni en el futuro. Y pensáis poseer por largo tiempo las vanidades de este siglo, pero estáis engañados, porque vendrá el día y la hora en los que no pensáis, no sabéis e ignoráis; enferma el cuerpo, se aproxima la muerte y así se muere de muerte amarga. Y dondequiera, cuando quiera, como quiera que muere el hombre en pecado mortal sin penitencia ni satisfacción, si puede satisfacer y no satisface, el diablo arrebata su alma de su cuerpo con tanta angustia y tribulación, que nadie puede saberlo sino el que las sufre. Y todos los talentos y poder y ciencia y sabiduría que pensaban tener, se les quitará. Y lo dejan a parientes y amigos; y ellos toman y dividen su hacienda, y luego dicen: Maldita sea su alma, porque pudo darnos más y adquirir más de lo que adquirió. Los gusanos comen el cuerpo, y así aquéllos perdieron el cuerpo y el alma en este breve siglo, e irán al infierno, donde serán atormentados sin fin.
A todos aquellos a quienes lleguen estas letras, les rogamos, en la caridad que es Dios, que reciban benignamente, con amor divino, las susodichas odoríferas palabras de nuestro Señor Jesucristo. Y los que no saben leer, hagan que se las lean muchas veces; y reténganlas consigo junto con obras santas hasta el fin, porque son espíritu y vida. Y los que no hagan esto, tendrán que dar cuenta en el día del juicio, ante el tribunal de nuestro Señor Jesucristo.
Capítulo I: La Orden Franciscana Seglar (OFS) (1)
1. Entre las familias espirituales, suscitadas por el Espíritu Santo en la Iglesia (2), la Familia Franciscana comprende a todos aquellos miembros del Pueblo de Dios, laicos, religiosos y sacerdotes, que se sienten llamados al seguimiento de Cristo, tras las huellas de San Francisco de Asís (3).
En maneras y formas diversas, pero en recíproca comunión vital, todos ellos se proponen hacer presente el carisma del común Seráfico Padre, en la vida y en la misión de la Iglesia (4).
2. En el seno de dicha familia, tiene un puesto peculiar la Orden Franciscana Seglar, la cual se configura como una unión orgánica de todas las fraternidades católicas, esparcidas por el mundo entero y abiertas a todo grupo de fieles, en las cuales los hermanos y las hermanas, impulsados por el Espíritu a alcanzar la perfección de la caridad en su estado seglar, se comprometen con la Profesión a vivir el Evangelio a la manera de San Francisco con la ayuda de la presente Regla confirmada por la Iglesia (5).
3. Esta Regla, después del «Memoriale propositi» (1221) y de las Reglas aprobadas por los Sumos Pontífices Nicolás IV y León XIII, acomoda la Orden Franciscana Seglar a las exigencias y a las esperanzas de la santa Iglesia, en las nuevas condiciones de los tiempos. Su interpretación corresponde a la Santa Sede, mas la aplicación será hecha por las Constituciones Generales y por los Estatutos particulares.
Capítulo II: La forma de vida
4. La Regla y la vida de los Franciscanos seglares es ésta: guardar el santo Evangelio de nuestro Señor Jesucristo siguiendo el ejemplo de San Francisco de Asís, que hizo de Cristo el inspirador y centro de su vida con Dios y con los hombres (6).
Cristo, don del amor del Padre, es el camino hacia Él, es la verdad en la cual nos introduce el Espíritu Santo, es la vida que Él ha venido a traer abundantemente (7).
Los Franciscanos seglares dedíquense asiduamente a la lectura del Evangelio, pasando del Evangelio a la vida y de la vida al Evangelio (8).
5. Los Franciscanos seglares, pues, busquen la persona viviente y operante de Cristo en los hermanos, en la Sagrada Escritura, en la Iglesia y en las acciones litúrgicas. La fe de San Francisco que dictó estas palabras: «Nada veo corporalmente en este mundo del mismo altísimo Hijo de Dios, sino su santísimo cuerpo y sangre» (9), sea para ellos inspiración y guía de su vida eucarística.
6. Sepultados y resucitados con Cristo en el Bautismo, que los hace miembros vivos de la Iglesia, y a ella más estrechamente vinculados por la Profesión, háganse testigos e instrumentos de su misión entre los hombres, anunciando a Cristo con la vida y con la palabra.
Inspirados en San Francisco y con él llamados a reconstruir la Iglesia, empéñense en vivir en plena comunión con el Papa, los Obispos y los Sacerdotes, en abierto y confiado diálogo de creatividad apostólica (10).
7. Como «hermanos y hermanas de penitencia» (11), en fuerza de su vocación, impulsados por la dinámica del Evangelio, conformen su modo de pensar y de obrar al de Cristo, mediante un radical cambio interior, que el mismo Evangelio denomina con el nombre de «conversión», la cual, debido a la fragilidad humana, debe actualizarse cada día (12).
En este camino de renovación, el Sacramento de la Reconciliación es signo privilegiado de la misericordia del Padre, y fuente de gracia (13).
8. Como Jesucristo fue el verdadero adorador del Padre, del mismo modo los Franciscanos seglares hagan de la oración y de la contemplación el alma del propio ser y del propio obrar (14).
Participen de la vida sacramental de la Iglesia, especialmente de la Eucaristía, y asóciense a la oración litúrgica en alguna de las formas propuestas por la misma Iglesia, reviviendo así los misterios de la vida de Cristo.
9. La Virgen María, humilde sierva del Señor, siempre atenta a su palabra y a todas sus mociones, fue para San Francisco centro de indecible amor, y por él declarada Protectora y Abogada de su familia (15). Los Franciscanos seglares den testimonio de su ardiente amor hacia Ella por la imitación de su disponibilidad incondicional, y en la efusión de una confiada y consciente oración (16).
10. Asociándose a la obediencia redentora de Jesús, que sometió su voluntad a la del Padre, cumplan fielmente las obligaciones propias de la condición de cada uno, en las diversas circunstancias de la vida (17), y sigan a Cristo, pobre y crucificado, confesándolo aun en las dificultades y persecuciones (18).
11. Cristo, confiado en el Padre, aun apreciando atenta y amorosamente las realidades creadas, eligió para Sí y para su Madre una vida pobre y humilde (19); del mismo modo, los Franciscanos seglares han de buscar en el desapego y en el uso, una justa relación con los bienes terrenos, simplificando las propias exigencias materiales; sean consientes, en conformidad con el Evangelio, de ser administradores de los bienes recibidos, en favor de los hijos de Dios.
Así, en el espíritu de las «Bienaventuranzas», esfuércense en purificar el corazón de toda tendencia y deseo de posesión y de dominio, como «peregrinos y forasteros» en el camino hacia la casa del Padre (20).
12. Testigos de los bienes futuros y comprometidos a adquirir, según la vocación que han abrazado, la pureza de corazón, se harán libres, de este modo, para el amor de Dios y de los hermanos (21).
13. De la misma manera que el Padre ve en cada uno de los hombres los rasgos de su Hijo, Primogénito de muchos hermanos (22), los Franciscanos seglares acojan a todos los hombres con ánimo humilde y cortés, como don del Señor (23) e imagen de Cristo.
El sentido de fraternidad les hará felices y dispuestos a identificarse con todos los hombres, especialmente con los más humildes, para los cuales se esforzarán en crear condiciones de vida dignas de criaturas redimidas por Cristo (24).
14. Llamados, juntamente con todos los hombres de buena voluntad, a construir un mundo más fraterno y evangélico para edificar el Reino de Dios, conscientes de que «quien sigue a Cristo, Hombre perfecto, se hace a sí mismo más hombre», cumplan de modo competente sus propios deberes con espíritu cristiano de servicio (25).
15. Estén presentes con el testimonio de su vida humana y también con iniciativas eficaces, tanto individuales como comunitarias, en la promoción de la justicia, particularmente en el ámbito de la vida pública, empañándose en opciones concretas y coherentes con su fe (26).
16. Consideren el trabajo como don de Dios y como participación en la creación, redención y servicio de la comunidad humana (27).
17. Vivan en la propia familia el espíritu franciscano de paz, fidelidad y respeto a la vida, esforzándose en convertirlo en el signo de un mundo ya renovado en Cristo (28).
Los casados particularmente, viviendo la gracia del matrimonio, den testimonio en el mundo del amor de Cristo a su Iglesia. Con una educación cristiana, sencilla y abierta, atentos a la vocación de cada uno, recorran gozosamente con sus hijos su itinerario espiritual y humano (29).
18. Sientan, además, respeto por las otras criaturas, animadas e inanimadas, que «son portadoras de la significación del Altísimo» (30), y procuren con ahínco superar la tentación de explotación con el concepto franciscano de la fraternidad universal.
19. Como portadores de paz y conscientes de que la paz ha de construirse incesantemente, indaguen los caminos de la unidad y de la inteligencia fraterna mediante el diálogo, confiando en la presencia del germen divino que hay en el hombre y en la fuerza transformadora del amor y del perdón (31).
Mensajeros de la perfecta alegría, esfuércense permanentemente en llevar a los demás el gozo y la esperanza (32).
Insertos en la resurrección de Jesucristo, que da su verdadero sentido a la Hermana Muerte, tiendan con serenidad al encuentro definitivo con el Padre (33).
Capítulo III: La vida en fraternidad
20. La Orden Franciscana Seglar se divide en Fraternidades, de diversos niveles o grados: local, regional, nacional e internacional. Cada una de estas Fraternidades tiene su propia personalidad moral en la Iglesia (34). Las Fraternidades se coordinan y unen entre sí, de acuerdo con lo que se establece en esta Regla y en las Constituciones.
21. En los diferentes niveles, cada Fraternidad es animada y guiada por un Consejo y un Ministro (o Presidente), elegidos por los profesos, en conformidad con las Constituciones (35).
Su servicio, que dura un tiempo limitado, es un compromiso de disponibilidad y de responsabilidad para con cada uno y para con el grupo.
Las Fraternidades, según lo establecido en las Constituciones, se estructuran internamente de manera diversa, conforme a las necesidades de sus miembros y de las regiones, bajo la dirección del Consejo respectivo.
22. La Fraternidad local necesita ser canónicamente erigida, y se convierte así en la primera célula de toda la Orden y en signo visible de la Iglesia, que es una comunidad de amor. La Fraternidad deberá ser el lugar privilegiado para desarrollar el sentido eclesial y la vocación franciscana, y, además, para animar la vida apostólica de sus miembros (36).
23. Las peticiones de admisión en la Orden Franciscana Seglar se presentan a una Fraternidad local, cuyo Consejo decide sobre la aceptación de los nuevos hermanos (37).
El proceso de incorporación a la Fraternidad comprende el tiempo de iniciación, el período de formación, que dura, por lo menos, un año, y la Profesión de la Regla (38). En este itinerario gradual está comprometida toda la Fraternidad, aun con su estilo de vida. Por lo que se refiere a la edad para la Profesión, y a los signos distintivos franciscanos (39), procédase según los Estatutos.
La Profesión es, de por sí, un compromiso perpetuo (40).
Los hermanos que se encuentren en dificultades particulares, procurarán tratar sus problemas en fraterno diálogo con el Consejo. La separación o definitiva dimisión de la Orden, si fuere necesaria, es un acto que compete al Consejo de la Fraternidad, en conformidad con las Constituciones (41).
24. Para estimular la comunión entre los miembros, el Consejo organice reuniones periódicas y encuentros frecuentes, incluso con otros grupos franciscanos, especialmente de jóvenes, adoptando los medios más adecuados para el crecimiento en la vida franciscana y eclesial, estimulando a todos a la vida de Fraternidad (42).
Esta comunión se prolonga con los hermanos difuntos, ofreciéndose sufragios por sus almas (43).
25. Todos los hermanos y hermanas ofrezcan una contribución proporcionada a las posibilidades de cada uno, para sufragar los gastos necesarios de la vida de la Fraternidad o para obras de culto, de apostolado y de caridad.
Las Fraternidades locales procuren contribuir al pago de los gastos del Consejo de la Fraternidad de nivel superior (44).
26. Como signo concreto de comunión y de corresponsabilidad, los Consejos de los diferentes niveles, según las Constituciones, pedirán religiosos idóneos y preparados para la asistencia espiritual, a los Superiores de las cuatro Familias religiosas franciscanas, a las cuales, desde siglos, está unida la Fraternidad Seglar.
Para fomentar la fidelidad al carisma y la observancia de la Regla, y para recibir mayor ayuda en la vida de fraternidad, el Ministro o Presidente, de acuerdo con su Consejo, sea solícito en pedir periódicamente a los Superiores religiosos competentes (45) la visita pastoral, y a los responsables del nivel superior, la visita fraterna, según las Constituciones.
«Y todo el que guarde estas cosas, en el cielo sea colmado de la bendición del altísimo Padre y en la tierra sea colmado de la bendición de su amado Hijo con el santísimo Espíritu Paráclito...» (Bendición de S. Francisco: Testamento v. 40).

Nota:
1. Llamada también Fraternidad Seglar Franciscana, o también T.O.F. o Tercera Orden Franciscana.
2. Lumen Gentium 43.
3. Pío XII: Discurso a los Terciarios, I, de 1-VII-1956.
4. Apostolicam Actuositatem 4, m.
5. Canon 702, 1.
6. 1 Cel 18 y 115.
7. Jn 3,16; 14,6.
8. Apostolicam Actuositatem 30, h.
9. Testamento 10.
10. Pablo VI: Discurso a los Terciarios, III, de 19-V-1971.
11. 1 Regla TOF.
12. Lumen Gentium 8; Unitatis Redintegratio 4; Paenitemini, Preámbulo.
13. Presbyterorum Ordinis 18, b.
14. Apostolicam Actuositatem 4, a b c.
15. 2 Cel 198.
16. Lumen Gentium 67; Apostolicam Actuositatem 4.
17. Lumen Gentium 41.
18. Lumen Gentium 42, b.
19. 2CtaF 5.
20. Rom 8, 17; Lumen Gentium 7, 4.
21. Adm 16; 2CtaF 70.
22. Rom 8,29.
23. 2 Cel 85; 2CtaF 26; 1 R 7,13.
24. 1 R 9,3; Mt 25,40.
25. Lumen Gentium 31; Gaudium et Spes 93.
26. Apostolicam Actuositatem 14.
27. Gaudium et Spes 67,2; 1 R 7,4; 2 R 5,1.
28. Regla de León XIII, II, 8.
29. Lumen Gentium 41, e; Apostolicam Actuositatem 30, b c.
30. 1 Cel 80.
31. Regla de León XIII, II, 9; TC 14 y 58.
32. Adm 21; 1 R 7,15.
33. Gaudium et Spes 78,1-2.
34. Canon 687.
35. Canon 697.
36. Pío XII: Discurso a los Terciarios, III, de 1-VII-1956.
37. Canon 694.
38. 1 Regla TOF, 29-30.
39. 1 Cel 22.
40. 1 Regla TOF, 31.
41. Canon 696.
42. Canon 697.
43. 1 Regla TOF, 23.
44. 1 Regla TOF, 30.
45. 2 Regla TOF, cap. XVI.
[Cf. Selecciones de Franciscanismo, vol. VIII, n. 22 (1979) 7-17]

Qué es la OFS?

Orígenes de la Orden Franciscana Seglar

En tiempos de San Francisco ya existían asociaciones seglares de tipo penitencial, muy variadas y sin conexión entre ellas, surgidas, por lo general, a la sombra de hombres santos, monasterios, canónigos o movimientos religiosos. También los movimientos evangélicos o pauperistas, católicos o no, contaban con este tipo de rama secular, e Inocencio III aprobó la forma de vida de algunas de ellas, como los Humillados de Milán (1201) y los Pobres Católicos (1212).

Los Penitentes, por tanto, ya existían individual y corporativamente, antes que San Francisco fundara el Orden de los Hermanos y Hermanas de la Penitencia, que así se llamó en un principio. Él mismo y sus compañeros, antes de la aprobación de la Regla, se autodenominaban "Penitentes de Asís". Por tanto, no puede decirse que él fuera el fundador de todos, aunque sí de aquellos que, animados por el ejemplo y la predicación suya y de sus hermanos, quisieron llevar una vida más austera y evangélica, sin abandonar sus casas y sus compromisos familiares o laborales.

Puesto que la predicación de los hermanos menores consistía en exhortar a la conversión o "penitencia", no es de extrañar que pronto surgieran en torno a ellos un núcleo de seglares deseosos de vivir como penitentes en sus propias casas.

La idea de fundar la Orden franciscana seglar parece que le vino a Francisco a raíz de una predicación en Cannara (1212), cuando muchos de sus habitantes, hombres y mujeres, querían marcharse con él. Según el autor del Anónimo de Perusa, muchos casados decían a los hermanos: "Tenemos esposas y no nos permiten abandonarlas, Enseñadnos, pues, un camino para poder salvarnos". Y fue entonces cuando "fundaron una Orden que se llama de Penitentes, y la hicieron confirmar por el sumo Pontífice". 

Que san Francisco fundó la Orden de los Penitentes o Terciarios lo dicen todas las fuentes primitivas, empezando por fray Tomás de Celano, el cual, al describir poéticamente en su Vida Primera (1228-29) los primeros frutos de la predicación itinerante del Santo y de sus compañeros, añadía que “por todas partes resonaban himnos de gratitud y de alabanza, tanto que muchos, dejando los cuidados de las cosas del mundo, encontraron, en la vida y en la enseñanza del beatísimo padre Francisco, conocimiento de sí mismos y aliento para amar y venerar al Creador. Mucha gente del pueblo, nobles y plebeyos, clérigos y legos, tocados de divina inspiración, se llegaron a San Francisco, deseosos de militar siempre bajo su dirección y magisterio. Cual río caudaloso de gracia celestial, empapaba el santo de Dios a todos ellos con el agua de sus carismas y adornaba con flores de virtudes el jardín de sus corazones. ¡Magnífico operario aquél! Con sólo que se proclame su forma de vida, su Regla y doctrina, contribuye a que la Iglesia de Cristo se renueve en los creyentes de uno y otro sexo, y triunfe la triple milicia de los que se han de salvar”. Y concluye: “A todos daba una norma de vida y señalaba con acierto el camino de salvación, según el estado de cada uno".

Poco después, fray Julián de Spira (1232-1235) veía en las tres iglesias restauradas por Francisco el signo de las tres Órdenes que él fundó, dando “ley” a cada una, y explicaba que “la primera quiso que el nombre de Hermanos Menores fuese, en medio están las Pobres Señoras, y Penitentes de uno y otro sexo abraza la Orden Tercera”. De la Orden de los Penitentes dirá en otro momento que “no es de mediocre perfección, y está abierto a clérigos y laicos, vírgenes y continentes y casados, y comprende, para su salvación, a ambos sexos”.

También la Leyenda de los Tres Compañeros relaciona las tres Ordenes fundadas por él y confirmadas cada una “en su momento, por el sumo pontífice" con las tres iglesias que restauró, y con la Santísima Trinidad, de la que el santo fue muy devoto. San Buenaventura, por su parte, dice que "numerosas personas, inflamadas por el fuego de la predicación, se comprometían a las nuevas normas de penitencia según la forma de vida recibida del hombre de Dios"; y explica que dicho estado de vida estaba abierto a clérigos y seglares, vírgenes y casados de ambos sexos y que fue San Francisco quien determinó que se llamaran "Hermanos de la Penitencia".

El mismo cardenal Hugolino, siendo papa, escribía a Santa Inés de Praga en junio de 1238 y hacía referencia a las tres Órdenes fundadas por el santo, entre ellas "los colegios de penitentes".

Hasta nosotros ha llegado el llamado "memorial de propósitos" una Regla de la Orden de los Hermanos y Hermanas de la Penitencia que se dice comenzada en el año 1221. Que fue fundada por san Francisco ese año lo confirman el beato Francisco de Fabriano en la segunda mitad del siglo XIII, y la Crónica de los XXIV Generales en el s. XIV. Así pues, lo más probable es que la decisión de fundar una orden para seglares la tomara Francisco en 1221, durante la celebración del capítulo general o de las esteras, de acuerdo con los ministros y demás religiosos. Probablemente fue entonces cuando se dio el visto bueno al proyecto, dejando para más adelante la redacción de un memorial o regla, en espera de que el santo y el cardenal Hugolino pudiesen elaborarlo juntos, cosa que se hizo, según parece, el verano siguiente, en Florencia.

La intervención del cardenal protector de la Orden, futuro papa Gregorio IX, en la redacción de la regla para los Penitentes está confirmada por algunos testimonios. Fue el mismo Hugolino, según la Chronica Minor” de un fraile de Erfurt, quien “dió confirmación pontificia a las dos órdenes que Francisco había fundado, la de las Pobres Damas consagradas y la de los Penitentes, una orden esta que abraza a ambos sexos y a clérigos, casados, vírgenes y continentes”. Y el bien informado biógrafo de Gregorio IX decía que "en el periodo en que fue obispo de Ostia, Hugolino instituyó y llevó a término las nuevas Órdenes de los Hermanos de la Penitencia y de las Hermanas Reclusas". Y añade: “Y también guió a la Orden de los Menores, cuando esta se movía con paso vacilante, elaborando para ellos una nueva Regla y dando forma, de ese modo, a aquel movimiento aún informe, designando a San Francisco como ministro y jefe”.

Hoy nadie pone en duda que el cardenal Hugolino, protector de la Orden, ayudó de manera decisiva a San Francisco a dar un orden jurídico a la segunda y a la tercera orden por él fundadas.
Los penitentes franciscanos, considerados "Hermanos y Hermanas de la III Orden de San Francisco" por Gregorio IX poco después de la muerte del Santo, experimentaron enseguida un notable crecimiento junto con los hermanos Menores. El 18 de agosto de 1289, el papa franciscano Nicolás IV, con la bula "Supra Montem", les dió una nueva Regla, que estuvo en vigor durante siglos, hasta que León XIII la actualizó con la bula "misericors Dei Filius" del 30 de mayo de 1889.

Después del Concilio Vaticano II, en un clima de mayor compromiso y de mayor autonomía, reconocida a las organizaciones seglares comprometidas especialmente en la vida cristiana y en el apostolado, con la aportación de destacados terciarios de todo el mundo, se redactó la Regla actual, que el papa Pablo VI aprobó con la bula "Seraphicus Patriarca" del 4 de junio de 1978.

La Tercera Orden Franciscana, o la Orden Franciscana Seglar, como hoy se llama, ha dado la Iglesia un gran número de Santos y Beatos. Entre los literatos, artistas y científicos que han dado su nombre a la Orden conviene destacar a Giotto, Dante, Palestrina, Perosi, Galileo, Galvani, Volta, Cristobal Colón, Lope de Vega, etc., todos personajes que, haciendo honor a San Francisco, han dado testimonio de su gran intuición de hacer asequible a todos su estilo de vida religiosa.


Sitio oficial de la Orden Franciscana Seglar

viernes, 28 de septiembre de 2012

«Los siervos de Dios honren a los clérigos» (Adm 26)

por Kajetan Esser, o.f.m.


En la vida de nuestro padre san Francisco destaca fuertemente su voluntad de vivir siguiendo en todo la forma del santo evangelio. Francisco quiso vivir la forma de vida que con su palabra y su vida entera nos proclamó Cristo, el Hombre-Dios. Y lo que nos ha ido explicando Francisco en sus Admoniciones no es otra cosa que «la vida del evangelio de Jesucristo» (1 R Pról 2). En ellas nos ha indicado desde distintos puntos de vista cómo el espíritu del evangelio debe penetrar, modelar y perfeccionar nuestra vida de cada día. Lo ha hecho, además, con un carisma arrebatador.
Pero, a diferencia de muchos contemporáneos suyos que también sentían una honda preocupación religiosa, Francisco no quiso vivir esta forma de vida a su arbitrio, según su propio criterio. Dichos contemporáneos estaban, sin duda, animados por un ideal, pero la pasión y el aferramiento a sus propias ideas los puso en conflicto con la Iglesia, de la que terminaron separándose. Francisco era conocedor de tales conflictos. Sus Escritos, incluido su Testamento, nos muestran nítidamente cómo previó la posibilidad de que este peligro se infiltrara entre sus frailes. Por eso procuró muchas veces, y con gran solicitud, prevenirles del mismo.
Impulsado por esta inquietud coloca, para su vida y la de sus hermanos, junto a la «forma del santo evangelio» que Dios le había revelado (Test 14), la «forma de la santa Iglesia romana». En respuesta a la llamada de Dios quiere «seguir las huellas de nuestro Señor Jesucristo» (1 R 1,1); pero también quiere seguir «las huellas venerandas» de la santa madre Iglesia (2 Cel 24). Como los cátaros de su tiempo, quiere vivir una vida según la forma evangélica; pero, a diferencia de ellos, quiere vivirla en la Iglesia y de acuerdo con la misma. La Admonición 26 es una expresión muy elocuente de esta preocupación de Francisco.
«Dichoso el siervo que mantiene la fe en los clérigos que viven verdaderamente según la forma de la Iglesia romana. Y ¡ay de aquellos que los desprecian!; pues, aun cuando sean pecadores, nadie, sin embargo, debe juzgarlos, porque el Señor mismo se reserva para sí solo el juicio sobre ellos. Pues cuanto más grande es el ministerio que tienen del santísimo cuerpo y sangre de nuestro Señor Jesucristo, que ellos reciben y ellos solos administran a otros, tanto más pecado tienen los que pecan contra ellos que los que lo hacen contra los otros hombres de este mundo» (Adm 26).
El amor a la Iglesia se demuestra en el amor a sus ministros
Antes que nada, indiquemos algo importante. Es evidente que Francisco no vivió después del concilio Vaticano II, sino en la baja Edad Media. Por eso, está firmemente persuadido de que la Iglesia es la madre que nos da la vida, la madre que nos instruye con la Palabra de Dios, la madre a la que debemos profesar una obediencia filial. Por eso, la madre Iglesia se le hace visible sobre todo en los acontecimientos sacramentales, en los sacerdotes, administradores de los misterios de Dios, en los «clérigos», como suele llamarlos en general. Su actitud hacia los «clérigos» preserva y pone en práctica su veneración y amor a la madre Iglesia. Su actitud hacia los «clérigos» confirma su obediencia y sumisión a la Iglesia. De ahí su obediencia al papa (1), así como al cardenal protector, por ser el representante del papa, su «papa» como él lo llamaba (2); de ahí su profundísima veneración a los obispos y sacerdotes (3). En estrecha unión con todos ellos y, por tanto, con la Iglesia es como Francisco quiere «observar el santo evangelio de nuestro señor Jesucristo», «siempre sumisos y sujetos a los pies de la misma santa Iglesia, firmes en la fe católica» (2 R 12,4). De esta gran preocupación suya es de lo que trata en la presente Admonición.
La «Iglesia», por tanto, no es para él algo etéreo, inconcreto y genérico, no es algo intangible y, en definitiva, inasible. Para Francisco la Iglesia se hace carne viva en los intermediarios de la salvación establecidos por Dios: los «clérigos». Por eso afirma:
Dichoso el siervo que mantiene la fe en los clérigos que viven verdaderamente según la forma de la Iglesia romana. Y ¡ay de aquellos que los desprecian!
Quien quiere ser siervo de Dios, tiene que respetar y amar a la Iglesia, que el Señor ha instituido para su glorificación y para la salvación de los hombres. Y, en primer lugar, tiene que respetar y amar a los servidores de la Iglesia en quienes y a través de quienes cumple ésta sus grandes tareas de glorificación de Dios y de salvación de los hombres. ¿Y por qué debe respetar y amar a los «clérigos»? ¿Por sus dotes carismáticas? ¿Por su santidad personal? ¿Por sus grandes méritos? ¡A nada de esto alude Francisco! En su Testamento da gracias a Dios por haberle dado y seguir dándole «una fe tan grande en los sacerdotes que viven según la forma de la Iglesia romana», y esto «por su ordenación» (Test 6). Por eso, el que los sacerdotes vivan según la norma de la santa Iglesia romana es un elemento decisivo de la fe que en ellos deben tener los siervos de Dios.
En el sacramento del orden, Cristo, cabeza de la Iglesia, une consigo de una manera especial a los sacerdotes. Éstos han recibido plenos poderes para actuar en su lugar, en su nombre o, como se decía en la Edad Media, «en su persona». Francisco manifiesta esta fe con expresiones muy personales: «Y a estos sacerdotes y a todos los otros quiero temer, amar y honrar como a señores míos. Y no quiero advertir pecado en ellos, porque miro en ellos al Hijo de Dios y son mis señores» (Test 8-9). Actuando así, este creyente cristiano cumple la palabra del Señor: «El que os escucha a vosotros, a mí me escucha; y el que os rechaza, a mí me rechaza; y el que me rechaza a mí, rechaza al que me ha enviado» (Lc 10,16). Por eso, ¡dichoso quien tiene en los enviados por el Señor a su Iglesia la misma fe que en Cristo, el Señor! Y, ¡ay de aquellos que los desprecian!, pues eso equivale a despreciar a Cristo, que viene en ellos a nuestro encuentro, y al Padre que lo ha enviado.
Pues, aun cuando sean pecadores, nadie, sin embargo, debe juzgarlos, porque el Señor mismo se reserva para sí sólo el juicio sobre ellos.
La veneración, el respeto y la fe que se nos exige en la primera frase de esta Admonición, y que se nos exige además con toda firmeza (Dichoso... ¡ay de aquellos...!), resultan particularmente difíciles en el caso de «algunos pobrecillos sacerdotes de este mundo» (Test 7) que no actúan como debieran y viven en pecado: aun cuando sean pecadores (4). Los sacerdotes son seres humanos como los demás; por tanto, son pecadores como todos nosotros. Una vez más podemos comprobar cómo Francisco no idealiza ni encubre nada. Toma la realidad de la vida tal como es. Él, que vivía con la mente bien despierta y conocía los problemas y carencias de su tiempo, sabe que el sacerdote, a pesar de su íntima unión con Cristo por el sacramento del orden, sigue siendo un ser humano, un hombre con faltas e imperfecciones, con pecados y negaciones. ¡Esto es algo que él experimentó en su tiempo, y que lo experimentó incluso en proporciones que hoy día nos resultan difíciles de imaginar!
Pero, según Francisco, todo ello no debe ensombrecer la dignidad interna que el sacerdote ha recibido de Cristo en la ordenación. Penetrando lo humano, contempla lo que procede de Dios: «Porque miro en ellos al Hijo de Dios» (Test 9). Esta mirada de fe le impide juzgarlos. Deja todo juicio en manos de Dios, el Señor, el único a quien compete juzgar. Como dice el apóstol Pablo: «A mí lo que menos me importa es ser juzgado por vosotros o por un tribunal humano... Mi juez es el Señor» (1 Cor 4,34). Francisco no quiere anticiparse al juicio de Dios.
Por otra parte, ¡aquí se refleja también claramente cuán grande es la responsabilidad del sacerdote en todos los ámbitos y aspectos de su vida, por su ordenación! El sacerdote, que debe hacer las veces de Cristo y puede actuar «en su persona», está obligado a vivir cada vez más a Cristo. «A quien mucho se le dio, se le reclamará mucho» (Lc 12,48). Las cuentas que le pedirá el Señor estarán en relación con la gracia que ha recibido.
Pues cuanto más grande es el ministerio que tienen del santísimo cuerpo y sangre de nuestro Señor Jesucristo, que ellos reciben y ellos solos administran a otros, tanto más pecado tienen los que pecan contra ellos que los que lo hacen contra todos los otros hombres de este mundo.
Una vez más, Francisco expresa su más profunda preocupación. Una vez más, advierte a sus seguidores que no deben juzgar a aquellos sobre quienes el Señor en persona se ha reservado todo juicio. Una vez más, queda bien claro que la sublimidad y dignidad del sacerdote se basa sobre su ministerio, especialmente sobre la potestad de celebrar la eucaristía y administrar a los hombres el cuerpo y la sangre de Cristo: «Y lo hago por este motivo: porque en este siglo nada veo corporalmente del mismo altísimo Hijo de Dios sino su santísimo cuerpo y santísima sangre, que ellos reciben y solos ellos administran a otros» (Test 10). El ministerio eucarístico que el sacerdote debe desempeñar en la Iglesia es algo que lo eleva por encima de todo; gracias a él, el sacerdote puede hacer lo mismo que hizo Cristo; en este ministerio, el sacerdote está tan identificado con Cristo que su palabra se vuelve Palabra de Cristo y él mismo se hace uno con Él. Por eso mira Francisco en el sacerdote al Hijo de Dios.
Por esta dignidad recibida con miras a su ministerio, Francisco considera que cuando alguien se arroga el derecho de juzgar a los sacerdotes, cae en la máxima arrogancia: dado que los sacerdotes están tan íntimamente unidos a Cristo que hacen sus veces y pueden realizar su misión en la Iglesia, quienes pecan contra ellos cometen un pecado mayor que si lo cometieran contra todos los otros hombres de este mundo.
Veneremos a los sacerdotes por su ministerio
Es evidente que Francisco dirigió su Admonición 26 a los hombres de su tiempo. En aquella época había quienes sostenían que lo decisivo no es la ordenación sacerdotal, sino la vida virtuosa del individuo. Por tanto, si no había ningún sacerdote virtuoso, el ministerio sacerdotal podía ejercerlo un laico de vida santa. Según esta mentalidad, la sucesión apostólica no depende del sacramento del orden, sino de la vida apostólica de los individuos. Los sacramentos administrados por un sacerdote válidamente ordenado pero que vive en pecado, son inválidos. Frente a esta manera de pensar, Francisco dice claramente: «y ellos solos administran a otros» (Adm 26,3); «y solos ellos administran a otros» (Test 10); «y sólo ellos deben administrarlos y no otros» (2CtaF 35). La dignidad del sacerdote se basa sobre su ordenación y ministerio. Este contexto subraya la importancia que esta «palabra de amonestación» tiene también para nuestro tiempo.
1. También hoy día existe, incluso entre los cristianos de la Iglesia romana, el peligro de prestar más atención a la persona que a su ministerio. Hay quienes se fijan más en las cualidades humanas del ministro que en lo que Cristo dice y hace por medio de él. Si el sacerdote es una persona buena, prudente, amable, cortés, de trato agradable, se le honra y respeta; si no lo es, si carece de esta o aquella cualidad, es menospreciado e incluso despreciado. Más todavía, a veces parece como si los cristianos de hoy tuvieran una mirada especialmente aguda para captar las debilidades humanas, negaciones y pecados de los sacerdotes, por lo que resulta mucho más fácil caer en el peligro de juzgarlos y condenarlos. Se olvida lo que Francisco nos acaba de proponer: una visión de fe. Justamente por eso debemos sus seguidores esforzarnos en cultivar la veneración, la confianza y el amor a los sacerdotes, por su ministerio, en definitiva por Cristo que en ellos nos sale al encuentro.
2. Esta mirada de fe, que en toda ocasión se esfuerza por cultivar la veneración, la confianza y el amor a los sacerdotes, es una buena ayuda para superar una seria crisis existente hoy día tanto en nuestra vida comunitaria como en la vida de convivencia de la Iglesia: la crisis de autoridad.
Tal vez hasta no hace mucho se acentuara demasiado unilateralmente la autoridad. Tal vez se haya recargado en exceso este concepto con contenidos provenientes de otros ámbitos, especialmente del político e incluso del militar, haciendo caer en el descrédito no sólo el término «autoridad», sino hasta su mismo contenido.
En última instancia, la palabra autoridad (auctoritas) remite siempre a Dios Padre. Dios Padre se sirve de personas concretas para hacer visible su paternidad a los hombres. Así, por su paternidad, en la familia el padre tiene una autoridad directa. Así también, por su esencia, la Iglesia tiene una autoridad directa; pero la desempeña a través de hombres a quienes confía misiones concretas. Mediante su misión, participan de la autoridad de la Iglesia; y su autoridad se basa sobre dicha misión. A este ministerio, por tanto, le debemos estima, respeto y amor. Lo ideal sería, es lógico, que aquel a quien se le ha confiado un ministerio viviera de acuerdo con el mismo: ¡Piénsese, por ejemplo, en el papa Juan XXIII!
¡Pero eso sería exigir demasiado a los hombres! El hecho de recibir el encargo de un ministerio en la Iglesia no significa que quien lo recibe experimente el milagro de una nueva creación humana. Con frecuencia, mejor dicho, casi siempre se hace patente, tanto a quien ha recibido el ministerio como a aquellos que le han sido confiados, la dolorosa y angustiosa comprobación de que la autoridad de Dios se manifiesta en vasos de arcilla. Como decía san Pablo, «llevamos este tesoro en vasos de barro» (2 Cor 4,7).
Por tanto se trata, siguiendo a Francisco, de no despreciar el ministerio por la carencia de cualidades humanas en la persona del ministro y de no confundir el ministerio con las cualidades humanas o viceversa. Francisco nos indica, además, que debemos comportarnos con los ministros tal como corresponde al ministerio que les ha sido confiado; de ese modo se mantiene el orden interno de la comunidad, que en la Iglesia ha de ser siempre jerárquico. El que ha recibido un ministerio tendrá siempre la tarea de eliminar con su trabajo serio y responsable cualquier tensión o división.
3. Seamos comprensivos con los sacerdotes que no logran armonizar su ministerio sacerdotal y una vida personal coherente con el mismo. No se les ayuda criticándolos y juzgándolos, ni con la maledicencia o el desprecio. Sólo la oración y el sacrificio sirven de ayuda para que superen tal situación. Francisco nos muestra una vez más el camino. Cuenta de él san Buenaventura que lloraba con tan intenso amor y compasión por los pecadores, «que bien podía decirse que, como una madre, los engendraba diariamente en Cristo» (LM 8,1b).
¡No dejemos solos a quienes se les ha confiado un ministerio en la Iglesia! ¡Pongámonos a su lado y ayudémosles! ¡Seamos comprensivos con ellos y no les exijamos demasiado con una crítica carente de amor!
4. Tal vez lo más difícil que aquí nos pide Francisco consista en mantener, a pesar de todo, la confianza, la fe. Tomás de Celano relata que los primeros seguidores de Francisco «con frecuencia confesaban sus pecados a un sacerdote de muy mala fama, y bien ganada», y que «habiendo llegado a conocer su maldad por el testimonio de muchos no quisieron dar crédito a lo que oían, ni dejar por ello de confesarle sus pecados como solían, ni de prestarle la debida reverencia» (1 Cel 46b).
Esta actitud construye, induce a la reflexión y a la conversión, sirve al Reino de Dios. Por eso es dichoso el siervo de Dios que así actúa.

1) «El hermano Francisco y todo aquel que sea cabeza de esta Religión, prometa obediencia y reverencia al señor papa Inocencio y a sus sucesores»; «El hermano Francisco promete obediencia y reverencia al señor papa Honorio y a sus sucesores canónicamente elegidos» (1 R Pról 3; 2 R 1,2).
2) Cf. Jordán de Giano, Crónica, 14.
3) «Los hermanos no prediquen en la diócesis de un obispo cuando éste se lo haya prohibido» (2 R 9,1); «Después de esto, el Señor me dio, y me sigue dando, una fe tan grande en los sacerdotes que viven según la norma de la santa Iglesia romana, por su ordenación, que, si me viese perseguido, quiero recurrir a ellos. Y si tuviese tanta sabiduría como la que tuvo Salomón y me encontrase con algunos pobrecillos sacerdotes de este siglo, en las parroquias en que habitan no quiero predicar al margen de su voluntad. Y a estos sacerdotes y a todos los otros quiero temer, amar y honrar como a señores míos. Y no quiero advertir pecado en ellos, porque miro en ellos al Hijo de Dios y son mis señores. Y lo hago por este motivo: porque en este siglo nada veo corporalmente del mismo altísimo Hijo de Dios sino su santísimo cuerpo y sangre, que ellos reciben y solos ellos administran a otros. Y quiero que estos santísimos misterios sean honrados y venerados por encima de todo, y colocados en lugares preciosos. Y los santísimos nombres y sus palabras escritas, donde los encuentre en lugares indebidos, quiero recogerlos, y ruego que se recojan y se coloquen en lugar decoroso. Y también a todos los teólogos y a los que nos administran las santísimas palabras divinas, debemos honrar y tener en veneración, como a quienes nos administran espíritu y vida (cf. Jn 6,64)» (Test 6-13); «Vivan siempre fieles y sumisos a los prelados y a todos los clérigos de la santa madre Iglesia» (TestS 5).
4) En la Carta a todos los fieles indica Francisco que «debemos... tener en veneración y reverencia a los clérigos, no tanto por lo que son, en el caso de que sean pecadores, sino por razón del oficio y de la administración del santísimo cuerpo y sangre de Cristo...» (2CtaF 33).

Kajetan Esser, O.F.M., Los siervos de Dios honren a los clérigos (Admonición 26 de san Francisco de Asís), en Selecciones de Franciscanismo, vol. XXI, n. 61 (1992) 102-108

SAN FRANCISCO DE ASÍS Y LA EUCARISTÍA

La devoción de San Francisco al cuerpo del Señor
«Ardía en fervor, que le penetraba hasta la médula, para con el sacramento del cuerpo del Señor, admirando locamente su cara condescendencia y su condescendiente caridad. Juzgaba notable desprecio no oír cada día, a lo menos, una misa, pudiendo oírla. Comulgaba con frecuencia y con devoción tal, como para infundirla también en los demás. Como tenía en gran reverencia lo que es digno de toda reverencia, ofrecía el sacrificio de todos los miembros, y al recibir al Cordero inmolado inmolaba también el alma en el fuego que le ardía de continuo en el altar del corazón» (2 Cel 201).



«EL CUERPO DEL SEÑOR»
Meditación sobre la Admonición I de san Francisco

por Kajetan Esser, o.f.m.
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INTRODUCCIÓN

La Admonición primera de nuestro padre san Francisco (Adm 1) es originariamente un rechazo, transido de fe, de la incredulidad de los cátaros de su época, contra cuyo pernicioso influjo procuró Francisco preservar a sus hermanos. Pero la significación e importancia de esta exhortación rebasan las circunstancias históricas que la motivaron; por eso está colocada de propósito al inicio de las «palabras de santa admonición». Trata, en efecto, del misterio de Cristo, de su persona y de su obra salvífica, y, especialmente, de su anonadamiento y su pobreza, que tienen un significado capital y básico para la vida de la Orden franciscana y que, por tanto, debemos comprender con fe viva y responder a ellos con idéntica fe.

Dada la amplitud de esta Admonición, vamos a dividirla y tratarla en tres partes: I. Ver a Dios (vv. 1-7); II. El misterio de la santa Eucaristía (vv. 8-13); III. La Eucaristía, centro de la vida cristiana (vv. 14-22).




I. VER A DIOS
«Dice el Señor Jesús a sus discípulos: Yo soy el camino, la verdad y la vida; nadie llega al Padre sino por mí. Si me conocierais a mí, conoceríais, por cierto, también a mi Padre; y desde ahora lo conoceréis y lo habéis visto. Felipe le dice: Señor, muéstranos al Padre y nos basta. Le dice Jesús: Tanto tiempo llevo con vosotros, ¿y no me habéis conocido? Felipe, el que me ve a mí, ve también a mi Padre (Jn 14,6-9).
»El Padre habita en una luz inaccesible (cf. 1 Tim 6,16), y Dios es espíritu (Jn 4,24), y a Dios nadie lo ha visto jamás (Jn 1,18). Y no puede ser visto sino en el espíritu, porque el espíritu es el que vivifica; la carne no es de provecho en absoluto (Jn 6,63). Ni siquiera el Hijo es visto por nadie en lo que es igual al Padre, de forma distinta que el Padre, de forma distinta que el Espíritu Santo» (vv. 1-7).
Dios es espíritu
Comencemos por el segundo fragmento de esta primera parte de la Admonición, pues contiene tal vez la clave que nos permitirá comprenderla mejor:
«El Padre habita en una luz inaccesible (cf. 1 Tim 6,16), y Dios es espíritu (Jn 4,24), y a Dios nadie lo ha visto jamás (Jn 1,18). Y no puede ser visto sino en el espíritu, porque el espíritu es el que vivifica; la carne no es de provecho en absoluto (Jn 6,63)».
Con varias citas de la Sagrada Escritura, Francisco describe una auténtica dificultad y un peligro real de nuestra vida cristiana, y sobre todo de nuestra vida religiosa. La vida religiosa es, en realidad, una vida consagrada por entero a Dios. Ella exige que el hombre abandone por completo todas las cosas para vivir solamente en comunión con Dios. Este es el auténtico sentido de nuestra profesión, que nos impulsa a vivir con radicalidad el objetivo vital de todo bautizado: considerarnos «vivos para Dios en Cristo Jesús Señor nuestro» (Rm 6,11).
Pero Dios es espíritu y, por tanto, es absolutamente distinto de nosotros. Es tan radicalmente diferente de nosotros que cualquier idea que nos formemos de Él y toda palabra que pronunciemos sobre Él, tendrán siempre que rendirse ante su misterio. «El Padre habita en una luz inaccesible». Nosotros, hombres, no podemos acercarnos a Él, no podemos abordar al Dios majestuoso y misterioso. Pensemos en Moisés, a quien se le apareció Dios en la zarza ardiente. Pensemos en aquellos hombres a quienes se les apareció simplemente un mensajero de Dios, un ángel del Señor. La primera palabra del ángel es siempre: «¡No temáis!» Si tenemos esto presente, experimentaremos efectivamente que la grandeza de Dios es inalcanzable.
«Y a Dios nadie lo ha visto jamás». No podemos comprenderlo ni siquiera empleando todos nuestros sentidos y todas nuestras facultades. Al hombre que está a mi lado lo comprendo de muchas maneras. Está aquí, presente. Debo contar con su presencia. Más aún, puedo entablar contacto con él de manera experimental y vital, puedo hablarle y recibir su respuesta. Una gran cantidad de lazos recíprocos me unen a él. Vivimos de forma satisfactoria y enriquecedora la presencia de otro hombre. Con Dios, en cambio, es muy distinto. Y, no obstante, como cristianos y religiosos, debemos vivir sólo para Dios, hablar con Él en la oración, existir exclusivamente para Él. Esto es difícil. A menudo, incluso, indeciblemente difícil. El «misterio» de Dios puede convertirse en una dificultad -¡e incluso en un peligro!- para nosotros. El «peso» de Dios pesa tanto sobre nosotros que pensamos que ya no lo podemos soportar, y entonces huimos y nos refugiamos en el mundo que podemos captar con nuestros sentidos, conocido por nosotros, y en el cual nos sentimos más a gusto.
Pero Dios conoce todas estas dificultades y necesidades nuestras. Sabe que queremos tenerlo a Él concreto; que, incluso, en cierto sentido, necesitamos tenerlo concreto. Por eso, salió de su luz inaccesible.
Dios se hizo visible en Jesucristo
Dios, que es espíritu, tomó un cuerpo en su Hijo, se hizo hombre como nosotros. Se nos hizo visible, se hizo nuestro vecino en su Hijo humanado, Jesucristo. Por eso, lleno de alegría y fascinado y agradecido por el amor de Dios, Francisco colocó en la cabecera de su Admonición estas palabras del evangelio de san Juan:
«Dice el Señor Jesús a sus discípulos: Yo soy el camino, la verdad y la vida; nadie llega al Padre sino por mí. Si me conocierais a mí, conoceríais, por cierto, también a mi Padre; y desde ahora lo conoceréis y lo habéis visto. Felipe le dice: Señor, muéstranos al Padre y nos basta. Le dice Jesús: Tanto tiempo llevo con vosotros, ¿y no me habéis conocido? Felipe, el que me ve a mí, ve también a mi Padre (Jn 14, 6-9)».
El Hijo hecho hombre es la revelación del mismo Padre que está en los cielos. En Cristo, el Padre ha venido hasta nosotros; podemos verlo con nuestros ojos, podemos escucharlo con nuestros oídos. Cristo es el camino a través del cual el Dios invisible viene a nuestro mundo, se nos aproxima en forma humana, se revela.
Pero Cristo, Hijo de Dios hecho hombre, es también nuestro camino hacia el Padre, hacia Dios que habita en una luz inaccesible. Quien ve a Jesús, ve al Padre. Quien le escucha, escucha también la Palabra del Padre que lo ha enviado. «¡Dichosos los ojos que ven lo que vosotros veis!» (Lc 10,23). Dichosos los hombres que pueden ver a Cristo, que pueden escuchar su palabra, pues se les acerca el completamente Otro, el Dios inmenso, invisible, inaccesible. En Cristo, Dios se introduce en nuestra vida, vive con nosotros como nuestro Emmanuel, «Dios con nosotros». En Cristo, Dios se une a nosotros con una alianza nueva y eterna. En Cristo, Dios nos revela el camino que debemos recorrer: «Os he dado ejemplo, para que también vosotros hagáis como yo he hecho» (Jn 13,15). Por ello, es menester que aprendamos a conocer a Cristo, a amarlo; que lo experimentemos y revivamos; así aprenderemos a conocer y amar al Dios invisible, a Dios Padre.
Debemos escuchar la Palabra de Cristo. Así oiremos lo que quiere decirnos el Dios invisible. Y Dios podrá traernos la Salvación, ya que, después de la encarnación, no hay ningún abismo infranqueable. Dios vino a nosotros en Cristo, a fin de que nosotros pudiésemos oír al Padre en Cristo: Cristo «vino a anunciar la paz... Pues por él, unos y otros, tenemos acceso al Padre en un mismo Espíritu» (Ef 2,17-18).
Y otra cosa importante: debemos mirar correctamente a Cristo, Hijo de Dios. Por eso sigue diciendo Francisco:
«Ni siquiera el Hijo es visto por nadie en lo que es igual al Padre, de forma distinta que el Padre, de forma distinta que el Espíritu Santo».
Puesto que Cristo es hombre verdadero, podemos olvidar fácilmente que también es Dios. Del mismo modo que debemos prestar mucha atención para no ignorar su humanidad, de la misma manera debemos también, y en primer lugar en el ámbito de la vida de piedad, no olvidar su divinidad. Debemos contemplarlo en espíritu, es decir, con fe profunda, para que no pueda reprocharnos como a Felipe: «Tanto tiempo llevo con vosotros, ¿y no me habéis conocido?»
Sólo esta mirada, esta contemplación en la fe puede preservarnos de la desdicha de tantos hombres que vieron al Señor en los días de su vida en la tierra, pero vieron sólo al hombre, no creyeron que Él era verdadero Hijo de Dios, y lo rechazaron, cayendo así en el juicio de Dios. Pues sigue siendo válida la palabra de la Escritura: «El que cree en él, no es condenado; pero el que no cree, ya está condenado, porque no ha creído en el nombre del Hijo único de Dios» (Jn 3,18). En cambio, a quien contempla correctamente el misterio divino-humano de Cristo, le es aplicable esta gran aseveración del Señor: «El que me recibe, no me recibe a mí sino al que me envió» (Mc 9,37). Por eso, Cristo es nuestro centro. Es el camino que conduce hasta Dios: «Nadie llega al Padre sino por mí». En Cristo han sido superadas todas las dificultades, pues su humanidad ha hecho asequible a Dios para nuestra salvación.
Consecuencias prácticas
Nuestra vida cristiana se mantiene o se derrumba según que se mantenga o se derrumbe nuestra fe en Jesucristo, mediante el cual y en el cual vivimos la verdadera fe en Dios. «Hay un solo Dios, y también un solo mediador entre Dios y los hombres, Cristo Jesús, hombre también» (1 Tim 2,5). Intentemos ahondar de manera concreta en esta mediación de Cristo.
1. ¿Qué hacemos en nuestra vida religiosa para conocer cada vez mejor el misterio de Cristo? ¿Ansiamos contemplarlo, a fin de que imprima su imagen en nuestro espíritu? ¿La lectura diaria de la Sagrada Escritura es para nosotros un encuentro con el Dios escondido, que se nos ha hecho visible en Cristo Jesús y audible en su Palabra? ¿Orientamos nuestra lectura de la Sagrada Escritura como mero cumplimiento de algo prescrito, o como un contemplar a Dios? «Pues el mismo Dios que dijo: "Del seno de las tinieblas brille la luz", ha hecho brillar la luz en nuestros corazones, para irradiar el conocimiento de la gloria de Dios que está en la faz de Cristo» (2 Cor 4,6).
Cuando hacemos la meditación, ¿lo vemos a Él? ¿Se nos manifiesta la gloria de Dios en el rostro de Cristo cuando rezamos el rosario o cuando meditamos los principales acontecimientos de la vida de Cristo en el vía crucis? ¿Experimentamos cada vez más vitalmente que su camino va del Padre a nosotros y de nosotros al Padre?
No olvidemos lo que nos dice aquí Francisco con palabras del Señor: «El espíritu es el que vivifica; la carne no es de provecho en absoluto». No se trata de algo meramente piadoso y edificante, sino de un ver lleno de fe, de ver en el espíritu lo que Dios nos ha revelado en su Hijo para nuestra salvación. «Oh Dios, restáuranos, que brille tu rostro y nos salve» (Sal 79,4).
2. Pidamos al Señor una fe profunda, pues ésta es un don, una gracia de Dios. Sólo en la fe podemos ver y experimentar a Cristo en su divinidad; sólo en la fe podemos ver y experimentar que Cristo es el Hijo de Dios. Esta fe que Dios nos ha concedido, y que seguirá otorgándonos cada vez más si se la pedimos, debe ser vital y estar transida de veneración y respeto: ¡Veneración y respeto ante su Imagen! ¡Veneración y sumisión a su Palabra! Acoger a Dios tal como Él se ha revelado y no como yo quisiera que se hubiese revelado. ¡No leemos la Escritura para defender nuestros derechos! Eso sería «el espíritu de la carne... que no es de provecho en absoluto».
Es decisivo que Cristo, Palabra del Padre, ejerza sus derechos sobre mí; ¡entonces se adueña de mí el «espíritu del Señor»! Entonces se me concede la metanoia, la conversión del corazón, la penitencia, tal como la entiende Francisco. Esto sólo es posible gracias a la fe reverente y plena de veneración ante la revelación de Dios. Aquí puede afirmarse realmente: cuanto más reverente y respetuosa sea nuestra fe, tanto más vital será; y cuanto menos respeto y veneración tenga, será tanto más indiferente. Ahora bien, la indiferencia es el mayor peligro para la fe. Este peligro se supera pidiendo insistentemente a Dios que nos conceda el don de la fe.
3. En este contexto, «conocer» no significa sólo «tener o adquirir conocimientos». Debemos entender la palabra «conocer» en sentido bíblico, como la entiende con frecuencia Francisco. Así la entiende inmediatamente después en esta misma Admonición. Conocer significa también amar, llegar a ser uno, identificarse en el amor: «El que se une al Señor, se hace un solo espíritu con él» (1 Cor 6,17).
El mero conocer no sirve para nada si no culmina y se consuma en el amor. Cualquier encuentro con el Señor implica algo más que un simple recuerdo histórico; quedarse en el simple recuerdo histórico equivaldría a quedarse en un mero conocimiento carnal. Todo auténtico encuentro con el Señor supone que nosotros, en el amor, nos sometemos a la voluntad y a la acción salvífica de Dios, que quiere entrar en comunión con nosotros. En la encarnación de su Hijo, Dios salió de su luz inaccesible para revelarnos y hacernos partícipes de su amor: «En esto se manifestó el amor que Dios nos tiene: en que Dios envió a su Hijo único para que vivamos por medio de él» (1 Jn 4,9).

Este amor exige nuestra respuesta. Por eso san Buenaventura gustaba emplear la palabra «redamare», ¡responder al amor con amor! Debemos responder con nuestro amor al amor de Dios. En este amor se perfecciona y consuma el conocimiento; mediante este conocimiento, crece el amor. Todos los «ejercicios de piedad» (lectura de la Sagrada Escritura, rosario, vía crucis...) tienen valor en cuanto son expresiones vitales de este gran amor que tiende a la meta suprema que nos hace felices y dichosos: «El que me ve a mí, ve también a mi Padre».
En este ver culmina el sentido más profundo de nuestra vida religiosa.


II. EL MISTERIO DE LA SANTA EUCARISTÍA
En la primera parte de este comentario a la Admonición primera de nuestro padre san Francisco hemos conocido a Cristo como nuestro camino hacia el Padre. Allí hemos visto claramente que el misterio de Cristo es fundamental para nuestra vida religiosa. Esto quedará mucho más claro todavía si, con el análisis de la segunda parte de la Admonición, aprendemos a conocer a Cristo como nuestra vida, especialmente en el misterio de la Eucaristía.
«Por eso, todos los que vieron según la humanidad al Señor Jesús y no lo vieron ni creyeron, según el espíritu y la divinidad, que Él era el verdadero Hijo de Dios, quedaron condenados; del mismo modo ahora, todos los que ven el sacramento, que se consagra por las palabras del Señor sobre el altar por manos del sacerdote en forma de pan y vino, y no ven ni creen, según el espíritu y la divinidad, que es verdaderamente el santísimo cuerpo y sangre de nuestro Señor Jesucristo, están condenados, como atestigua el Altísimo mismo, que dice: Esto es mi cuerpo y la sangre de mi nuevo testamento, que será derramada por muchos (Mc 14,22.24); y: Quien come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna (cf. Jn 6,55).
»Así, pues, es el espíritu del Señor, que habita en sus fieles, el que recibe el santísimo cuerpo y sangre del Señor. Todos los otros, que no participan de ese mismo espíritu y presumen recibirlo, se comen y beben su propia sentencia (cf. 1 Cor 11,29)» (vv. 8-13).
La fe en la Eucaristía
Comentemos el primer párrafo.
«Por eso, todos los que vieron según la humanidad al Señor Jesús y no lo vieron ni creyeron, según el espíritu y la divinidad, que Él era el verdadero Hijo de Dios, quedaron condenados; del mismo modo ahora, todos los que ven el sacramento, que se consagra por las palabras del Señor sobre el altar por manos del sacerdote en forma de pan y vino, y no ven ni creen, según el espíritu y la divinidad, que es verdaderamente el santísimo cuerpo y sangre de nuestro Señor Jesucristo, están condenados, como atestigua el Altísimo mismo, que dice: Esto es mi cuerpo y la sangre de mi nuevo testamento, que será derramada por muchos (cf. Mc 14,22.24) y: Quien come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna (cf. Jn 6, 55)».
Lo primero que llama la atención es su sorprendente paralelismo. En tiempo del Jesús histórico, cuando el Señor vivía en la tierra, su humanidad velaba, ocultaba su divinidad y, por tanto, era imprescindible la fe para reconocerlo como Dios. Ahora, las especies sacramentales velan, ocultan su divinidad y su humanidad. Cuanto hemos dicho sobre la humanidad de Cristo, es igualmente válido respecto al sacramento del cuerpo de Cristo. Cristo Redentor se nos hace presente en este sacramento a fin de que lo veamos, lo contemplemos en la fe, nos unamos, nos identifiquemos con Él en el espíritu y, como creyentes, obtengamos por Él la salvación de Dios.
Así pues, para Francisco la vida cristiana culmina en unirnos, en identificarnos con Jesucristo, Dios y hombre, en el sacramento del cuerpo de Cristo, que se hace presente en las especies de pan y de vino en la celebración del sacrificio eucarístico. Quien cree y vive esta realidad, es incorporado a la obra salvífica de Cristo y no será juzgado.
Tal vez nos resulte chocante oír de boca del Santo seráfico la doble condena: «Por eso... quedaron condenados... están condenados». Pero Francisco conocía la suerte de aquellos hombres que habían visto los signos y milagros de Jesús, habían escuchado su palabra y sus enseñanzas y, con todo, no creyeron en Él, más aún, se escandalizaron de Él y lo rechazaron, ganándose su propio destino con la blasfemia: «¡Su sangre, sobre nosotros y sobre nuestros hijos!» (Mt 27,25). Dichos hombres se juzgaron a sí mismos con su incredulidad. Así sucederá también, según la convicción de Francisco, a quienes no creen que Cristo está real y verdaderamente presente en las especies de pan y de vino, pues sólo «si uno come de este pan, vivirá para siempre... En verdad, en verdad os digo: si no coméis la carne del Hijo del hombre, y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna, y yo lo resucitaré el último día» (Jn 6,51-54).
Esta fe puede resultarnos con frecuencia más difícil a nosotros que a los hombres que, como Natanael (cf. Jn 1,46), entraron en contacto con el Señor durante su vida terrena.
Muchas son las cosas que nos colocan en tal dificultad: la cotidianez del encuentro, la costumbre paralizadora; el descuido de nuestro porte exterior, la falta de seriedad y respeto cuando lo recibimos. En tales casos, muchos cristianos también ven el sacramento del cuerpo de Cristo y reconocen también verbalmente que, por las palabras del Señor, se hace presente sobre el altar por manos del sacerdote... el santísimo cuerpo y sangre de nuestro Señor Jesucristo; sin embargo, con su actitud y su conducta demuestran que, a pesar de todo ello, no creen y, por tanto, no participan de este Sacramento de Salvación.
De quienes así actúan, Francisco afirma que están condenados, al igual que quienes vieron a Jesús en su humanidad, pero no lo vieron, ni creyeron, según el espíritu y la divinidad. Por eso debemos pensar a menudo, como lo hacía Francisco, en la palabra del Señor: «Quien come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna».
¡Prestemos atención y no nos autoengañemos en este punto! También en personas religiosas puede darse una incredulidad práctica, una auténtica debilidad de fe. El peligro radica precisamente en que esta incredulidad práctica puede coexistir perfectamente con un gran cúmulo de conocimientos en materia religiosa. Nosotros sabemos muchas cosas sobre la sagrada Eucaristía, meditamos muchas veces en este misterio, escuchamos predicaciones sobre él, lo explicamos en conferencias. ¡Sin ninguna duda, intelectualmente creemos en la Eucaristía! ¡Con todo, la fe auténtica es mucho más que «estar convencidos de que algo es verdadero»! Creer cabalmente significa entregarse a sí mismo para fiarse completamente de Dios, ponernos enteramente en las manos de Dios, abrirle nuestro corazón con total confianza. Creer quiere decir vivir sólo para Dios, pertenecerle por entero, de forma que queramos no disponer ya de nosotros mismos, sino ser totalmente posesión de Dios.
Ahora bien, una fe de tales características se alimenta en el sacramento del cuerpo de Cristo, en el sacramento de la pasión y muerte de Cristo, en el sacrificio de Cristo, en el que todo esto se convierte para nosotros en realidad y presencia mediante nuestra participación y comunión. ¡En la Eucaristía, sacrificio cultual, debemos ver el espíritu y la divinidad, es decir, debemos entrar en contacto con nuestro Dios! Pero sólo puede entrarse en contacto con Dios tal como Él es: el Señor, el Soberano, de quien somos propiedad y posesión, el Absoluto.
Esta fe vivida debe hacerse realidad precisamente en nuestro propio sacrificio, insertándolo en la Eucaristía, en el sacrificio de Cristo que se hace presente. Y esta fe, que vive en el sacrificio de Cristo, atestigua -como rectamente cree Francisco- la salvación o la condena del hombre. Así lo atestigua el mismo Señor, cuando afirma: «Esto es mi cuerpo y la sangre de mi nuevo testamento» y «Quien come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna».
La celebración de la Eucaristía no sólo alimenta la fe verdadera; ella es también prenda de nuestra esperanza. En ella se derrama, «por nosotros y por todos los hombres, para el perdón de los pecados», la sangre del Señor, la sangre de la alianza nueva y eterna. En ella se renueva siempre la alianza nueva y eterna entre Dios y su Pueblo. Por eso, quien participa en este sacramento, tiene vida eterna; Dios le regala, por medio de Jesucristo, la redención como un testamento, como una alianza nueva y eterna; y recibe, como ora la Iglesia, «la prenda de la gloria futura».
En este misterio, el Señor mismo penetra en nuestra vida, expiando, haciendo el bien, sanando y santificando. Dios se nos da en este misterio, y así alcanzamos la más profunda comunión de vida con Él.
¡Qué gracia tan incomparable! ¡Qué amor el que Dios nos tiene! ¡En esta unión se realiza, aun cuando permanezca velado, nuestro objetivo final, nuestra comunión de vida con el Padre por medio de Jesucristo: «anticipo de la felicidad eterna»! De esta manera se mantiene siempre despierta nuestra esperanza en la culminación final, en la segunda venida del Señor; así florece cada vez más maravillosamente nuestro anhelo de unión sin fin con Dios en la vida eterna. ¡Qué esperanza y confianza produce en nosotros la palabra del Señor: «Quien come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna»!
«Así, pues, es el espíritu del Señor, que habita en sus fieles, el que recibe el santísimo cuerpo y sangre del Señor. Todos los otros, que no participan de ese mismo espíritu y presumen recibirlo, se comen y beben su propia sentencia (cf. 1 Cor 11,29)».
Lo que Francisco quiere decirnos aquí puede parecer, a primera vista, difícil de comprender: ¿Quién es el espíritu del Señor, que habita en sus fieles? Tras esta expresión late, sin duda, la palabra de san Pablo: «El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado» (Rm 5,5).
El Espíritu Santo es el amor que une al Padre y al Hijo en la vida trinitaria de Dios. Es justamente este Espíritu de amor quien vive y actúa en nosotros. «¿O no sabéis que vuestro cuerpo es santuario del Espíritu Santo, que está en vosotros y habéis recibido de Dios?» (1 Cor 6,19). Él hace posible también nuestra unión con Cristo y, en Cristo, con Dios Padre en la Eucaristía. Por tanto, la comunión consiste en hacernos entrar en la vida divina mediante el Espíritu Santo, mediante su amor. ¡Él es, por consiguiente, y no nosotros, el protagonista, el actor principal! Colmados de Él y sostenidos por Él, podemos recibir la Eucaristía.
Así, pues, nuestro padre san Francisco nos enseña aquí, ante todo, que la santa Comunión, nuestra identificación con Cristo, debe basarse en el amor de Dios, debe realizarse en el Espíritu Santo. Y, por tanto, debe ser expresión de un amor auténtico: plenitud de vida en el Espíritu Santo.
Pero el amor no es esencialmente un sentimiento, sino, como hemos dicho, llegar a ser uno, identificarse: «Si alguno me ama, guardará mi Palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él y haremos morada en él» (Jn 12,23).
El amor es, por tanto, ofrecer el absoluto dominio sobre uno mismo, someterse por entero al Espíritu del Señor. El amor es siempre un abandono total en las manos de Dios; así lo hacemos en la celebración del sacramento de la nueva alianza, y lo hacemos para que el Espíritu del Señor habite en nosotros como fieles suyos y el banquete eucarístico produzca su efecto.
Por eso advierte Francisco contra el peligro de acercarse a la Eucaristía sin amor, sin el Espíritu del Señor, con indiferencia y rutina: quienes así obran «no participan de ese mismo espíritu». Y en este caso falla el objetivo de la acción sagrada, que exige amor, nuestra respuesta al amor. Quien no da esta respuesta, come y bebe su propia sentencia. San Juan, el discípulo predilecto, dice claramente: «Quien no ama permanece en la muerte» (1 Jn 3,14).
Consecuencias prácticas
¿Quién no percibe con qué íntima seguridad nos conduce Francisco con estas palabras de exhortación al misterio central de la vida cristiana? ¿Y cómo sus palabras deben reflejarse también actualmente en nuestra vida religiosa? Todo encuentro con Dios sólo es posible merced a la fe, esperanza y caridad: gracias y dones que Él mismo ha derramado en nosotros. Y esto es válido igualmente respecto a nuestro encuentro con Él en la Eucaristía.
1. ¿En qué situación se halla nuestra fe ante el sacramento del cuerpo de Cristo? ¿Vivimos esta fe interior y exteriormente?
Interiormente: ¿Nos identificamos realmente con aquellos que «ven y creen», en el autosacrificio de una entrega total, de manera que Dios pueda ser de veras el Señor, pues anteponemos a todo su palabra y su voluntad? ¿Vivimos así, creyentes, obedientes, como víctimas, en cuya vida puede señorear el Espíritu del Señor?
Exteriormente: ¿Realizamos con fe los ritos simbólicos, las ceremonias, en una palabra, todo cuanto tiene relación con nuestra actitud y porte exterior? ¡No digamos nunca que son minucias, a las que no hay que prestar demasiada atención! El hombre no es en modo alguno un espíritu puro. En nosotros deben estar aunados siempre lo interior y lo exterior. La fe que no se realiza o expresa en un porte respetuoso y en una participación exterior, fácilmente puede debilitarse; sin duda, se encuentra ante un amenazador peligro de morir, poco a poco, pero ciertamente.
2. ¿El sacramento del cuerpo de Cristo es para nosotros la razón fundamental y la expresión de nuestra esperanza? ¿Es para nosotros «prenda de la gloria futura», que se nos concede ya ahora en esperanza al creer?
¿Crece en nosotros nuestra proyección hacia el futuro por la participación en el sacrificio cotidiano? ¿Nos sabemos salvados en la alianza nueva y eterna? ¿El sacrificio cotidiano es para nosotros un nuevo paso y un acicate para seguir caminando hacia la meta final? ¿Es para nosotros signo y realización de la alianza con Dios? Esta esperanza debe modelar e impulsar nuestra vida. Por tanto, debemos no perdernos ya en las cosas de este mundo, ni tender hacia ellas más que hacia la vida futura.
El hombre de esperanza, moldeado en la celebración del sacrificio de la nueva alianza, vive en espíritu de pobreza y ama ser pobre, porque sólo el pobre puede recibir a Dios y ser colmado por Él. El pobre se vacía a sí mismo de todo para estar libre a fin de que Dios le colme.
3. ¿Es el Espíritu del Señor, el Espíritu de amor, el que posibilita y perfecciona nuestra participación en este sacramento y, por tanto, la hace fructífera? ¿Crece nuestro amor con esta identificación con el Señor, porque en el sacrificio eucarístico es destronado el espíritu de nuestro yo y toma posesión de nosotros el Espíritu del Señor? El amor, como dice san Buenaventura, exige la identificación con el ser amado.
¿Crece, pues, en la celebración de este misterio, la disposición al «no-yo»: «Es preciso que él crezca y que yo disminuya» (Jn 3,30)? De otra manera, este comer y este beber se convierten en nuestra sentencia; sólo «todos los que son guiados por el Espíritu de Dios son hijos de Dios» (Rm 8,14).
Fe en la obediencia, esperanza en la caridad, identificación en el amor: la Eucaristía nos hace capaces de ello. Por eso, en la celebración de este misterio crece, se basa y se perfecciona nuestra vida religiosa como vida por Cristo, en Cristo y con Cristo ante Dios Padre. Así se transforma la vida religiosa en una vida del Reino de Dios, pues Dios empieza a ser, aquí y ahora, «todo en todos» (1 Cor 15,28).

 


III. LA EUCARISTÍA, CENTRO DE LA VIDA CRISTIANA
En la plenitud de los tiempos, Dios se manifestó a los hombres, es decir -como enseña san Francisco- se hizo visible, audible, comprensible en su Hijo humanado. En la vida de Cristo se nos hizo visible el camino de Dios hasta nosotros y también nuestro camino hacia Dios, de manera que podemos caminar por este camino hasta Él.
La voluntad salvífica de Dios se nos hizo comprensible, audible, en Cristo, en la buena noticia de su mensaje; en Cristo se realizó también completamente nuestra obediencia a la voluntad de Dios, de manera que podemos aceptar esta verdad y responder eficazmente a este mensaje. En Cristo, por último, se hace comprensible la nueva situación del hombre ante Dios; Dios nos da nuestro nuevo ser y una vida nueva, de manera que podemos asumirla y realizarla.
Cristo es, por ello, como se dice al inicio de esta Admonición, «el camino, la verdad y la vida». Esto precisamente es lo que debemos encontrar en la fe, en la esperanza y en el amor, en su presencia humano-divina. Pero el camino, la verdad y la vida se prolonga para el hombre que cree, que espera, que ama, en el sacramento del cuerpo de Cristo. Cristo sigue siendo en este sacramento el camino hacia el Padre que nosotros podemos y debemos andar: «El que cree en mí, tiene la vida eterna» (Jn 6,47). En este sacramento se realiza para nosotros la voluntad salvífica de Dios y el deseo de salvación del hombre, y se consuma, si el hombre lo acepta, un maravilloso intercambio.
Vida eterna y condenación eterna: una y otra dependen de si el hombre participa o no en la celebración del sacramento en la fe, en la esperanza y en la caridad. Por esta razón continúa insistiéndonos Francisco al final de su Admonición:
«Por eso, ¡oh hijos de los hombres!, ¿hasta cuándo seréis duros de corazón? (Sal 4,3). ¿Por qué no reconocéis la verdad y creéis en el Hijo de Dios? (cf. Jn 9,35). Ved que diariamente se humilla (cf. Flp 2,8), como cuando desde el trono real (Sab 18,15) descendió al seno de la Virgen; diariamente viene a nosotros Él mismo en humilde apariencia; diariamente desciende del seno del Padre al altar en manos del sacerdote. Y como se mostró a los santos apóstoles en carne verdadera, así también ahora se nos muestra a nosotros en el pan consagrado. Y lo mismo que ellos con la vista corporal veían solamente su carne, pero con los ojos que contemplan espiritualmente creían que Él era Dios, así también nosotros, al ver con los ojos corporales el pan y el vino, veamos y creamos firmemente que es su santísimo cuerpo y sangre vivo y verdadero.
»Y de esta manera está siempre el Señor con sus fieles, como Él mismo dice: Ved que yo estoy con vosotros hasta la consumación del siglo (cf. Mt 28, 20)» (vv. 14-22).
Anonadamiento de Cristo en la Eucaristía
Tras haber leído el texto, lleno de alusiones a la herejía de los cátaros, expliquemos el sentido, que sigue teniendo plena validez, de sus diversas frases.
«Por eso, ¡oh hijos de los hombres!, ¿hasta cuándo seréis duros de corazón? (Sal 4,3). ¿Por qué no reconocéis la verdad y creéis en el Hijo de Dios?»
El pensamiento de que haya hombres que comen y beben su propia condenación, afecta profundamente al alma del Santo seráfico. Con una apremiante exhortación, se dirige a sus oyentes, a nosotros.
Ve, ante todo, dos peligros. El primero, que los hombres permanezcan duros de corazón. Cuando el hombre se mantiene indiferente y no se abre a la acción salvífica de Dios, no puede darse y realizarse la salvación en su vida.
Esta dureza de corazón existe cuando el hombre se opone a Dios, con la arrogancia o la soberbia, o con la autocracia y la presunción, y no en último término cuando el hombre valora las cosas terrenas por encima de Dios. Es también duro de corazón el hombre que quiere disponer él solo de sí mismo y no se confía a Dios para que Éste disponga de él como Señor.
El segundo peligro consiste en que el hombre no quiera reconocer la verdad y no crea en el Hijo de Dios, presente en la Eucaristía. Este peligro se convirtió en una realidad concreta en tiempo de san Francisco mediante los peligrosos errores de los cátaros, los «herejes» por excelencia del Medioevo. El motivo histórico de esta Admonición fue precisamente poner en guardia contra estas doctrinas heréticas.
Con estas palabras, Francisco quiere confirmar a sus hermanos en la fe católica. Pero, aparte esta motivación histórica concreta, este segundo peligro sigue dándose siempre, tanto mediante doctrinas erróneas como mediante una actitud peligrosa. Cuando el cristiano se habitúa a la cercanía del Señor por la cotidianez, la fe se convierte en una rutina. Francisco dirige esta apremiante llamada contra ambos peligros:
«Ved que diariamente se humilla (cf. Flp 2,8), como cuando desde el trono real (Sab 18,15) descendió al seno de la Virgen; diariamente viene a nosotros Él mismo en humilde apariencia; diariamente desciende del seno del Padre al altar en manos del sacerdote».
Aquí deberíamos considerar ya propiamente todo el pasaje conclusivo de esta Admonición. Es realmente uno de esos esbozos de toda la historia de la salvación que tan frecuentemente encontramos en san Francisco, enfocado en el presente caso a nuestro tema. Veámoslo, con todo, en sus expresiones más significativas.
En primer lugar, Francisco mira a Cristo sentado en su trono real, como el «Señor de la majestad» (2 Cel 198), Dios y Señor eternamente. Pero Cristo descendió al seno de la Virgen, se hizo hombre, y nos redimió con su anonadamiento (cf. Fil 2,6ss).
Ante esta humildad del Señor, Francisco está embargado de maravilloso estupor. «Tenía tan presente en su memoria la humildad de la encarnación y la caridad de la pasión, que difícilmente quería pensar en otra cosa» (1 Cel 84).
Francisco ve esta misma humildad, este mismo anonadamiento también en el «sacramento del cuerpo de Cristo». En este sacramento, el Señor glorioso, que está sentado en el trono real a la derecha del Padre, se humilla cada día por nuestra Salvación, cuando se abaja y se hace presente entre nosotros como «El Humilde». Él es, pues, cada día, la manifestación y revelación del amor paterno de Dios hacia nosotros, como camino, verdad y vida, cuando «desciende del seno del Padre al altar».
¿Puede el cristiano, si cree «en el Hijo de Dios», permanecer con un «corazón duro» ante semejante amor? Lleno de fe, y respondiendo al amor de Cristo, Francisco exclama jubiloso: «¡Oh celsitud admirable y condescendencia asombrosa! ¡Oh sublime humildad! ¡Oh humilde sublimidad, que el Señor del mundo universo, Dios e Hijo de Dios, se humilla hasta el punto de esconderse, para nuestra salvación, bajo una pequeña forma de pan! Mirad, hermanos, la humildad de Dios y derramad ante Él vuestros corazones» (CtaO 27-28).
¿Nos damos cuenta de a dónde quiere llegar Francisco? ¿De cómo quiere que el camino de Cristo sea nuestro camino? Francisco advierte con toda claridad el carácter sacrificial del camino de Cristo, a través del cual «se despojó de sí mismo, tomando la condición de siervo, haciéndose semejante a los hombres y apareciendo en su porte como hombre»; a través del cual «se humilló a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz» (Fil 2,7-8).
Cristo recorre también este camino con toda humildad y anonadamiento en este sacramento, en el que se hace presente el sacrificio de su vida, y en el cual participamos en la misma humildad y despojamiento, en la misma obediencia, y en el que también «derramamos nuestro corazón ante el Señor».
Lo que se realiza en este misterioso acontecimiento exige de nosotros una participación, ante todo, en la obediencia de la fe:
«Y como se mostró a los santos apóstoles en carne verdadera, así también ahora se nos muestra a nosotros en el pan consagrado. Y lo mismo que ellos con la vista corporal veían solamente su carne, pero con los ojos que contemplan espiritualmente creían que Él era Dios, así también nosotros, al ver con los ojos corporales el pan y el vino, veamos y creamos firmemente que es su santísimo cuerpo y sangre vivo y verdadero».
Muchos discípulos del Señor, que oyeron en Cafarnaún el discurso en el que el Señor prometió la Eucaristía, dijeron: «Es duro este lenguaje. ¿Quién puede escucharlo?» (Jn 6,60). El Señor les respondió: «El espíritu es el que da vida, la carne no sirve para nada» (Jn 6,63). Pero los apóstoles creyeron. Pedro, en nombre de ellos, dijo: «Señor, ¿donde quién vamos a ir? Tú tienes palabras de vida eterna, y nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo de Dios» (Jn 6,69).
San Francisco debió pensar en este relato evangélico cuando hizo escribir las palabras antes citadas: la consonancia de las palabras y la unidad de pensamiento son absolutamente claras. Una vez más, mediante una contraposición, Francisco quiere acentuar la necesidad incondicional de la fe. El Señor, hecho hombre por nosotros, exigía de sus discípulos la obediencia de la fe tanto respecto a su divinidad encarnada en la humildad, como respecto a la realidad de su carne y de su sangre en las especies eucarísticas.
La mayor parte de sus discípulos rechazaron entonces esta fe: «¿No es éste Jesús, hijo de José, cuyo padre y madre conocemos? ¿Cómo puede decir ahora: He bajado del cielo?» (Jn 6,42). Miraban y veían con «ojos corporales», no con «ojos espirituales». Sólo los apóstoles, que, con obediencia creyente, lo reconocieron como Dios y Señor, se fiaron completamente de su palabra y se sometieron a Él, lo vieron con ojos espirituales. Por eso pudo el Señor manifestárseles, fiarse de ellos.
El Señor exige de nosotros la misma obediencia, «obediencia en la fe» (cf. 2 Cor 9,13) al mensaje de salvación de Cristo, cuando tenemos un encuentro con Él como nuestro Dios y Señor, no sólo bajo el velo de su figura humana, sino también bajo el velo del pan y del vino.
Precisamente en la Eucaristía debemos verle con ojos espirituales y creer de verdad y profundamente que es «su santísimo cuerpo y sangre vivo y verdadero». Como los apóstoles creyeron entonces en Él, así también nosotros debemos creer hoy en Él como Señor y Dios, fiarnos de Él sin restricciones. Entonces se cumplirá lo que Francisco escribe a sus hermanos: «Como a hijos se nos brinda el Señor Dios» (CtaO 11).
Sólo en esta fe tiene lugar entre Él y nosotros el encuentro que nos colma de alegría y plenitud y en el que nos llega la salvación. No olvidemos nunca a qué alude aquí san Francisco y qué subraya tan claramente el mismo Señor en el discurso de la promesa: «El espíritu es el que da vida; la carne no es de provecho en absoluto».
«Y de esta manera está siempre el Señor con sus fieles, como Él mismo dice: Ved que estoy con vosotros hasta la consumación del siglo (cf. Mt 28,20)».
Observemos en primer lugar que Francisco emplea las palabras con las que el Señor se despidió de sus discípulos (Mt 28,20). Ello nos indica una vez más que la fe es lo primero necesario.
Pero ¿qué significa «lo mismo que», «así también nosotros»? Entenderemos rectamente estas expresiones si echamos una mirada a todo el pasaje: de la misma manera que el Señor que se sienta en su trono real realiza también entre nosotros en este sacramento su «exinanitio», su anonadamiento, su obediencia hasta la muerte, así también nosotros debemos recorrer siempre de nuevo su camino mediante nuestro total despojamiento, pues éste es nuestro camino para llegar a la plenitud.
Esto es una tarea de fe. De esta manera sus fieles permanecen siempre con Él, que es camino, verdad y vida, y en Él, en quien el Padre se ha hecho visible, también con el Padre, que habita en una luz inaccesible, hasta que se cumpla el tiempo del mundo y Dios sea todo en todos (cf. 1 Cor 15,28).
Consecuencias prácticas
Una vez más, hemos podido ver con profundidad la piedad práctica de nuestro padre san Francisco. Hemos visto cómo él piensa siempre en la línea de la historia de la salvación. Y cómo tiene la firme convicción de que toda la acción salvífica de Dios culmina para nosotros en «el sacramento del cuerpo de Cristo», en la santa Eucaristía. Si queremos aplicar a nuestra vida lo que hemos meditado, no podemos menos de dirigirnos las dos preguntas con que Francisco empieza este pasaje:
1. ¿Hasta cuándo seréis duros de corazón? Es menester que, como Salomón, pidamos al Señor: «Concede a tu siervo un corazón dócil» (1 Re 3,9). Así será la Eucaristía cada vez más el centro de nuestra vida cristiana, como lo fue para nuestro padre san Francisco. Así la participación llena de fe en este sacramento, puesto que no somos duros de corazón, nos conducirá a través de Cristo al seno del Padre. Cuanto menos duro sea nuestro corazón, tanto más encontraremos a Dios, aun cuando Él sigue siendo el completamente Otro, a quien nadie ha visto jamás. Lo encontraremos en Cristo, que está siempre con sus fieles en la santa Eucaristía como Dios hecho hombre.
2. ¿Por qué no reconocéis la verdad y creéis en el Hijo de Dios? En la misma medida que el amor nos lleve a conocer al Hijo de Dios, es decir, a amarlo e identificarnos con Él, en esa misma medida crecerá nuestra fe en el Hijo de Dios.
Cuanto más creamos, tanto más nos fiaremos de Él y le entregaremos nuestro corazón.
Cuanto más nos entreguemos a Él, tanto más el Espíritu del Señor nos guiará, como a hijos, a vivir en la obediencia a Dios Padre.
Así, mediante la participación en la Eucaristía, llegaremos a ser «hijos obedientes» que, como dice san Pedro, no se amoldan a las apetencias de este mundo, sino que son santos en toda su conducta (cf. 1 Pe 1,14ss). Y así, en la celebración litúrgica de la Eucaristía, vivida con fe, crece el Reino de Dios.
[Selecciones de Franciscanismo, vol. XII, n. 35 (1983) 192-208]