Capítulo XIX
Cómo fue revelado a San Francisco que su enfermedad
era un don de Dios para merecer el gran tesoro
Cómo fue revelado a San Francisco que su enfermedad
era un don de Dios para merecer el gran tesoro

Y como se prolongase por muchos días
aquel dolor y aquella tribulación, comenzó a pensar y a reconocer
que todo era castigo de Dios por sus pecados; se puso a dar gracias a Dios con
todo el corazón y con la boca, y gritaba en alta voz:
-- Señor mío, yo me merezco
todo esto y mucho más. Señor mío Jesucristo, pastor bueno,
que te sirves de las penas y aflicciones corporales para comunicar tu
misericordia a nosotros pecadores, concédeme a mí, tu ovejita,
gracia y fortaleza para que ninguna enfermedad, ni aflicción, ni dolor
me aparte de ti.
Hecha esta oración, oyó una
voz del cielo que le decía:
-- Francisco, respóndeme: si toda la
tierra fuese oro, y todos los mares, ríos y fuentes fuesen
bálsamo, y todos los montes, colinas y rocas fuesen piedras preciosas, y
tú hallases otro tesoro más noble aún que estas cosas,
cuanto aventaja el oro a la tierra, el bálsamo al agua, las piedras
preciosas a los montes y las rocas, y te fuese dado, por esta enfermedad, ese
tesoro más noble, ¿no deberías mostrarte bien contento y
alegre?
Respondió San Francisco:
-- ¡Señor, yo no merezco un
tesoro tan precioso!
Y la voz de Dios prosiguió:
-- ¡Regocíjate, Francisco,
porque ése es el tesoro de la vida eterna que yo te tengo preparado, y
cuya posesión te entrego ya desde ahora; y esta enfermedad y
aflicción es prenda de ese tesoro bienaventurado! (2).
Entonces, San Francisco llamó al
compañero, con grandísima alegría por una promesa tan
gloriosa, y le dijo:
-- ¡Vamos donde el cardenal!
Y, consolando antes a Santa Clara con
santas palabras y despidiéndose de ella, tomó el camino de Rieti.
Le salió al encuentro tal muchedumbre de gente cuando se acercaba, que
no quiso entrar en la ciudad, sino que se dirigió a una iglesia distante
de ella unas dos millas.
Al enterarse los habitantes de que se
hallaba en aquella iglesia, acudieron en tropel a verlo, de forma que la
viña de la iglesia quedó totalmente talada y la uva
desapareció. El capellán tuvo con ello un gran disgusto y estaba
pesaroso de haber dado hospedaje a San Francisco. Supo San Francisco, por
revelación divina, el pensamiento del sacerdote; lo hizo llamar y le
dijo:
-- Padre amadísimo,
¿cuántas cargas de vino te suele dar esta viña en los
años mejores?
-- Doce cargas -respondió
él.
-- Te ruego, padre -le dijo San Francisco-,
que lleves con paciencia mi permanencia aquí por algunos días, ya
que me siento muy aliviado, y deja, por amor de Dios y de este pobrecillo, que
cada uno tome uvas de esta tu viña; que yo te prometo, de parte de
nuestro Señor Jesucristo, que te ha de dar este año veinte
cargas.
Esto lo hacía San Francisco para
seguir allí, por el gran fruto espiritual que se producía
palpablemente en la gente que acudía; muchos se iban embriagados del
amor divino y decididos a abandonar el mundo.
El sacerdote se fió de la promesa de
San Francisco, y dejó libremente la viña a merced de cuantos iban
a verlo. ¡Cosa admirable! La viña quedó arrasada del todo y
despojada, sin que quedara más que algún que otro racimo.
Llegó el tiempo de la vendimia; el sacerdote recogió aquellos
racimos, los echó en el lagar y los pisó, obtuvo veinte cargas de
excelente vino, como se lo había profetizado San Francisco (3).
Este milagro dio claramente a entender que
así como, por los méritos de San Francisco, produjo tal
abundancia de vino aquella viña despojada de uva, así el pueblo
cristiano, estéril de virtudes por el pecado, produciría muchas
veces abundantes frutos de penitencia por los méritos, la virtud y la
doctrina de San Francisco.
En alabanza de Cristo. Amén.
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