lunes, 24 de septiembre de 2012

«LA SANTA OPERACIÓN DEL ESPÍRITU DEL SEÑOR»

 por Optato van Asseldonk, O.F.M.Cap.

Entre los elementos vitales de la espiritualidad de san Francisco -según se desprende de sus fuentes genuinas- ocupa, sin duda alguna, un lugar preeminente la santa operación del Espíritu del Señor, como origen de todo bien y de toda gracia en la vida cristiana. A esta santa operación del Señor se refieren, de una u otra forma, diversas expresiones muy características y del agrado de san Francisco, como son las que consignamos a continuación.

EXPRESIONES TÍPICAS DE SAN FRANCISCO

-Dios es Espíritu.
-Dios es amor, caridad.
-Dios es el sumo y único bien.
-Las palabras de Dios son espíritu y vida.
-El Espíritu es el que vivífica, la letra (la carne) mata.
De ahí que sobre todas las cosas debamos adorar, amar, alabar al altísimo Dios Padre, darle gracias y agradarle, en espíritu y verdad, con pura mente y limpio corazón.
He aquí, como ejemplo, algunos textos donde aparecen estas expresiones típicas de san Francisco:
«Y adoremos al Señor con puro corazón, porque es preciso orar siempre y no desfallecer; pues el Padre busca tales adoradores. Dios es espíritu, y los que lo adoran es preciso que lo adoren en espíritu y verdad» (1 R 22,29-31).
«Y porque todos nosotros, miserables y pecadores, no somos dignos de nombrarte, imploramos suplicantes que nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo amado, en quien bien te complaciste, junto con el Espíritu Santo Paráclito, te dé gracias por todos como a ti y a él os place, él que te basta siempre para todo y por quien tantas cosas nos hiciste» (1 R 23,5; cf. 2CtaF).
Con mucha frecuencia exhorta también san Francisco a secundar las inspiraciones divinas (1 R 2 y 16; 2 R 2 y 12; Test, etc.), a proceder conforme al beneplácito divino, a cumplir la voluntad de Dios (1 R 10 y 22; 2CtaF, CtaO, etc.), a obrar según Dios (1 R 5; 2 R 2 y 7), en el nombre del Señor, con la bendición de Dios (1 R 8 y 21; 2 R 2; Test, etc.), según la gracia dada. Los frailes procedan siempre entre sí y con los demás hombres espiritualmente y no carnalmente, esforzándose en estar sometidos a toda humana criatura. Observen la Regla espiritualmente (según el alma) (1 R 2, 4, 5, 7 y 16; 2 R 10). Como hermanos espirituales ámense mutuamente, más que la madre ama a su hijo carnal, es decir, como a sí mismos (2 R 6). La expresión «como a sí mismos» aparece diez veces en los escritos de san Francisco. Sírvanse y obedézcanse unos a otros y háganlo así también con los demás hombres, por caridad de espíritu (Gál 5,13; 1 R 5), por obediencia del espíritu (SalVir); más aún, por pobreza de espíritu (Adm 14) procuren amar a los enemigos y perseguidores, como si fuesen amigos suyos.
Mas, «sobre todas las cosas deben desear tener el Espíritu del Señor y su santa operación, orar siempre a él con puro corazón y tener humildad, paciencia en la persecución y en la enfermedad, y amar a esos que nos persiguen, nos reprenden y nos acusan, porque dice el Señor... el que persevere hasta el fin, éste será salvo» (2 R 10,8-12). Pues solamente nos podemos gloriar en la cruz de nuestro Señor Jesucristo (Adm 5). De entre todos los carismas del Espíritu Santo, éste es el mejor.
Al espíritu de oración y devoción deben servir todas las demás cosas temporales, como el trabajo, el estudio, la predicación (2 R 5,2). Francisco ruega en caridad, que es Dios, a todos los hermanos dedicados bien a la predicación, a la oración o al trabajo, que no se gloríen de las buenas palabras y obras, ni siquiera de bien alguno que Dios dice o hace y actúa alguna vez en ellos o por medio de ellos. Porque el espíritu de la carne (del amor propio) quiere y se preocupa mucho de hablar, pero poco de obrar, y busca no la religión y santidad interior del espíritu, sino que quiere y desea una religión y santidad exterior, aparente a los ojos de los hombres. El Espíritu del Señor, por el contrario, quiere que la carne sea mortificada y se esfuerza en cultivar la humildad y la paciencia, la pura simplicidad y la verdadera paz del espíritu; «y siempre desea, sobre todas las cosas, el temor divino y la sabiduría divina y el amor divino del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo», devolviendo en acción de gracias todos los bienes al Dios altísimo, ya que Él solo es bueno (1 R 17).
A la multitud de preces, devociones y penitencias practicadas por amor propio, opone Francisco la pobreza de espíritu, por la que se ama al enemigo. En el misterio eucarístico tan sólo el Espíritu del Señor, que habita en nuestros corazones, es el que puede recibir dignamente el Cuerpo y la Sangre de Cristo: «El Padre habita en una luz inaccesible, y Dios es espíritu, y a Dios nadie lo ha visto jamás. Por eso no puede ser visto sino en el espíritu, porque el espíritu es el que vivifica; la carne no aprovecha para nada» (Adm 1,5-6). Ruega encarecidamente a sus hermanos sacerdotes que, puros y limpios y con rectitud de intención, ofrezcan el sacrificio eucarístico, tratando de agradar solamente al Soberano Señor, «porque allí solo él mismo obra como le place» (CtaO 16). Les suplica así mismo que se unan a Cristo el Señor que se humilla en grado sumo en el sacrificio del altar, no reteniendo nada de sí propios, «a fin de que os reciba todo enteros el que se os ofrece todo entero» (CtaO 29). Finalmente, recomienda que los hermanos recen el Oficio divino con devoción en la presencia de Dios, «no atendiendo a la melodía de la voz, sino a la consonancia de la mente, de forma que la voz concuerde con la mente, y la mente concuerde con Dios, para que puedan agradar a Dios por la pureza del corazón» (CtaO 41-42).

SENTIDO ÍNTIMO DE LAS EXPRESIONES
Sintetizando todas estas expresiones, que hemos tomado casi siempre al pie de la letra de los escritos mismos de san Francisco, aparece claro que su núcleo o centro puede y debe reducirse al único y mismo Espíritu del Señor y a su santa operación; dicho con otras palabras: lo que por encima de todo, siempre y dondequiera, interesa es tan sólo la obediencia total o plena disponibilidad a este Espíritu del Señor, que realiza todo bien y toda santidad en el hombre. Por parte de éste se requiere una apertura y entrega a la santa operación del Espíritu del Señor, sin dejarse arrastrar por el amor propio o egoísmo, antes bien, viviendo en pobreza y humildad, en paciencia, obediencia, pureza de corazón y de mente, con toda simplicidad, lo mismo cuando ora que cuando trabaja, amando a Dios con puro amor y al prójimo como a sí mismo. Este Espíritu del Señor es el Espíritu del mismo Cristo, Hijo de Dios, que se comunica al hombre en la medida en que sigue las huellas de Jesús pobre, humilde, crucificado y eucarístico. Se refiere al mismo y único Espíritu lo que nosotros llamamos espíritu de oración y devoción, de pobreza, de penitencia, obediencia y caridad, en una palabra: el espíritu de toda la vida evangélica de los hermanos menores. Este es el Espíritu deseable sobre todas las cosas, siendo como es el espíritu y la vida de los hermanos.
Animados, pues, de tal Espíritu, los hermanos por puro amor (sin amor propio), en espíritu y verdad pueden amar a Dios, adorarle y alabarle, darle gracias y agradarle y, al mismo tiempo, como hermanos menores, amar a los demás como a sí mismos, en la medida en que el Señor les conceda la gracia. En la santa operación de este Espíritu del Señor queda íntimamente vivificada y ensamblada la vida toda de oración y de acción de los hermanos menores.

UN MISMO Y ÚNICO ESPÍRITU

Para salvar la autenticidad y la simplicidad fundamental de la vida espiritual franciscana, importa muchísimo fijarse en la conexión vital que existe entre el Espíritu del Señor, el espíritu de oración, de pobreza, caridad y obediencia, por una parte, y el Espíritu de Cristo pobre, humilde, crucificado y eucarístico, por otra. Se trata, en efecto, de un mismo y único Espíritu que opera todo bien en nosotros. Los textos del mismo san Francisco no dejan lugar a dudas. Vamos a citar y explicar brevemente los principales:
1.«Los hermanos a quienes el Señor ha dado la gracia de trabajar, trabajen fiel y devotamente, de tal suerte que, desechando la ociosidad, enemiga del alma, no apaguen el espíritu de la santa oración y devoción, al cual las demás cosas temporales deben servir» (2 R 5,1-2).
En este texto se trata del espíritu de oración, no de las prácticas o ejercicios de piedad (los rezos). A dicho espíritu de oración deben servir todas las demás cosas temporales, como son: el estudio, el trabajo, la predicación. En otras palabras: todas las obras de los hermanos deben subordinarse al espíritu de oración y devoción, de tal manera que no sólo no se apague este espíritu, sino que se fomente y vaya siempre en aumento. Así, pues, todas las obras o acciones han de ser animadas, inspiradas por el espíritu de oración.
2. En la misma Regla, capítulo 10, se habla del Espíritu que, según la mente de san Francisco, debe animar la oración y la vida toda de los hermanos y, por cierto, se habla de ello en un contexto en que se hace referencia a no aprender letras (sagradas), sino a tener sobre todas las cosas deseables el Espíritu del Señor:
«Y los que no saben letras, no se cuiden de aprenderlas; sino que atiendan a que sobre todas las cosas deben desear tener el Espíritu del Señor y su santa operación, orar siempre a él con puro corazón y tener humildad, paciencia en la persecución y en la enfermedad, y amar a esos que nos persiguen, nos reprenden y nos acusan, porque dice el Señor: "Amad a vuestros enemigos y orad por los que os persiguen y os calumnian". "Bienaventurados los que padecen persecución por la justicia, porque de ellos es el reino de los cielos". "Mas el que persevere hasta el fin, éste será salvo"» (2 R 10,7-12).
Con estas palabras se quiere dar a entender que el Espíritu del Señor es el que realiza santamente tanto 1a perfecta vida de oración (orar siempre a Dios con puro corazón), como la perfección de vida del hermano menor, o sea, su íntima unión con Cristo crucificado, mediante la paciencia, humildad, persecución y amor a los enemigos, perseverando en ello hasta el fin. Así es que el mismo y único Espíritu del Señor es el que inspira la oración y la vida de los hermanos.
3. Coinciden en lo mismo estas otras palabras de san Francisco cuando habla acerca de la pobreza de espíritu que debe animar la auténtica oración, la penitencia y la vida entera de los hermanos menores:
«Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos. Hay muchos que, perseverando en oraciones y oficios, hacen muchas abstinencias y mortificaciones corporales, pero, por una sola palabra que les parezca injuriosa para sus cuerpos o por alguna cosa que se les quite, escandalizados enseguida se perturban. Estos no son pobres de espíritu, porque quien es de verdad pobre de espíritu, se odia a sí mismo y ama a aquellos que lo golpean en la mejilla» (Adm 14; cf. 2 Cel 134).
El espíritu, al que se hace alusión en este texto, es, sin duda, el Espíritu de Cristo crucificado, a quien está unido el hermano menor lo mismo cuando ora que cuando padece.
Celano nos viene a confirmar expresamente lo dicho cuando refiere cómo el mismo san Francisco, mediante la oración y meditación, se había transformado en Cristo pobre y crucificado:
«Un compañero de Francisco, viéndolo enfermo y aquejado de dolores de parte a parte, le dijo una vez: "Padre, las Escrituras han sido siempre para ti un amparo; te han proporcionado siempre alivio en los dolores. Haz -te lo pido- que te lean ahora algo de los profetas; tal vez tu espíritu exultará en el Señor". Le respondió el Santo: "Es bueno recurrir a los testimonios de la Escritura, es bueno buscar en ellos al Señor Dios nuestro; pero estoy ya tan penetrado de las Escrituras, que me basta, y con mucho, para meditar y contemplar. No necesito de muchas cosas, hijo; sé a Cristo pobre y crucificado» (2 Cel 105).
El citado texto evidentemente insinúa que Cristo pobre y crucificado se había convertido en alma y corazón no sólo de la oración, sino de la vida entera de Francisco. El Oficio de la Pasión revela muchos aspectos referentes a la naturaleza de esta su íntima unión con Cristo paciente, o sea, de su plena comunión con la voluntad del Padre.
4. Mas el secreto último de la santa operación que realiza el Espíritu del Señor en el hermano verdaderamente «menor», queda plenamente al descubierto en la carta que san Francisco dirigió a todos los fieles. En ella se habla de la íntima, más aún, de la mística transformación del hombre hasta llegar a tomar parte en la suprema familiaridad de la vida trinitaria. En pocas palabras podríamos condensar así el pensamiento de san Francisco sobre este punto: a todo aquel que, como siervo y menor, se someta a todos, se le da el Espíritu del Señor, con lo que se le comunica la mismísima vida del Padre por el Hijo en el Espíritu Santo. Pero veamos el texto mismo de san Francisco.
«Mas aquel a quien se ha encomendado la obediencia y que es tenido como el mayor, sea como el menor y siervo de los otros hermanos. Y haga y tenga para con cada uno de sus hermanos la misericordia que querría se le hiciera a él, si estuviese en un caso semejante. Y no se irrite contra el hermano por el delito del mismo hermano, sino que, con toda paciencia y humildad, amonéstelo benignamente y sopórtelo. No debemos ser sabios y prudentes según la carne, sino que, por el contrario, debemos ser sencillos, humildes y puros. Y tengamos nuestro cuerpo en oprobio y desprecio, porque todos, por nuestra culpa, somos miserables y pútridos, hediondos y gusanos, como dice el Señor por el profeta: Yo soy gusano y no hombre, oprobio de los hombres y desprecio de la plebe (Sal 21,7). Nunca debemos desear estar por encima de los otros, sino que, por el contrario, debemos ser siervos y estar sujetos a toda humana criatura por Dios.
»Y sobre todos ellos y ellas, mientras hagan tales cosas y perseveren hasta el fin, descansará el espíritu del Señor y hará en ellos habitación y morada. Y serán hijos del Padre celestial, cuyas obras hacen. Y son esposos, hermanos y madres de nuestro Señor Jesucristo. Somos esposos cuando, por el Espíritu Santo, el alma fiel se une a Jesucristo. Somos ciertamente hermanos cuando hacemos la voluntad de su Padre, que está en el cielo; madres, cuando lo llevamos en nuestro corazón y en nuestro cuerpo, por el amor y por una conciencia pura y sincera; y lo damos a luz por medio de obras santas, que deben iluminar a los otros como ejemplo.
»¡Oh cuán glorioso y santo y grande, tener un Padre en los cielos! ¡Oh cuán santo, consolador, bello y admirable, tener un esposo! ¡Oh cuán santo y cuán amado, placentero, humilde, pacífico, dulce, amable y sobre todas las cosas deseable, tener un tal hermano y un tal hijo!, que dio su vida por sus ovejas...» (2CtaF 42-55).
Con todo esto a la vista, no es nada extraño el que Francisco nos haya dejado en recuerdo estas palabras de san Pablo: «Nadie puede decir: "¡Jesús es Señor!", sino por el Espíritu Santo» (1 Cor 12,3; Adm 8). Nada extraño tampoco el que en la Regla hubiese querido proclamar al Espíritu Santo como Ministro general de la Orden (2 Cel 193). De hecho, el Espíritu Santo es el que infunde en el alma todas las santas virtudes, y su santa operación es deseable sobre todas las cosas. Abrasados con el fuego del mismo Espíritu, podemos seguir las huellas de nuestro Señor Jesucristo y, por sola su gracia, llegar hasta el Dios Altísimo, deseando hacer por amor suyo lo que a Él le agrada:
«Omnipotente, eterno, justo y misericordioso Dios, danos a nosotros, miserables, hacer por ti mismo lo que sabemos que tú quieres, y siempre querer lo que te place, para que, interiormente purificados, interiormente iluminados y abrasados por el fuego del Espíritu Santo, podamos seguir las huellas de tu amado Hijo, nuestro Señor Jesucristo, y por sola tu gracia llegar a ti, Altísimo, que, en Trinidad perfecta y en simple Unidad, vives y reinas y eres glorificado, Dios omnipotente, por todos los siglos de los siglos» (CtaO 50-52).
El Espíritu es vida y nos hace tener una vida filial con relación al Padre y una vida fraterna con relación a nuestros prójimos, en el Hijo y Hermano primogénito. En efecto, hemos sido vivificados por el Espíritu del Señor Jesús, que actúa santamente en nosotros, consumando la muerte del amor propio y revitalizando el amor crucificado, donde reside toda nuestra gloria.
Finalmente, tampoco nos sorprende el que san Francisco, más que otros santos, hubiese rendido un culto acendrado como a «Esposa» del Espíritu Santo a la bienaventurada Virgen María, imagen de la Iglesia, «en la cual estuvo y está toda la plenitud de la gracia y todo bien» (SalVM 3; cf. OfP Ant).

ESPÍRITU Y PRÁCTICA DE ORACIÓN


Para terminar, séame permitido recordar algunas de las características más conocidas de la vida de oración de san Francisco:
1. Francisco afirma claramente la primacía del Espíritu del Señor, que debe animar la oración y la acción de los hermanos, sobre la práctica de la oración como tal, ya que de la misma puede estar ausente el Espíritu del Señor. Sin embargo, como es sabido de todos, en la vida de san Francisco tuvo una gran importancia la oración tanto litúrgica como privada, y ello hasta el punto que su vida parecía haberse convertido en oración y la oración en su vida propia (2 Cel 95). Así mismo se ha de tener en cuenta que su vida de oración privada o personal revistió siempre un carácter más bien fraternal (en unión con sus compañeros), incluso en los períodos que dedicó a la vida eremítica.
2. Este Espíritu del Señor, que obra la santidad y todo bien en los hermanos, es el Espíritu de Cristo pobre, humilde, crucificado y eucarístico, el cual nos comunica en la Eucaristía aquel su amor hasta el extremo que nos profesó en su pasión y muerte, y en tanto se nos comunica en cuanto que, con el mismo espíritu de pura caridad, lo recibimos como una gracia, lo vivimos y «actualizamos». En este Espíritu del Señor se fundamenta la «vida» evangélica de los hermanos menores, ya que es su alma y corazón y, por lo mismo, su fuerza unitiva.
3. San Francisco, fiel a la tradición de su tiempo, si bien en su vida de oración personal empleó en gran manera los períodos prolongados o los tiempos «fuertes», sin embargo, nunca llegó a proponer o prescribir a sus hermanos los así llamados tiempos fijos u horas determinadas, que debieran dedicar diariamente a la oración interna (mental).
4. Mas en la tendencia «eremítica» de san Francisco se vislumbra un como comienzo de cierta reglamentación del horario cotidiano, cosa que más tarde programarían con mayor amplitud todas las reformas franciscanas, sobre todo en lo que se refiere a la práctica de la oración mental. Se ha de advertir así mismo cómo el espíritu eremítico, que se respira en la primitiva vida franciscana, iba acompañado de tiempos de silencio, de coloquio espiritual y de meditación, que habían de guardar los hermanos dondequiera que estuvieren: «Pues dondequiera que estemos o a dondequiera que vayamos, llevamos nuestra celda con nosotros; nuestra celda, en efecto, es el hermano cuerpo, y nuestra alma es el ermitaño, que habita en ella para orar a Dios y para meditar. Si nuestra alma no goza de la quietud y soledad en su celda, de poco le sirve al religioso habitar en una celda fabricada por mano del hombre» (LP 108).
5. Finalmente, no deja nunca de sorprendernos la autenticidad y sinceridad de san Francisco, que repetía frecuentemente: «Cuanto es el hombre delante de Dios, tanto es y no más» (Adm 19,2). Y, refiriéndose concretamente a personas dedicadas a la oración, decía: «"Tanto sabe el hombre cuanto obra; y tanto sabe orar un religioso, cuanto practica". Cómo si dijera: Al buen árbol no se le conoce sino por sus frutos» (LP 105; cf. Adm 7).
Ante la excelencia de la santa operación del Espíritu del Señor, que a los hermanos los conforma con Cristo crucificado, palidece incluso el conocimiento de la más profunda sabiduría que se haya podido recibir de Dios (cf. Adm 5). El Espíritu «vivifica», es «vida»: «Y son vivificados por el espíritu de la divina letra aquellos que no atribuyen al cuerpo toda la letra que saben y desean saber, sino que, con la palabra y el ejemplo, la devuelven al altísimo Señor Dios, de quien es todo bien» (Adm 7,4).
Concluyendo, pues, lo dicho: En tanto vale la oración en cuanto se convierte en vida, en una vida animada por el Espíritu de nuestro Señor Jesucristo crucificado.
[Cf. Selecciones de Franciscanismo, vol. III, núm. 8 (1974) 212-218]

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