martes, 27 de noviembre de 2012

La Navidad según san Francisco de Asís


La encarnación y nacimiento del Hijo de Dios

 

 


Fr. Tomás Gálvez (fratefrancesco.org)

 

La Navidad según san Francisco de Asís

(Fratefrancesco.org) Sucedió en Rivotorto, en el año 1209. El 25 de diciembre de ese año cayó en viernes y los hermanos, en su ignorancia, se preguntaban si había que ayunar o no. Entonces fray Morico, uno de los primeros compañeros, se lo planteó a San Francisco y obtuvo esta respuesta: "Pecas llamando 'día de Venus' (eso significa la palabra viernes) al día en que nos ha nacido el Niño. Ese día hasta las paredes deberían comer carne; y, si no pueden, habría que untarlas por fuera con ella".

La devoción de San Francisco por la fiesta de la Natividad de Cristo le venía, pues, ya desde los comienzos de su conversión, y era tan grande que solía decir: "Si pudiera hablar con el emperador Federico II, le suplicaría que firmase un decreto obligando a todas las autoridades de las ciudades y a los señores de los castillos y villas a hacer que en Navidad todos sus súbditos echaran trigo y otras semillas por los caminos, para que, en un día tan especial, todas las aves tuvieran algo que comer. Y también pediría, por respeto al Hijo de Dios, reclinado por su Madre en un pesebre, entre la mula y el buey, que se obligaran esa noche a dar abundante pienso a nuestros hermanos bueyes y asnos. Por último, rogaría que todos los pobres fuesen saciados por los ricos esa noche".

Su devoción era mayor que por las demás fiestas pues decía que, si bien la salvación la realizó el Señor en otras solemnidades –Semana Santa/Pascua–, ésta ya empezó con su nacimiento.

Entre los salmos del Oficio de la Pasión, compuestos por el santo para su devoción personal hay también uno para el tiempo de Navidad, que dice así:

"Aclamad a Dios, nuestra fuerza (Sal 80, 2),
Señor Dios vivo y verdadero, con gritos de júbilo;
porque el Señor es sublime y terrible, emperador de toda la tierra (Sal 46, 2-3).
Porque el Santísimo Padre del cielo, nuestro rey desde siempre (Ver Sal 72, 13),
envió a su amado Hijo desde lo alto y nació de la bienaventurada Virgen Santa María.

Él me invocará: "Tú eres mi Padre"; y yo lo nombraré mi primogénito,
excelso entre los reyes de la tierra (Sal 88, 27-28) .
De día el Señor me hará misericordia,
de noche cantaré la alabanza del Dios de mi vida (Sal 41, 9).
Este es el día en que actuó el Señor;
sea nuestra alegría y nuestro gozo (Sal 117, 24).

Porque se nos ha dado un niño santo y amado,
y nació por nosotros (Is 9, 5) fuera de casa,
y fue colocado en un pesebre, porque no había sitio en la posada (Lc 2, 7).

Gloria al Señor Dios en las alturas,
 y en la tierra paz a los hombres de buena voluntad (Ver Lc 2, 14).
Alégrese el cielo y goce la tierra, retumbe el mar y cuanto contiene;
vitoreen los campos y cuanto hay en ellos (Sal 95, 11-12).

Cantad al Señor un cántico nuevo, cantad al Señor toda la tierra (Sal 95, 1).

Porque grande es el Señor, y muy digno de alabanza,
terrible sobre todos los dioses (Sal 95, 4).

Familias de los pueblos, aclamad al Señor, aclamad la gloria y el poder del Señor,
aclamad la gloria del nombre del Señor (Sal 95, 7-8).

Tomad vuestros cuerpos y cargad con su santa cruz,
y seguid hasta el fin sus santísimos preceptos (Ver Rm 12, 1; Lc 14, 27; 1Pe 2, 21).

Sin embargo, lo más conocido de san Francisco con relación al nacimiento del Redentor fue la celebración de la nochebuena que escenificó en una cueva del monte, cerca del castillo de Greccio. He aquí el relato del episodio, contado por el primer biógrafo del santo:

1Celano, 84. La suprema aspiración de Francisco, su más vivo deseo y su más elevado propósito, era observar en todo y siempre el santo Evangelio (120) y seguir la doctrina de nuestro Señor Jesucristo y sus pasos con suma atención, con todo cuidado, con todo el anhelo de su mente, con todo el fervor de su corazón. En asidua meditación recordaba sus palabras y con agudísima consideración repasaba sus obras. Tenía tan presente en su memoria la humildad de la encarnación y la caridad de la pasión, que difícilmente quería pensar en otra cosa.

Digno de recuerdo y de celebrarlo con piadosa memoria es lo que hizo tres años antes de su gloriosa muerte, cerca de Greccio, el día de la natividad de nuestro Señor Jesucristo. Vivía en aquella comarca un hombre, de nombre Juan, de buena fama y de mejor tenor de vida, a quien el bienaventurado Francisco amaba con amor singular, pues, siendo de noble familia y muy honorable (121), despreciaba la nobleza de la sangre y aspiraba a la nobleza del espíritu. Unos quince días antes de la navidad del Señor, el bienaventurado Francisco le llamó, como solía hacerlo con frecuencia, y le dijo: «Si quieres que celebremos en Greccio esta fiesta del Señor, date prisa en ir allá y prepara prontamente lo que te voy a indicar. Deseo celebrar la memoria del niño que nació en Belén y quiero contemplar de alguna manera con mis ojos (122) lo que sufrió en su invalidez de niño, cómo fue reclinado en el pesebre y cómo fue colocado sobre heno entre el buey y el asno». En oyendo esto el hombre bueno y fiel, corrió presto y preparó en el lugar señalado cuanto el Santo le había indicado.

85. Llegó el día, día de alegría, de exultación. Se citó a hermanos de muchos lugares; hombres y mujeres de la comarca, rebosando de gozo, prepararon, según sus posibilidades, cirios y teas para iluminar aquella noche que, con su estrella centelleante, iluminó todos los días y años. Llegó, en fin, el santo de Dios y, viendo que todas las cosas estaban dispuestas, las contempló y se alegró. Se prepara el pesebre, se trae el heno y se colocan el buey y el asno. Allí la simplicidad recibe honor, la pobreza es ensalzada, se valora la humildad, y Greccio se convierte en una nueva Belén. La noche resplandece como el día, noche placentera para los hombres y para los animales. Llega la gente, y, ante el nuevo misterio, saborean nuevos gozos. La selva resuena de voces y las rocas responden a los himnos de júbilo. Cantan los hermanos las alabanzas del Señor y toda la noche transcurre entre cantos de alegría. El santo de Dios está de pie ante el pesebre, desbordándose en suspiros, traspasado de piedad, derretido en inefable gozo. Se celebra el rito solemne de la misa sobre el pesebre (123) y el sacerdote goza de singular consolación.

86. El santo de Dios viste los ornamentos de diácono (124), pues lo era, y con voz sonora canta el santo evangelio. Su voz potente y dulce, su voz clara y bien timbrada, invita a todos a los premios supremos. Luego predica al pueblo que asiste, y tanto al hablar del nacimiento del Rey pobre como de la pequeña ciudad de Belén dice palabras que vierten miel. Muchas veces, al querer mencionar a Cristo Jesús, encendido en amor, le dice «el Niño de Bethleem», y, pronunciando «Bethleem» como oveja que bala, su boca se llena de voz; más aún, de tierna afección. Cuando le llamaba «niño de Bethleem» o «Jesús», se pasaba la lengua por los labios como si gustara y saboreara en su paladar la dulzura de estas palabras.

Se multiplicaban allí los dones del Omnipotente; un varón virtuoso (125) tiene una admirable visión. Había un niño que, exánime, estaba recostado en el pesebre; se acerca el santo de Dios y lo despierta como de un sopor de sueño. No carece esta visión de sentido (126), puesto que el niño Jesús, sepultado en el olvido en muchos corazones, resucitó por su gracia, por medio de su siervo Francisco, y su imagen quedó grabada en los corazones enamorados. Terminada la solemne vigilia, todos retornaron a su casa colmados de alegría.

87. Se conserva el heno colocado sobre el pesebre, para que, como el Señor multiplicó su santa misericordia, por su medio se curen jumentos y otros animales. Y así sucedió en efecto: muchos animales de la región circunvecina que sufrían diversas enfermedades, comiendo de este heno, curaron de sus dolencias. Más aún, mujeres con partos largos y dolorosos, colocando encima de ellas un poco de heno, dan a luz felizmente. Y lo mismo acaece con personas de ambos sexos: con tal medio obtienen la curación de diversos males.

El lugar del pesebre fue luego consagrado en templo del Señor (127): en honor del beatísimo padre Francisco se construyó sobre el pesebre un altar y se dedicó una iglesia, para que, donde en otro tiempo los animales pacieron el pienso de paja, allí coman los hombres de continuo, para salud de su alma y de su cuerpo, la carne del Cordero inmaculado e incontaminado, Jesucristo, Señor nuestro, quien se nos dio a sí mismo con sumo e inefable amor y que vive y reina con el Padre y el Espíritu Santo y es Dios eternamente glorioso por todos los siglos de los siglos. Amén. Aleluya. Aleluya.

viernes, 16 de noviembre de 2012

Santa Isabel de Hungría

Santa Isabel de Hungría
Viuda, religiosa.Patrona principal de la Arquidiócesis de Bogotá.
Isabel, palabra de origen hebreo que significa: "consagrada a Dios"

Fiesta: 17 de noviembre

En breve: Hija de Andrés, rey de Hungría, nació el año 1207; siendo aún niña, fue dada en matrimonio a Luis, landgrave de Turingia, del que tuvo tres hijos. Vivía entregada a la meditación de las cosas celestiales y, después de la muerte de su esposo, abrazó la pobreza y erigió un hospital en el que ella misma servía a los enfermos. Murió en Marburgo el año 1231.
Isabel reconoció y amó a Cristo en la persona de los pobres -De una carta escrita al Papa por Conrado de Marburgo, director espiritual de santa Isabel.

La vida de Santa Isabel ha sido embelesada por sus hagiógrafos con numerosos cuentos que han llegado a conocerse como la "Leyenda Dorada". Sin embargo los datos fundamentales son históricos y revelan la gran caridad de la santa.
DIETRICH de Apolda refiere en la biografía de esta santa que, una noche del verano de 1207, Klingsohr de Transilvania anunció a Herman de Turingia, que el rey Andrés II de Hungría, primo del emperador de Alemania, acababa de tener una hija que había de distinguirse por su santidad y contraería matrimonio con el hijo de Herman. En efecto, esa misma noche, Andrés II y su esposa, Gertrudis de Andech-Meran, tuvieron una hijita que nació en Presburgo (Bratislava) o en Saros-Patak. El matrimonio profetizado por Klingsohr ofrecía grandes ventajas políticas, por lo cual, la recién nacida Isabel fue prometida en matrimonio al hijo mayor de Herman. Cuando la niña tenía unos cuatro años, sus padres la enviaron al castillo de Wartburg, cerca de Eisenach, para que se educase en la corte de Turingia con su futuro esposo. Durante su juventud, Isabel hubo de soportar la hostilidad de algunos miembros de la corte que no apreciaban su bondad; pero en cambio, el joven Luis se enamoró cada vez más de ella. Se cuenta que siempre que Luis pasaba por una ciudad compraba un regalo para su prometida. "Cuando se acercaba el momento de la llegada de Luis, Isabel salía a su encuentro; el joven le daba el brazo amorosamente y le entregaba el regalo que le había traído".  El era un buen rey que tomó por lema  "Piedad, Pureza, Justicia".
En 1221, cuando Luis tenía veintiún años y había heredado ya de su padre la dignidad de landgrave e Isabel tenía catorce, se celebró el matrimonio, a pesar de que algunos habían aconsejado a Luis que hiciese volver a Isabel a Hungría, pues la unión no les convenía. El joven declaró que estaba dispuesto a perder una montaña de oro antes que la mano de Isabel. Según los cronistas, Isabel era hermosa, elegante, morena, seria, modesta, bondadosa en sus palabras, fervorosa en la oración, muy generosa con los pobres y llena siempre de bondad y de amor divino". Se dice también que era modesta, prudente, paciente y leal. Su pueblo la amaba.
El día de su boda, la joven Duquesa no quiso ir a la iglesia adornada con los preciosos collares de su rango: "¿Cómo podría -dijo cándidamente- llevar una corona tan preciosa ante un Rey coronado de espinas?".
La vida de matrimonio de la santa sólo duró seis años que fueron calificados por un escritor inglés de "idilio de arrebatado amor, de ardor místico, de felicidad casi infantil, como rara vez se encuentra en las novelas que se leen ni en la experiencia humana".  La joven reina descubrió profundamente el sentido del sacramento del matrimonio que está en poner a Dios primero de manera que el amor conyugal se nutra de Cristo y manifieste a Cristo.  "Si yo amo tanto a una criatura mortal - le confiaba la joven reina a su amiga Isentrude-, ¿cómo no debería amar al Señor inmortal, dueño de mi alma?".
Dios concedió tres hijos a la pareja: A los quince años, en el año 1222, Isabel tuvo a su primogénito, Herman quien murió a los diecinueve años.  A los 17 años de edad, Isabel tuvo una niña (Sofía) y a los 20 otra niña que nació tres semanas despues de haber perdido a su esposo, quien muriera en una cruzada a la que se había unido con entusiasmo juvenil. Sofía, que fue más tarde duquesa de Brabante y la Beata Gertrudis de Aldenburg. A diferencia de otros esposos de santas, Luis no puso obstáculo alguno a las obras de caridad de Isabel, a su vida sencilla y mortificada, ni a sus largas oraciones. Una de las damas de compañía de Isabel escribió: "Mi señora se levanta a orar por la noche y mi señor la tiene por la mano, como si temiera que eso le haga daño y le suplica que no abuse de sus fuerzas y que vuelva a descansar.
La liberalidad de Isabel era tan grande, que en algunas ocasiones provocó graves críticas. En 1225, el hambre se dejó sentir en aquella región de Alemania, y la santa acabó con todo su dinero y con el grano que había almacenado en su casa para socorrer a los más necesitados. El landgrave estaba entonces ausente. Cuando volvió, algunos de sus empleados se quejaron de la liberalidad de Santa Isabel. Luis preguntó si su esposa había vendido alguno de sus dominios y ellos le respondieron que no. Entonces el landgrave declaró: "Sus liberalidades atraerán sobre nosotros la misericordia divina. Nada nos faltará mientras le permitamos socorrer así a los pobres".
El castillo de Wartburg se levantaba sobre una colina muy empinada, a la que no podían subir los inválidos. (La colina se llamaba "Rompe-rodillas"). Así pues, Santa Isabel construyó un hospital al pie del monte, y solía ir allá a dar de comer a los inválidos con sus propias manos, a hacerles la cama y a asistirlos en medio de los calores más abrumadores del verano. Además acostumbraba pagar la educación de los niños pobres, especialmente de los huérfanos. Fundó también otro hospital en el que se atendía a veintiocho personas y, diariamente alimentaba a novecientos pobres en su castillo, sin contar a los que ayudaba en otras partes de sus dominios. Por lo tanto, puede decirse con verdad que sus bienes eran el patrimonio de los pobres. Sin embargo, la caridad de la santa no era indiscreta. Por ejemplo, en vez de favorecer la ociosidad entre los que podían trabajar, les procuraba tareas adaptadas a sus fuerzas y habilidades.
Por entonces se predicó en Europa una nueva cruzada, y Luis de Turingia tomó el manto marcado con la cruz. El día de San Juan Bautista, se separó de Santa Isabel y fue a reunirse con el emperador Federico II en Apulia. El 11 de septiembre de ese mismo año murió en Otranto, víctima de la peste. La noticia no llegó a Alemania sino hasta el mes de octubre, cuando acababa de nacer su segunda hija. La suegra de Santa Isabel, para darle la funesta noticia en forma menos violenta, le habló vagamente de "lo que había acontecido" a su esposo y de "la voluntad de Dios". La santa entendió mal y dijo: "Si está preso, con la ayuda de Dios y de nuestros amigos conseguiremos ponerlo en libertad". Cuando le explicaron que no estaba preso sino que había muerto, la santa exclamó: "El mundo y cuanto había de alegre en el mundo está muerto para mí".
Lo que sucedió después es bastante oscuro. Según el testimonio de Isentrudis, una de sus damas de compañía, Enrique, el cuñado de Santa Isabel, que era el tutor de su único hijo, echó fuera del castillo a la santa, a sus hijos y a dos criados, para apoderarse del gobierno. Se cuentan muchos detalles de la forma degradante en que la santa fue tratada, hasta que su tía Matilde, abadesa de Kitzingen, la sacó de Eisenach. Unos afirman que fue despojada de su casa de Marburgo de Hesse, y otros que abandonó voluntariamente el castillo de Wartburg. Desde Kitzingen fue a visitar a su tío Eckemberto, obispo de Bamberga, quien puso a su disposición su castillo de Pottenstein. La santa se trasladó allá con su hijo Herman y su hijita de brazos, dejando a Sofía al cuidado de las religiosas de Kitzingen. Eckemberto, movido por la ambición, proyectaba un nuevo matrimonio, pero Santa Isabel se negó absolutamente, pues antes de la partida de su esposo a la Cruzada se habían prometido mutuamente no volver a casarse. A principios de 1228, se trasladó el cadáver de Luis a Alemania para sepultarlo en la iglesia abacial de Reinhardsbrunn.  Los parientes de Santa Isabel le proporcionaron lo necesario para vivir. El Viernes Santo de ese año, la viuda renunció formalmente al mundo en la iglesia de los franciscanos de Eisenach. Más tarde, tomó el hábito de la Tercera Orden de San Francisco.
Los frailes menores habían inculcado a Santa Isabel un espíritu de pobreza que en sus años de Langravina no podía practicar plenamente. Ahora, sus hijos tenían todo lo necesario y la santa se vio obligada a abandonar Marburgo y a vivir en Wehrda, en una cabaña, a orillas del río Lahn. Más tarde, construyó una casita en las afueras de Marburgo y ahí fundó una especie de hospital para los enfermos, los ancianos y los pobres y se consagró enteramente a su servicio.
En sacerdote Maese Conrado de Marburgo tuvo gran influencia sobre la santa. Dicho sacerdote había sustituido, desde 1225, al franciscano Rodinger en el cargo de confesor de la santa. El esposo de la santa le había permitido hacer un voto de obediencia al sacerdote en todo aquello que no se opusiese a su propia autoridad marital. Sin embargo la figura del Padre Conrado es muy controversial. Por un lado la protegió no permitiéndole pedir de puerta en puerta, desposeerse definitivamente de todos sus bienes, dar más que determinadas limosnas ni exponerse al contagio de la lepra y otras enfermedades. Sin embargo, según las siguientes anécdotas, era dominador y severo en extremo. 
"(Maese Conrado) probó su constancia de mil maneras, al obligarla a proceder en todo contra su voluntad", escribió más tarde Isentrudis. "Para humillarla más, la privó de aquellos de sus criados a los que mayor cariño tenía. Una de ellas fui yo, Isentrudis, a quien ella amaba; me despidió con gran pena y con muchas lágrimas. Por último, despidió también a mi compañera, Jutta, que la había servido desde la niñez y a quien ella amaba particularmente. La bendita Isabel la despidió con lágrimas y suspiros. Maese Conrado, de piadosa memoria, hizo todo esto con buena intención, para que no le hablásemos de su antigua grandeza ni la hiciésemos echar de menos el pasado. Además, la privó del consuelo que nosotros podíamos darle para que sólo Dios pudiese consolarla". En vez de sus queridas damas de compañía, Conrado le dio dos "mujeres muy rudas", encargadas de informarle de las menores desobediencias de la santa a sus mandatos. Conrado castigaba esas desobediencias con bofetadas y golpes "con una vara larga y gruesa", cuyas marcas duraban tres semanas en el cuerpo de Isabel. La santa comentó amargamente con Isentrudis: "Si yo puedo temer tanto a un hombre mortal, ¡cuánto más temible será el Señor y Juez de este mundo!"  Se dice que, aunque la santa se benefició al saber vencer los obstáculos que le ponía su confesor, pero, objetivamente, sus métodos eran injuriosos.
Cierto día, un noble húngaro fue a Marburgo y pidió que le dijesen dónde vivía la hija de su soberano, de cuyas penas había oído hablar. Al llegar al hospital, encontró a Isabel sentada, hilando, vestida con su túnica burda. El pobre hombre casi se fue de espaldas y se santiguó asombrado: "¿Quién había visto hilar a la hija de un rey?" El noble intentó llevar a Isabel a Hungría, pero la santa se negó: sus hijos, sus pobres y la tumba de su esposo estaban en Turingia y ahí quería pasar el resto de su vida. Por lo demás, le quedaban ya pocos años en la tierra. Vivían muy austeramente y trabajaba sin descanso, ya fuese en el hospital, ya en las casas de los pobres o pescando en el río a fin de ganar un poco de dinero para sus protegidos. Cuando la enfermedad le impedía hacer otra cosa, hilaba o cargaba lana. En cierta ocasión en que estaba en cama, la persona que la atendía la oyó cantar dulcemente. "Cantáis muy bien, señora", le dijo. La santa replicó: "Os voy a explicar por qué. Entre el muro y yo había un pajarito que cantaba tan alegremente que me dieron ganas de imitarlo". La víspera del día de su muerte, a media noche, entre dormida y despierta murmuró: "Es ya casi la hora en que el Señor nació en el pesebre y creó con su omnipotencia una nueva estrella. Vino a redimir el mundo, y me va a redimir a mí". Y cuando el gallo comenzó a cantar, dijo: "Es la hora en que resucitó del sepulcro y rompió las puertas del infierno, y me va a librar a mí". Santa Isabel murió al anochecer del 17 de noviembre de 1231, antes de cumplir veinticuatro años. Su cuerpo estuvo expuesto tres días en la capilla del hospicio. Ahí mismo fue sepultada y Dios obró muchos milagros por su intercesión.
Prodigiosos milagros por la intercesión de Santa Isabel
El mismo día de la muerte de la santa, a un hermano lego se le destrozó un brazo en un accidente y estaba en cama sufriendo terribles dolores. De pronto vio aparecer a Isabel en su habitación, vestida con trajes hermosísimos. El dijo: "Señora, Ud. que siempre ha vestido trajes tan pobres, ¿por qué está ahora tan hermosamente vestida?". Y ella sonriente le dijo: "Es que voy para la gloria. Acabo de morir para la tierra. Estire su brazo que ya ha quedado curado". El paciente estiró el brazo que tenía totalmente destrozado, y la curación fue completa e instantánea. Dos días después de su entierro, llegó al sepulcro de la santa un monje cisterciense el cual desde hacía varios años sufría un terrible dolor al corazón y ningún médico había logrado aliviarle de su dolencia. Se arrodilló por un buen rato a rezar junto a la tumba de la santa, y de un momento a otro quedó completamente curado de su dolor y de su enfermedad.
Maese Conrado empezó a reunir testimonios acerca de su santidad, pero murió antes de que Isabel fuese canonizada, en 1235 por el Papa Gregorio IX. Al año siguiente, las reliquias de la santa fueron trasladadas a la iglesia de Santa Isabel de Marburgo, que había sido construida por Conrado, su cuñado. A la ceremonia asistieron el emperador Federico II y "una multitud tan grande, formada por gentes de diversas naciones, pueblos y lenguas, que probablemente no se había visto ni se volverá a ver en estas tierras alemanas algo semejante". La iglesia en que reposaban las reliquias de la santa fue un sitio de peregrinación hasta 1539, año en que el landgrave protestante, Felipe de Hesse, las trasladó a un sitio desconocido.
Algunos testimonios de la época:  Uno de los sacerdotes de ese tiempo escribió: "Afirmo delante de Dios que raramente he visto una mujer de una actividad tan intensa, unida a una vida de oración y de contemplación tan elevada". Algunos religiosos franciscanos que la dirigían en su vida de total pobreza, afirman que varias veces, cuando ella regresaba de sus horas de oración, la vieron rodeada de resplandores y que sus ojos brillaban como luces muy resplandecientes. El emperador Federico II afirmó: "La venerable Isabel, tan amada de Dios, iluminó las tinieblas de este mundo como una estrella luminosa en la noche oscura".
Santa Isabel, ruega por los matrimonios, ruega por todos nosotros, qué el Señor nos conceda el don de un gran desprendimiento para dedicar nuestra vida y nuestros bienes a ayudar a los más necesitados. 
Bibliografía
Sálesman, Eliécer. Vidas de Santos # 4.
Sgarbossa, Mario y Luigi Giovannini. Un Santo Para Cada Día.


Fuente: corazones.org

jueves, 1 de noviembre de 2012

Cómo San Francisco convirtió en Bolonia a dos estudiantes.

Capítulo XXVII
Cómo San Francisco convirtió en Bolonia a dos estudiantes
Al llegar una vez San Francisco a Bolonia (4), todo el pueblo de la ciudad corrió para verlo; y era tan grande el tropel de gente, que a duras penas pudo llegar hasta la plaza. En medio de una gran multitud de hombres, de mujeres y de estudiantes, que llenaban la plaza, San Francisco se subió a un lugar elevado y comenzó a predicar lo que el Espíritu Santo le iba dictando. Y predicaba tan maravillosamente, que parecía, más bien, un ángel que un hombre quien predicaba; sus palabras celestiales eran como saetas agudas que traspasaban el corazón de cada oyente, y, por efecto de la predicación, se convirtieron a penitencia una gran muchedumbre de hombres y de mujeres.
Entre ellos hubo dos nobles estudiantes de la Marca de Ancona, uno por nombre Peregrino y el otro Ricerio; ambos, tocados en su corazón por una inspiración divina, como efecto del sermón, se acercaron a San Francisco para decirle que querían abandonar totalmente el mundo y ser de sus hermanos. Y San Francisco, conociendo por revelación que eran enviados por Dios y que habían de llevar una vida santa en la Orden, los recibió con alegría, diciéndoles:
-- Tú, Peregrino, seguirás en la Orden el camino de la humildad, y tú, hermano Ricerio, te pondrás al servicio de tus hermanos.
Y fue así, porque el hermano Peregrino rehusó ser sacerdote y se quedó como lego, aunque era muy docto y grande canonista. Debido a esta su profunda humildad, llegó a gran perfección en la virtud, hasta el punto que el hermano Bernardo, el primogénito de San Francisco, dijo de él que era uno de los hermanos más perfectos de este mundo. Finalmente, este hermano Peregrino pasó, lleno de virtudes, de esta vida a la vida bienaventurada, realizando muchos milagros antes y después de la muerte (5).
Y el hermano Ricerio sirvió a los hermanos con devoción y fidelidad, viviendo en gran santidad y humildad; gozó de gran familiaridad con San Francisco, quien le confió muchos secretos. Habiendo sido nombrado ministro de la provincia de la Marca de Ancona, la gobernó durante mucho tiempo con grandísima paz y discreción. Al cabo de algún tiempo permitió Dios que fuese objeto de una fuerte tentación interna; se hallaba atribulado y angustiado, se maceraba con ayunos, disciplinas, lágrimas y oraciones día y noche, sin lograr ahuyentar aquella tentación; con frecuencia se veía en grande desesperación, ya que por esta causa se consideraba abandonado de Dios. Al borde de la desesperación, como último remedio, se decidió a ir a San Francisco, discurriendo de esta manera: «Si San Francisco me muestra buen semblante y me trata con familiaridad, creeré que aún tendrá Dios piedad de mí; de lo contrario, daré por cierto que estoy abandonado de Dios». Se puso, pues, en camino para ir a encontrar a San Francisco. El Santo se hallaba a la sazón gravemente enfermo en el palacio del obispo de Asís, y supo, por inspiración divina, toda la tentación y desesperación del hermano, así como su determinación y su venida. Al punto, San Francisco llamó a los hermanos León y Maseo y les dijo:
-- Id en seguida al encuentro de mi hijo carísimo hermano Ricerio, abrazadlo de mi parte y saludadlo, y decidle que, entre todos los hermanos que hay en el mundo, yo lo amo a él con afecto singular.
Fueron ellos y lo hallaron en el camino. Lo abrazaron y le dijeron lo que San Francisco les había ordenado. Con esto él experimentó un consuelo tan grande, que casi quedó fuera de sí; y, dando gracias a Dios de todo corazón, se dirigió al lugar en que San Francisco yacía enfermo. Y, aunque San Francisco se hallaba gravemente enfermo, al oír que venía el hermano Ricerio, se levantó y le salió al encuentro, lo abrazó con gran ternura y le dijo:
-- Hijo mío carísimo, hermano Ricerio, entre todos los hermanos que hay en el mundo, yo te amo particularmente.
Dicho esto, le hizo en la frente la señal de la santa cruz, le besó y añadió:
-- Hijo carísimo, Dios ha permitido te sobreviniera esta tentación para que fuese para ti fuente de grandes merecimientos; pero, si tú quieres renunciar a esta ganancia, no la tengas.
¡Cosa admirable! No bien hubo dicho San Francisco estas palabras, le dejó por completo la tentación, como si nunca en toda la vida la hubiera tenido, y quedó completamente consolado (6).
En alabanza de Cristo. Amén.

Cómo San Francisco convirtió a tres ladrones homicidas

Capítulo XXVI
Cómo San Francisco convirtió a tres ladrones homicidas
Yendo una vez San Francisco por el territorio de Borgo San Sepolcro, al pasar por una aldea llamada Monte Casale, se le presentó un joven muy noble y delicado, que le dijo:
-- Padre, me gustaría mucho ser de vuestra fraternidad.
-- Hijo -le respondió San Francisco-, tú eres joven, delicado y noble; se te va a hacer duro sobrellevar la pobreza y austeridad de nuestra vida.
-- Padre, ¿no sois vosotros hombres como yo? -repuso él-. Lo mismo que vosotros la sobrelleváis, la podré sobrellevar también yo con la gracia de Cristo.
Agradó mucho a San Francisco esta respuesta; por lo que, bendiciéndolo, lo recibió, sin más, en la Orden y le puso por nombre hermano Ángel. Este joven se portó tan a satisfacción, que, al poco tiempo, San Francisco lo hizo guardián del convento del mismo Monte Casale (2).
Por aquel tiempo merodeaban por aquellos parajes tres famosos ladrones, que perpetraban muchos males en toda la comarca. Un día fueron al eremitorio de los hermanos y pidieron al guardián, el hermano Ángel, que les diera de comer. El guardián les reprochó ásperamente:
-- ¿No tenéis vergüenza, ladrones y asesinos sin entrañas, que, no contentos con robarles a los demás el fruto de sus fatigas, tenéis cara, además, insolentes, para venir a devorar las limosnas que son enviadas a los servidores de Dios? No merecéis que os sostenga la tierra, puesto que no tenéis respeto alguno ni a los hombres ni a Dios que os creó. ¡Fuera de aquí, id a lo vuestro y que no vuelva a veros aquí!
Ellos lo llevaron muy a mal y se marcharon enojados.
En esto regresó San Francisco de fuera con la alforja del pan y con un recipiente de vino que habían mendigado él y su compañero. El guardián le refirió cómo había despedido a aquella gente. Al oírle, San Francisco le reprendió fuertemente, diciéndole que se había portado cruelmente, porque mejor se conduce a los pecadores a Dios con dulzura que con duros reproches; que Cristo, nuestro Maestro, cuyo Evangelio hemos prometido observar, dice que no tienen necesidad de médico los sanos, sino los enfermos, y que Él no ha venido a llamar a los justos, sino a los pecadores a penitencia (Mt 9,12s); y por esto Él comía muchas veces con ellos.
-- Por lo tanto -terminó-, ya que has obrado contra la caridad y contra el santo Evangelio, te mando, por santa obediencia, que, sin tardar, tomes esta alforja de pan que yo he mendigado y esta orza de vino y vayas buscándolos por montes y valles hasta dar con ellos; y les ofrecerás de mi parte todo este pan y este vino. Después te pondrás de rodillas ante ellos y confesarás humildemente tu culpa y tu dureza. Finalmente, les rogarás de mi parte que no hagan ningún daño en adelante, que teman a Dios y no ofendan al prójimo; y les dirás que, si lo hacen así, yo me comprometo a proveerles de lo que necesiten y a darles siempre de comer y de beber. Una vez que les hayas dicho esto con toda humildad, vuelve aquí (3).
Mientras el guardián iba a cumplir el mandato, San Francisco se puso en oración, pidiendo a Dios que ablandase los corazones de los ladrones y los convirtiese a penitencia.
Llegó el obediente guardián a donde estaban ellos, les ofreció el pan y el vino e hizo y dijo lo que San Francisco le había ordenado. Y plugo a Dios que, mientras comían la limosna de San Francisco, comenzaran a decir entre sí:
-- ¡Ay de nosotros, miserables desventurados! ¡Qué duras penas nos esperan en el infierno a nosotros, que no sólo andamos robando, maltratando, hiriendo, sino también dando muerte a nuestro prójimo; y, en medio de tantas maldades y crímenes, no tenemos remordimiento alguno de conciencia ni temor de Dios! En cambio, este santo hermano ha venido a buscarnos por unas palabras que nos dijo justamente reprochando nuestra maldad, se ha acusado de ello con humildad, y, encima de esto, nos ha traído el pan y el vino, junto con una promesa tan generosa del Padre santo. Estos sí que son siervos de Dios merecedores del paraíso, pero nosotros somos hijos de la eterna perdición, merecedores de las penas del infierno; cada día agravamos nuestra perdición, y no sabemos si podremos hallar misericordia ante Dios por los pecados que hasta ahora hemos cometido.
Estas y parecidas palabras decía uno de ellos; a lo que añadieron los otros dos:
-- Es mucha verdad lo que dices; pero ¿qué es lo que tenemos que hacer?
-- Vamos a estar con San Francisco -dijo el primero-, y, si él nos da esperanza de que podemos hallar misericordia ante Dios por nuestros pecados, haremos lo que nos mande; así podremos librar nuestras almas de las penas del infierno.
Pareció bien a los otros este consejo, y todos tres, de común acuerdo, marcharon apresuradamente a San Francisco y le hablaron así:
-- Padre, nosotros hemos cometido muchos y abominables pecados; no creemos poder hallar misericordia ante Dios; pero, si tú tienes alguna esperanza de que Dios nos admita a misericordia, aquí nos tienes, prontos a hacer lo que tú nos digas y a vivir contigo en penitencia.
San Francisco los recibió con caridad y bondad, los animó con muchos ejemplos, les aseguró de la misericordia de Dios y les prometió con certeza que se la obtendría de Dios, haciéndoles ver cómo la misericordia de Dios es infinita. Y concluyó:
-- Aunque hubiéramos cometido infinitos pecados, todavía es más grande la misericordia de Dios; según el Evangelio y el apóstol San Pablo, Cristo bendito ha venido a la tierra para rescatar a los pecadores.
Movidos de estas palabras y parecidas enseñanzas, los tres ladrones renunciaron al demonio y a sus obras; San Francisco los recibió en la Orden y comenzaron a hacer gran penitencia. Dos de ellos vivieron poco tiempo después de su conversión y se fueron al paraíso. Pero el tercero sobrevivió, y, recordando sin cesar sus pecados, se dio a tal vida de penitencia, que por quince años seguidos, fuera de las cuaresmas comunes, en que se acomodaba a los demás hermanos, en los demás tiempos estuvo ayunando tres días a la semana a pan y agua; andaba siempre descalzo, vestido de una sola túnica; nunca se acostaba después de los maitines.
En alabanza de Cristo bendito. Amén.

Cómo San Francisco curó milagrosamente de alma y cuerpo a un leproso

Capítulo XXV
Cómo San Francisco curó milagrosamente
de alma y cuerpo a un leproso
El verdadero discípulo de Cristo San Francisco, mientras vivió en esta vida miserable, ponía todo su esfuerzo en seguir a Cristo, el perfecto Maestro. Así sucedía muchas veces, por obra divina, que cuando él curaba a alguien el cuerpo, Dios le sanaba al mismo tiempo el alma, tal como se lee de Cristo (cf. Mt 9,1-8). Por ello, no sólo servía él gustosamente a los leprosos, sino que había ordenado a los hermanos de su Orden que, cuando iban por el mundo o se detenían, sirvieran a los leprosos por amor de Cristo, que por nosotros quiso ser tenido por un leproso (1).
Sucedió una vez, en un lugar no lejos de aquel en que entonces se hallaba San Francisco, que los hermanos servían a los leprosos y enfermos de un hospital; y había allí un leproso tan impaciente, insoportable y altanero, que todos estaban persuadidos, como era en verdad, que estaba poseído del demonio, porque profería palabras groseras y maltrataba a quienes le servían, y, lo que era peor, blasfemaba tan brutalmente de Cristo bendito y de su madre santísima la Virgen María, que no se hallaba ninguno que quisiera y pudiera servirle. Y por más que los hermanos se esforzaban por sobrellevar con paciencia, por acrecentar el mérito de esta virtud, sus villanías e insultos, optaron por dejar abandonado al leproso, porque su conciencia no les permitía soportar las injurias contra Cristo y su madre. Pero no quisieron hacerlo sin haber informado antes a San Francisco, que se hallaba en un eremitorio próximo.
Cuando se lo hicieron saber, fue San Francisco a ver al leproso. Acercándose a él, le saludó diciendo:
-- Dios te dé la paz, hermano mío carísimo.
-- Y ¿qué paz puedo yo esperar de Dios -respondió el leproso enfurecido-, si Él me ha quitado la paz y todo bien y me ha vuelto podrido y hediondo?
-- Ten paciencia, hijo -le dijo San Francisco-; las enfermedades del cuerpo nos las da Dios en este mundo para salud del alma; son de gran mérito cuando se sobrellevan con paciencia.
-- Y ¿cómo puedo yo llevar con paciencia -respondió el leproso- este mal que me atormenta noche y día sin parar? Y no es sólo mi enfermedad lo que me atormenta, sino que todavía me hacen sufrir esos hermanos que tú me diste para que me sirvieran, y que no lo hacen como deben.
Entonces, San Francisco, conociendo por luz divina que el leproso estaba poseído del espíritu maligno, fue a ponerse en oración y oró devotamente por él. Terminada la oración, volvió y le dijo:
-- Hijo, te voy a servir yo personalmente, ya que no estás contento de los otros.
-- Está bien -dijo el enfermo-; pero ¿qué me podrás hacer tú más que los otros?
-- Haré todo lo que tú quieras -respondió San Francisco.
-- Quiero -dijo el leproso- que me laves todo de arriba abajo, porque despido tal hedor, que no puedo aguantarme yo mismo.
San Francisco hizo en seguida calentar agua con muchas hierbas olorosas; luego desnudó al leproso y comenzó a lavarlo con sus propias manos, echándole agua un hermano. Y, por milagro divino, donde San Francisco tocaba con sus santas manos desaparecía la lepra y la carne quedaba perfectamente sana. Y según iba sanando el cuerpo, iba también curándose el alma; por lo que el leproso, al ver que empezaba a curarse, comenzó a sentir gran compunción de sus pecados y a llorar amarguísimamente; y así, a medida que se iba curando el cuerpo, limpiándose de la lepra por el lavado del agua, por dentro quedaba el alma limpia del pecado por la contrición y las lágrimas.
Cuando se vio completamente sano de cuerpo y alma, manifestó humildemente su culpa y decía llorando en alta voz:
-- ¡Ay de mí, que soy digno del infierno por las villanías e injurias que yo he hecho a los hermanos y por mis impaciencias y blasfemias contra Dios!
Estuvo así quince días, llorando amargamente sus pecados y pidiendo misericordia a Dios, e hizo entera confesión con el sacerdote. San Francisco, al ver el milagro tan evidente que Dios había obrado por sus manos, dio gracias a Dios y se fue de aquel eremitorio a tierras muy distantes; debido a su humildad, en efecto, trataba de huir siempre de toda gloria mundana y en todas sus acciones buscaba el honor y la gloria de Dios y no la propia.
Y quiso Dios que aquel leproso, curado en el cuerpo y en el alma, enfermase de otra enfermedad quince días después de su arrepentimiento, y, fortalecido con los sacramentos eclesiásticos, murió santamente. Al ir al paraíso por los aires su alma se apareció a San Francisco cuando éste se hallaba orando en un bosque y le dijo:
-- ¿Me conoces?
-- ¿Quién eres? -dijo San Francisco.
-- Soy el leproso que Cristo bendito curó por tus méritos -dijo él-, y ahora voy a la vida eterna; de lo cual doy gracias a Dios y a ti. Bendita sea tu alma y bendito tu cuerpo, benditas sean tus palabras y tus acciones, porque por tu mano se salvarán en el mundo muchas almas. Y sabe que en el mundo no hay un sólo día en que los santos ángeles y otros santos no estén dando gracias a Dios por los santos frutos que tú y tu Orden realizáis en diversas partes del mundo. ¡Cobrad ánimo, dad gracias a Dios y seguid así con su bendición!
Dichas estas palabras, se fue al cielo; y San Francisco quedó muy consolado.
En alabanza de Cristo. Amén.

Cómo San Francisco convirtió a la fe al sultán de Babilonia.

Capítulo XXIV
Cómo San Francisco convirtió a la fe al sultán de Babilonia
San Francisco, impulsado por el celo de la fe de Cristo y por el deseo del martirio, pasó una vez al otro lado del mar con doce compañeros suyos muy santos con intención de ir derechamente al sultán de Babilonia (7). Llegaron a un país de sarracenos, donde los pasos fronterizos estaban guardados por hombres tan crueles, que ningún cristiano que se aventurase a atravesarlos podría salir con vida; pero plugo a Dios que no murieran, sino que fueran presos, apaleados y atados, y luego conducidos a la presencia del sultán. Delante de él, San Francisco, bajo la guía del Espíritu Santo, predicó tan divinamente la fe de Jesucristo, que para demostrarla se ofreció a entrar en el fuego.
El sultán le cobró gran devoción debido a esa su constancia en la fe y al desprecio del mundo que observaba en él, pues, siendo pobrísimo, no quería aceptar regalo ninguno, como también por el anhelo del martirio que mostraba. Desde entonces, el sultán le escuchaba con agrado, le rogó que volviese a verle con frecuencia y le concedió a él y a sus compañeros que pudiesen predicar libremente donde quisieran. Y les dio una contraseña a fin de que no fuesen molestados de nadie.
Obtenido este salvoconducto, envió San Francisco de dos en dos a sus compañeros a diversas regiones de los sarracenos a predicar la fe de Cristo; y él, con uno de ellos, se encaminó al país que había elegido. Llegado allá, entró en un albergue para reposar. Había allí una mujer muy hermosa de cuerpo, pero sucia de alma, y esta mujer maldita provocó a San Francisco al pecado.
-- Acepto -le dijo San Francisco-; vamos a la cama.
Y ella lo condujo a su cuarto. Entonces le dijo San Francisco:
-- Ven conmigo, que te quiero llevar a un lecho mucho más bonito.
La llevó a una grande fogata que tenían encendida en aquella casa, y con fervor de espíritu se desnudó por completo, se echó junto al fuego sobre el suelo ardiente y la invitó a ella a desnudarse y tenderse también en una cama tan mullida y hermosa. Y estuvo así San Francisco por largo espacio con el rostro alegre, sin quemarse ni tostarse lo más mínimo. La mujer, espantada ante tal milagro y compungida en su corazón, no sólo se arrepintió del pecado y de su mala intención, sino que se convirtió totalmente a la fe de Cristo, y alcanzó tan gran santidad, que se salvaron muchas almas por su medio en aquel país (8).
Finalmente, viendo San Francisco que no era posible lograr mayor fruto en aquellas tierras, determinó, por divina inspiración, volver con todos sus compañeros a tierra de cristianos; los reunió a todos y fue a despedirse del sultán. Entonces le dijo el sultán:
-- Hermano Francisco, yo me convertiría de buena gana a la fe de Cristo, pero temo hacerlo ahora, porque, si éstos llegaran a saberlo, me matarían a mí y te matarían a ti con todos tus compañeros. Tú puedes hacer todavía mucho bien y yo tengo que resolver asuntos de gran importancia; no quiero, pues, ser causa ni de tu muerte ni de la mía. Pero enséñame cómo puedo salvarme; yo estoy dispuesto a hacer lo que tú me digas.
Díjole entonces San Francisco:
-- Señor, yo tengo que dejarte ahora; pero, una vez que esté de vuelta en mi país y haya ido al cielo, con el favor de Dios, después de mi muerte, si fuere voluntad de Dios, te mandaré a dos de mis hermanos, de mano de los cuales tú recibirás el bautismo de Cristo y te salvarás, como me lo ha revelado mi Señor Jesucristo. Tú, entre tanto, vete liberándote de todo impedimento, para que, cuando llegue a ti la gracia de Dios, te encuentre dispuesto a la fe y a la devoción.
El sultán prometió hacerlo así y lo cumplió.
Después de esto, emprendió el viaje de vuelta con aquel venerable colegio de sus santos compañeros. A los pocos años, San Francisco entregó su alma a Dios por muerte corporal. El sultán, que había caído enfermo, esperaba el cumplimiento de la promesa de San Francisco, e hizo colocar guardias en ciertos puntos con el encargo de que, si aparecían dos hermanos con el hábito de San Francisco, fuesen al punto conducidos a su presencia. Por el mismo tiempo se apareció San Francisco a dos hermanos y les ordenó que, sin perder tiempo, marchasen al sultán y procurasen su salvación, como él se lo había prometido. Aquellos hermanos pasaron en seguida el mar y fueron conducidos por los guardias a la presencia del sultán. Al verlos éste, se llenó de alegría y les dijo:
-- Ahora sé verdaderamente que Dios me ha enviado a sus siervos para mi salvación, conforme a la promesa que me hizo San Francisco por revelación divina.
Recibió, pues, de aquellos hermanos la enseñanza de la fe de Cristo y el santo bautismo; y, regenerado así en Cristo, murió de aquella enfermedad y su alma fue salva por las oraciones y los méritos de San Francisco (9).
En alabanza de Cristo. Amen.


* * *
1) Este episodio, que la Leyenda de Perusa sitúa «dos años antes de la muerte» del Santo (LP 83; EP 100), tuvo lugar en el verano de 1225. Ya dijimos cómo San Francisco había contraído la enfermedad de los ojos -según parece, la conjuntivitis denominada tracoma- en su viaje a Oriente (1219-20).
2) Las demás fuentes franciscanas colocan aquí, como expresión del gozo desbordante del espíritu purificado de Francisco, la composición del Cántico de las criaturas o Cántico del hermano sol (2 Cel 213; LP 83; EP 100).
3) El hecho, atestiguado por LP 67 y EP 104, sucedió en la iglesia de San Fabián, hoy eremitorio de Santa María de la Foresta. Todavía existe el campo de la viña y el lagar de piedra, propiedad del sacerdote que hospedó a San Francisco.
4) El episodio es, por lo tanto, posterior a la muerte y a la canonización de San Antonio de Padua (1231 y 1232). Se trata de uno de los piadosos relatos que fueron apareciendo en época tardía a favor de una pedagogía ascética de sabor monástico.
5) Mucho se ha escrito sobre la historicidad y el significado del relato del lobo de Gubbio. Puede tratarse de una transposición poetizada de la liberación del azote de los lobos que las fuentes biográficas colocan en la comarca de Greccio; de hecho, el contenido del sermón de San Francisco es idéntico al del que dirige a los habitantes de Gubbio (cf. LP 74; 2 Cel 35s. LM 8,11). O puede ser una ampliación dramatizada de otro hecho conservado en la Legenda S. Verecundi: Francisco va con un compañero, al atardecer, camino de Gubbio montado en un borriquillo. Unos labriegos le advierten del peligro por los muchos lobos que merodean por la zona. «Yo no he hecho ningún mal al hermano lobo para que tenga la osadía de comerse a nuestro hermano borriquito. Adiós, pues, hijos, y vivid en el temor de Dios». Y siguió el camino sin tropiezo (cf. BAC p. 591).
Los fautores de la historicidad vieron corroborada su tesis cuando hace algunos años fue hallado el cráneo de un lobo en el lugar que la tradición señalaba como la tumba de la famosa fiera.
Historia o leyenda, la florecilla del hermano lobo quedará siempre como una creación genial, símbolo de lo que fue y continúa siendo la figura cristiana del Poverello.
6) «Llama hermanos a todos los animales, si bien ama particularmente, entre todos, a los mansos» (2 Cel 165). El aspecto más llamativo, más original, con ser eminentemente cristiano, de Francisco de Asís es su manera de situarse ante la creación. Todos los seres, formando una familia gozosa bajo la paternidad de Dios, son, para él, hermanos y hermanas. Tiene el arte de sintonizar y de dialogar con cada cosa, con cada viviente, como nunca hombre alguno lo ha hecho. Ciertamente, entra en gran parte su enorme sensibilidad de poeta, pero entra en mayor grado la madurez de una fe que se abre a las realidades con ingenuidad, sin manipularlas, respetándolas, con la actitud del pobre de espíritu, que rehuye apropiarse el bien que el Creador ha diseminado en cada creatura útil y bella. «A todas las criaturas las llamaba hermanas, como que había llegado a la gloriosa libertad de los hijos de Dios, y con la agudeza del corazón penetraba, de modo eminente y desconocido a los demás, los secretos de las criaturas» (1 Cel 81).
Babilonia era el nombre que se daba en Europa por aquel tiempo a la capital de Egipto, El Cairo. El sultán cuya conversión intentó San Francisco era Melek-el-Kamel, empeñado a la sazón en hacer frente a la quinta cruzada lanzada por los pueblos cristianos.
El viaje de San Francisco y su entrada pacífica más allá de las filas mahometanas hasta lograr ser recibido amistosamente por el sultán, está avalado por las fuentes históricas y aun por un testigo presencial: el obispo de San Juan de Acre, Jacobo de Vitry, en una carta escrita desde Damieta en marzo de 1220. Véase 1 Cel 57; 2 Cel 30; LM 9,8s; Jordán de Giano, o.c., 10 p. 9. Como es natural, la fantasía fue rellenando la aventura con episodios menos creíbles, como el de la prueba del fuego, referido por San Buenaventura, y el de la tentación de la moza del partido en el mesón.
San Francisco se embarcó en Ancona el 24 de junio de 1219 con doce compañeros, que serían los iniciadores de la misión franciscana en Oriente. Haciendo escala en Chipre y en San Juan de Acre, llegó en agosto a Damieta, que desde hacía un año estaba sitiada por el ejército cristiano. Poco después debió de suceder la visita a Melek-el-Kamel. Provisto de un salvoconducto del sultán, visitó los santos lugares de Tierra Santa y regresó a Italia en el verano de 1220.
El valor verdadero de la entrada del Poverello entre los sarracenos está en haber sido el primer intento de cruzada de paz y de amistad en un momento de la historia en que se hallaban encarnizadamente encontrados el mundo cristiano y el mundo islámico. Hombre de Evangelio, quería demostrar que los recursos de la minoridad y del amor, y no las armas, eran los que debían emplearse con los infieles.
8) Relato a todas luces legendario, con una fuerte impronta convencional de los ejemplos de los antiguos padres del yermo. Lo recoge en el siglo XIV, junto con otros similares, Bartolomé de Pisa en sus Conformidades. Véase AFH 12 (1919) p. 348s. 396s.
9) Melek-el-Kamel murió en 1238. Se ignora el origen de la leyenda de su conversión.
Francisco regresó a Europa con el sentimiento de no haber logrado el martirio por Jesucristo. Más afortunados, los cinco componentes de la misión de Marruecos habían logrado esa meta, ofrendando su vida el 16 de enero de 1220. La vocación misionera de la Orden era un hecho; al completar la Regla con miras a la aprobación pontificia, Francisco añadió un importantísimo capítulo: Los que van entre sarracenos y otros infieles.

Cómo San Francisco, estando en oración, vio al demonio entrar en un hermano.

Capítulo XXIII
Cómo San Francisco, estando en oración,
vio al demonio entrar en un hermano
Estaba una vez San Francisco en oración en el convento de la Porciúncula, y vio, por divina revelación, todo el convento rodeado y asediado por los demonios como por un grande ejército; pero ninguno de ellos lograba entrar en el convento, porque todos aquellos hermanos eran de tanta santidad, que los demonios no hallaban por dónde penetrar. Pero ellos perseveraban en su empeño; y he aquí que uno de los hermanos tuvo un enfado con otro, y andaba maquinando cómo poder acusarlo y vengarse de él. Y este mal pensamiento fue la brecha que vio abierta el demonio; así pudo penetrar en el convento y fue a ponerse en el cuello de aquel hermano.
El pastor amante y solícito, que velaba de continuo sobre su grey, viendo que el lobo había entrado para devorar su ovejita, hizo llamar en seguida a aquel hermano y le ordenó que descubriera allí mismo el veneno del odio que había concebido contra el prójimo, y que le había hecho caer en las manos del enemigo.
Quedó él espantado al verse conocido por el Padre santo, declaró todo el veneno de su rencor, reconoció su culpa y pidió humildemente penitencia y misericordia. Hecho esto, una vez que él fue absuelto del pecado y recibió la penitencia, inmediatamente huyó el demonio ante San Francisco. El hermano, librado así de las manos de la bestia cruel por la bondad del buen pastor, dio gracias a Dios y, volviendo corregido y amaestrado a la grey del santo pastor, vivió en adelante en grande santidad.
En alabanza de Cristo. Amén.

Cómo San Francisco domesticó unas tórtolas silvestres.


Capítulo XXII
Cómo San Francisco domesticó unas tórtolas silvestres
Cierto muchacho había apresado un día muchas tórtolas y las llevaba a vender. Encontróse con él San Francisco, que sentía especial ternura por los animales mansos (6), y, mirando las tórtolas con ojos compasivos, dijo al muchacho:
-- ¡Oye, buen muchacho; dame, por favor, esas aves tan inocentes, que en la Sagrada Escritura representan a las almas castas, humildes y fieles, para que no vengan a parar en manos crueles que les den muerte!
El muchacho, impulsado por Dios, le dio al punto todas a San Francisco, y él las recibió en el seno y comenzó a hablar con ellas dulcemente:
-- ¡Oh hermanas mías tórtolas, sencillas, inocentes y castas! ¿Por qué os habéis dejado coger? Yo quiero ahora libraros de la muerte, y os haré nidos para que os multipliquéis y deis fruto, conforme al mandato de vuestro Creador.
Y San Francisco les hizo nido a todas. Ellas se domesticaron, y comenzaron a poner huevos y a empollar a la vista de los hermanos. Y vivían y alternaban familiarmente con San Francisco y los demás hermanos como si fueran gallinas alimentadas siempre por ellos. Y no se marcharon hasta que San Francisco les dio licencia para irse con su bendición.
Al muchacho que se las había dado dijo San Francisco:
-- Hijo mío, tú llegarás a ser hermano menor en esta Orden y servirás en gracia a Jesucristo.
Y así sucedió: aquel joven se hizo religioso y vivió en la Orden con grande santidad.
En alabanza de Cristo. Amén.

Cómo San Francisco amansó, por virtud divina, un lobo ferocísimo.



Capítulo XXI
Cómo San Francisco amansó, por virtud divina,
un lobo ferocísimo
En el tiempo en que San Francisco moraba en la ciudad de Gubbio, apareció en la comarca un grandísimo lobo, terrible y feroz, que no sólo devoraba los animales, sino también a los hombres; hasta el punto de que tenía aterrorizados a todos los habitantes, porque muchas veces se acercaba a la ciudad. Todos iban armados cuando salían de la ciudad, como si fueran a la guerra; y aun así, quien topaba con él estando solo no podía defenderse. Era tal el terror, que nadie se aventuraba a salir de la ciudad.
San Francisco, movido a compasión de la gente del pueblo, quiso salir a enfrentarse con el lobo, desatendiendo los consejos de los habitantes, que querían a todo trance disuadirle. Y, haciendo la señal de la cruz, salió fuera del pueblo con sus compañeros, puesta en Dios toda su confianza. Como los compañeros vacilaran en seguir adelante, San Francisco se encaminó resueltamente hacia el lugar donde estaba el lobo. Cuando he aquí que, a la vista de muchos de los habitantes, que habían seguido en gran número para ver este milagro, el lobo avanzó al encuentro de San Francisco con la boca abierta; acercándose a él, San Francisco le hizo la señal de la cruz, lo llamó a sí y le dijo:
-- ¡Ven aquí, hermano lobo! Yo te mando, de parte de Cristo, que no hagas daño ni a mí ni a nadie.
¡Cosa admirable! Apenas trazó la cruz San Francisco, el terrible lobo cerró la boca, dejó de correr y, obedeciendo la orden, se acercó mansamente, como un cordero, y se echó a los pies de San Francisco. Entonces, San Francisco le habló en estos términos:
-- Hermano lobo, tú estás haciendo daño en esta comarca, has causado grandísimos males, maltratando y matando las criaturas de Dios sin su permiso; y no te has contentado con matar y devorar las bestias, sino que has tenido el atrevimiento de dar muerte y causar daño a los hombres, hechos a imagen de Dios. Por todo ello has merecido la horca como ladrón y homicida malvado. Toda la gente grita y murmura contra ti y toda la ciudad es enemiga tuya. Pero yo quiero, hermano lobo, hacer las paces entre tú y ellos, de manera que tú no les ofendas en adelante, y ellos te perdonen toda ofensa pasada, y dejen de perseguirte hombres y perros.
Ante estas palabras, el lobo, con el movimiento del cuerpo, de la cola y de las orejas y bajando la cabeza, manifestaba aceptar y querer cumplir lo que decía San Francisco. Díjole entonces San Francisco:
-- Hermano lobo, puesto que estás de acuerdo en sellar y mantener esta paz, yo te prometo hacer que la gente de la ciudad te proporcione continuamente lo que necesites mientras vivas, de modo que no pases ya hambre; porque sé muy bien que por hambre has hecho el mal que has hecho. Pero, una vez que yo te haya conseguido este favor, quiero, hermano lobo, que tú me prometas que no harás daño ya a ningún hombre del mundo y a ningún animal. ¿Me lo prometes?
El lobo, inclinando la cabeza, dio a entender claramente que lo prometía. San Francisco le dijo:
-- Hermano lobo, quiero que me des fe de esta promesa, para que yo pueda fiarme de ti plenamente.
Tendióle San Francisco la mano para recibir la fe, y el lobo levantó la pata delantera y la puso mansamente sobre la mano de San Francisco, dándole la señal de fe que le pedía. Luego le dijo San Francisco:
-- Hermano lobo, te mando, en nombre de Jesucristo, que vengas ahora conmigo sin temor alguno; vamos a concluir esta paz en el nombre de Dios.
El lobo, obediente, marchó con él como manso cordero, en medio del asombro de los habitantes. Corrió rápidamente la noticia por toda la ciudad; y todos, grandes y pequeños, hombres y mujeres, jóvenes y viejos, fueron acudiendo a la plaza para ver el lobo con San Francisco. Cuando todo el pueblo se hubo reunido, San Francisco se levantó y les predicó, diciéndoles, entre otras cosas, cómo Dios permite tales calamidades por causa de los pecados; y que es mucho más de temer el fuego del infierno, que ha de durar eternamente para los condenados, que no la ferocidad de un lobo, que sólo puede matar el cuerpo; y si la boca de un pequeño animal infunde tanto miedo y terror a tanta gente, cuánto más de temer no será la boca del infierno. «Volveos, pues, a Dios, carísimos, y haced penitencia de vuestros pecados, y Dios os librará del lobo al presente y del fuego infernal en el futuro».
Terminado el sermón, dijo San Francisco:
-- Escuchad, hermanos míos: el hermano lobo, que está aquí ante vosotros, me ha prometido y dado su fe de hacer paces con vosotros y de no dañaros en adelante en cosa alguna si vosotros os comprometéis a darle cada día lo que necesita. Yo salgo fiador por él de que cumplirá fielmente por su parte el acuerdo de paz.
Entonces, todo el pueblo, a una voz, prometió alimentarlo continuamente. Y San Francisco dijo al lobo delante de todos:
-- Y tú, hermano lobo, ¿me prometes cumplir para con ellos el acuerdo de paz, es decir, que no harás daño ni a los hombres, ni a los animales, ni a criatura alguna?
El lobo se arrodilló y bajó la cabeza, manifestando con gestos mansos del cuerpo, de la cola y de las orejas, en la forma que podía, su voluntad de cumplir todas las condiciones del acuerdo. Añadió San Francisco:
-- Hermano lobo, quiero que así como me has dado fe de esta promesa fuera de las puertas de la ciudad, vuelvas ahora a darme fe delante de todo el pueblo de que yo no quedaré engañado en la palabra que he dado en nombre tuyo.
Entonces, el lobo, alzando la pata derecha, la puso en la mano de San Francisco. Este acto y los otros que se han referido produjeron tanta admiración y alegría en todo el pueblo, así por a devoción del Santo como por la novedad del milagro y por la paz con el lobo, que todos comenzaron a clamar al cielo, alabando y bendiciendo a Dios por haberles enviado a San Francisco, el cual, por sus méritos, los había librado de la boca de la bestia feroz.
El lobo siguió viviendo dos años en Gubbio; entraba mansamente en las casas de puerta en puerta, sin causar mal a nadie y sin recibirlo de ninguno. La gente lo alimentaba cortésmente, y, aunque iba así por la ciudad y por las casas, nunca le ladraban los perros. Por fin, al cabo de dos años, el hermano lobo murió de viejo; los habitantes lo sintieron mucho, ya que, al verlo andar tan manso por la ciudad, les traía a la memoria la virtud y la santidad de San Francisco (5).
En alabanza de Cristo. Amén.

Visión admirable de un joven novicio que estaba en trance de salir de la Orden.




Capítulo XX
Visión admirable de un joven novicio
que estaba en trance de salir de la Orden
Un joven muy noble y delicado entró en la Orden de San Francisco; y al cabo de unos días, por instigación del demonio, comenzó a sentir tal repugnancia al hábito que vestía, que le parecía llevar un saco vilísimo; las mangas, la capucha, la largura, la aspereza del mismo, todo se le hacía una carga insoportable. A esto se añadía el disgusto por la vida religiosa. Tomó, pues, la decisión de dejar el hábito y volver al mundo.
Había tomado la costumbre, como le había enseñado su maestro, cada vez que pasaba delante del altar del convento en que se conservaba el cuerpo de Cristo, de arrodillarse con gran reverencia, quitarse la capucha e inclinarse con los brazos cruzados ante el pecho. Y sucedió que la misma noche en que iba a marcharse y salir de la Orden, tuvo que pasar por delante del altar del convento; conforme a la costumbre, al pasar se arrodilló e hizo la reverencia.
En aquel momento fue arrebatado en espíritu, y Dios le mostró una visión maravillosa: vio delante de sí una muchedumbre casi infinita de santos que desfilaban en forma de procesión, de dos en dos, todos vestidos de brocados bellísimos y preciosos; sus rostros y sus manos resplandecían como el sol y se movían al compás de cantos y música de ángeles. Entre aquellos santos había dos, vestidos con mayor elegancia y más adornados que todos los otros, envueltos en tanta claridad, que llenaban de estupor a quien los contemplaba; y hacia el fin de la procesión vio uno adornado de tanta gloria, que semejaba un novel caballero con sus galas.
El joven no cabía de admiración ante tal visión, sin entender qué podía significar aquella procesión; y no osaba preguntar, estupefacto como se hallaba por la dulcedumbre. Cuando ya había pasado toda la procesión, cobró ánimo, corrió detrás de los últimos y les preguntó lleno de temor:
-- ¡Oh carísimos!, os ruego tengáis a bien decirme quiénes son los maravillosos personajes que forman esta procesión venerable.
-- Has de saber, hijo -le respondieron-, que todos nosotros somos hermanos menores, que en este momento venimos de la gloria del paraíso.
-- Y ¿quiénes son -preguntó- aquellos dos que resplandecen más que los otros?
-- Aquellos dos -le respondieron- son San Francisco y San Antonio (4); y ese último que has visto tan honrado es un santo hermano que ha muerto hace poco tiempo; a ése, por haber combatido valerosamente contra las tentaciones y haber perseverado hasta el fin, nosotros lo conducimos en triunfo a la gloria del paraíso. Estos vestidos de brocado, tan hermosos, que llevamos, nos han sido dados a cambio de la aspereza de las túnicas que llevábamos pacientemente en la vida religiosa; y la gloriosa claridad en que nos ves envueltos nos ha sido dada por Dios como premio a la penitencia humilde y a la santa pobreza, obediencia y castidad que hemos guardado hasta el fin. Por tanto, hijo, no te debe resultar penoso llevar el saco de la Orden, tan provechoso, ya que si, por amor de Cristo, desprecias el mundo, y mortificas la carne, y luchas valerosamente contra el demonio, tú también tendrás un día un vestido igual e igual claridad de gloria.
Dichas estas palabras, el joven volvió en sí mismo, y, animado con esta visión, echó de sí toda tentación, reconoció su culpa ante el guardián y los hermanos, y de allí en adelante deseó la aspereza de la penitencia y de los vestidos; y terminó su vida en la Orden en grandísima santidad.
En alabanza de Cristo. Amén.

Cómo fue revelado a San Francisco que su enfermedad era un don de Dios para merecer el gran tesoro.

Capítulo XIX
Cómo fue revelado a San Francisco que su enfermedad
era un don de Dios para merecer el gran tesoro
Se hallaba San Francisco gravemente enfermo de los ojos, y messer Hugolino, cardenal protector de la Orden, por el tierno amor que le profesaba, le escribió que fuera a encontrarse con él en Rieti, donde había muy buenos médicos de los ojos (1). San Francisco, recibida la carta del cardenal, fue primero a San Damián, donde estaba Santa Clara, esposa devotísima de Cristo, con el fin de darle alguna consolación y luego proseguir a donde el cardenal lo llamaba. Pero, estando aquí, a la noche siguiente empeoró de tal manera su mal de ojos, que no soportaba la luz. Como por esta razón no podía partir, le hizo Santa Clara una celdita de cañizos para que pudiera reposar. Pero San Francisco, entre el dolor de la enfermedad y por la multitud de ratones, que le daban grandísima molestia, no hallaba modo de reposar ni de día ni de noche.
Y como se prolongase por muchos días aquel dolor y aquella tribulación, comenzó a pensar y a reconocer que todo era castigo de Dios por sus pecados; se puso a dar gracias a Dios con todo el corazón y con la boca, y gritaba en alta voz:
-- Señor mío, yo me merezco todo esto y mucho más. Señor mío Jesucristo, pastor bueno, que te sirves de las penas y aflicciones corporales para comunicar tu misericordia a nosotros pecadores, concédeme a mí, tu ovejita, gracia y fortaleza para que ninguna enfermedad, ni aflicción, ni dolor me aparte de ti.
Hecha esta oración, oyó una voz del cielo que le decía:
-- Francisco, respóndeme: si toda la tierra fuese oro, y todos los mares, ríos y fuentes fuesen bálsamo, y todos los montes, colinas y rocas fuesen piedras preciosas, y tú hallases otro tesoro más noble aún que estas cosas, cuanto aventaja el oro a la tierra, el bálsamo al agua, las piedras preciosas a los montes y las rocas, y te fuese dado, por esta enfermedad, ese tesoro más noble, ¿no deberías mostrarte bien contento y alegre?
Respondió San Francisco:
-- ¡Señor, yo no merezco un tesoro tan precioso!
Y la voz de Dios prosiguió:
-- ¡Regocíjate, Francisco, porque ése es el tesoro de la vida eterna que yo te tengo preparado, y cuya posesión te entrego ya desde ahora; y esta enfermedad y aflicción es prenda de ese tesoro bienaventurado! (2).
Entonces, San Francisco llamó al compañero, con grandísima alegría por una promesa tan gloriosa, y le dijo:
-- ¡Vamos donde el cardenal!
Y, consolando antes a Santa Clara con santas palabras y despidiéndose de ella, tomó el camino de Rieti. Le salió al encuentro tal muchedumbre de gente cuando se acercaba, que no quiso entrar en la ciudad, sino que se dirigió a una iglesia distante de ella unas dos millas.
Al enterarse los habitantes de que se hallaba en aquella iglesia, acudieron en tropel a verlo, de forma que la viña de la iglesia quedó totalmente talada y la uva desapareció. El capellán tuvo con ello un gran disgusto y estaba pesaroso de haber dado hospedaje a San Francisco. Supo San Francisco, por revelación divina, el pensamiento del sacerdote; lo hizo llamar y le dijo:
-- Padre amadísimo, ¿cuántas cargas de vino te suele dar esta viña en los años mejores?
-- Doce cargas -respondió él.
-- Te ruego, padre -le dijo San Francisco-, que lleves con paciencia mi permanencia aquí por algunos días, ya que me siento muy aliviado, y deja, por amor de Dios y de este pobrecillo, que cada uno tome uvas de esta tu viña; que yo te prometo, de parte de nuestro Señor Jesucristo, que te ha de dar este año veinte cargas.
Esto lo hacía San Francisco para seguir allí, por el gran fruto espiritual que se producía palpablemente en la gente que acudía; muchos se iban embriagados del amor divino y decididos a abandonar el mundo.
El sacerdote se fió de la promesa de San Francisco, y dejó libremente la viña a merced de cuantos iban a verlo. ¡Cosa admirable! La viña quedó arrasada del todo y despojada, sin que quedara más que algún que otro racimo. Llegó el tiempo de la vendimia; el sacerdote recogió aquellos racimos, los echó en el lagar y los pisó, obtuvo veinte cargas de excelente vino, como se lo había profetizado San Francisco (3).
Este milagro dio claramente a entender que así como, por los méritos de San Francisco, produjo tal abundancia de vino aquella viña despojada de uva, así el pueblo cristiano, estéril de virtudes por el pecado, produciría muchas veces abundantes frutos de penitencia por los méritos, la virtud y la doctrina de San Francisco.
En alabanza de Cristo. Amén.

Cómo San Francisco reunió un capítulo de cinco mil hermanos en Santa María de los Ángeles.



Capítulo XVIII
Cómo San Francisco reunió un capítulo de cinco mil hermanos
en Santa María de los Angeles
El fiel siervo de Cristo Francisco reunió una vez un capítulo general en Santa María de los Angeles, al que asistieron cinco mil hermanos (11). En él estuvo presente Santo Domingo, cabeza y fundador de la Orden de los Hermanos Predicadores; se dirigía de Borgoña a Roma, y, habiendo sabido de aquella asamblea capitular reunida por San Francisco en la llanura de Santa María de los Angeles, fue a verla con siete hermanos de su Orden (12).
Se halló también presente a este capítulo un cardenal devotísimo de San Francisco, al cual él le había profetizado que sería papa, y así fue (13). Este cardenal había llegado expresamente de Perusa, donde se hallaba la corte pontificio, a Asís; y todos los días iba a ver a San Francisco y a sus hermanos; a veces cantaba la misa, otras veces predicaba a los hermanos en el capítulo. Experimentaba grande gozo y devoción este cardenal, cuando iba a visitar aquella santa asamblea, viendo en la explanada, en torno a Santa María de los Angeles, sentados a los hermanos por grupos; sesenta aquí, cien allá, doscientos o trescientos más allá, todos a una ocupados en razonar de Dios; unos llorando de consuelo, otros en oración, otros en ejercicios de caridad; y en un ambiente tal de silencio y de modestia, que no se oía el menor ruido. Lleno de admiración al ver una multitud tan bien ordenada, decía entre lágrimas de gran devoción:
-- ¡Verdaderamente éste es el campamento y el ejército de los caballeros de Dios!
En toda aquella muchedumbre, a ninguno se le oía hablar de cosas vanas o frívolas, sino que, dondequiera se hallaba reunido un grupo de hermanos, se les veía o bien orando, o bien recitando el oficio, o llorando los propios pecados y los de los bienhechores, o platicando sobre la salud del alma. Había por toda la explanada cobertizos hechos con cañizos y esteras, agrupados según las provincias a que pertenecían los hermanos; por eso este capítulo fue llamado el capítulo de los cañizos o de las esteras. De cama les servía la desnuda tierra; algunos se acostaban sobre paja; por almohada tenían una piedra o un madero.
Todo esto hacía que todos los que los veían o escuchaban les mostraran gran devoción; y era tanta la fama de su santidad, que de la corte del papa, que estaba a la sazón en Perusa, y de otros lugares del valle de Espoleto iban a verlos muchos condes, barones y caballeros, y otros gentileshombres, y mucha gente del pueblo, así como también cardenales, obispos y abades, además de otros clérigos, ganosos de ver una asamblea tan santa, tan grande, tan humilde, como nunca la había conocido el mundo con tantos hombres santos juntos. Pero, sobre todo, iban para ver al que era cabeza y padre santísimo de toda aquella santa gente, aquel que había arrebatado al mundo semejante presa y había reunido una grey tan bella y devota tras las huellas del verdadero pastor Jesucristo.


Estando, pues, reunido todo el capítulo general, el santo padre de todos y ministro general, San Francisco, a impulsos del ardor del espíritu, expuso la palabra de Dios y les predicó en alta voz lo que el Espíritu Santo le hacía decir. Escogió por tema de la plática estas palabras:
-- Hijos míos, grandes cosas hemos prometido, pero mucho mayores son las que Dios nos ha prometido a nosotros; mantengamos lo que nosotros hemos prometido y esperemos con certeza lo que nos ha sido prometido. Breve es el deleite del mundo, pero la pena que le sigue después es perpetua. Pequeño es el padecer de esta vida, pero la gloria de la otra vida es infinita (14).
Y, glosando devotísimamente estas palabras, alentaba y animaba a los hermanos a la obediencia y reverencia de la santa madre Iglesia, a la caridad fraterna, a orar por todo el pueblo de Dios, a tener paciencia en las contrariedades y templanza en la prosperidad, a mantener pureza y castidad angélicas, a permanecer en paz y concordia con Dios, y con los hombres, y con la propia conciencia; a amar y a observar la santísima pobreza. Y al llegar aquí dijo:
-- Os mando, por el mérito de la santa obediencia, a todos vosotros aquí reunidos, que ninguno de vosotros se preocupe ni ande afanoso sobre lo que ha de comer o beber, ni de cosa alguna necesaria al cuerpo, sino atended solamente a orar y alabar a Dios; y dejadle a Él el cuidado de vuestro cuerpo, ya que Él cuida de vosotros de manera especial.
Todos ellos recibieron este mandato con alegría de corazón y rostro feliz. Y, cuando San Francisco terminó su plática, todos se pusieron en oración.
Estaba presente a todo esto Santo Domingo, y halló muy extraño semejante mandato de San Francisco, juzgándolo indiscreto; no le cabía que tal muchedumbre pudiese ir adelante sin tener cuidado alguno de las cosas corporales. Pero el Pastor supremo, Cristo bendito, para demostrar que él tiene cuidado de sus ovejas y rodea de amor singular a sus pobres, movió al punto a los habitantes de Perusa, de Espoleto, de Foligno, de Spello, de Asís y de toda la comarca a llevar de beber y de comer a aquella santa asamblea. Y se vio de pronto venir de aquellas poblaciones gente con jumentos, caballos y carros cargados de pan y de vino, de habas y de otros alimentos, a la medida de la necesidad de los pobres de Cristo. Además de esto, traían servilletas, jarras, vasos y demás utensilios necesarios para tal muchedumbre. Y se consideraba feliz el que podía llevar más cosas o servirles con mayor diligencia, hasta el punto que aun los caballeros, barones y otros gentileshombres, que habían venido por curiosidad, se ponían a servirles con grande humildad y devoción.
Al ver todo esto Santo Domingo y al comprobar en qué manera era verdad que la Providencia divina se ocupaba de ellos, confesó con humildad haber censurado falsamente de indiscreto el mandato de San Francisco, se arrodilló ante él diciendo humildemente su culpa y añadió:
-- No hay duda de que Dios tiene cuidado especial de estos santos pobrecillos, y yo no lo sabía. De ahora en adelante, prometo observar la santa pobreza evangélica y maldigo, de parte de Dios, a todos aquellos hermanos de mi Orden que tengan en esta Orden la presunción de tener nada en propiedad (15).
Quedó muy edificado Santo Domingo de la fe del santísimo Francisco, no menos que de la obediencia, de la pobreza y del buen orden que reinaba en una concentración tan grande, así como de la Providencia divina y de la copiosa abundancia de todo bien.
En aquel mismo capítulo tuvo conocimiento San Francisco de que muchos hermanos llevaban cilicios y argollas de hierro a raíz de la carne, lo cual era causa de que muchos enfermaran, llegando algunos a morir, y de que otros se hallaran impedidos para la oración. Llevado, por lo tanto, de su gran discreción paternal, ordenó, por santa obediencia, que todos aquellos que tuviesen cilicios o argollas de hierro se los quitasen y los trajeran delante de él. Así lo hicieron. Y se contaron hasta quinientos cilicios de hierro, y mayor número de anillas, que llevaban en los brazos, en la cintura, en las piernas; en tal cantidad, que se formó un gran montón; y todo lo hizo dejar allí San Francisco (16).
Terminado el capítulo, San Francisco animó a todos a seguir en el bien y les instruyó sobre el modo de vivir sin pecado en este mundo malvado, y los mandó, llenos de consoladora alegría espiritual, a sus provincias con la bendición de Dios y la suya propia.
En alabanza de Cristo. Amén.

Cómo un niño quiso saber lo que hacía San Francisco de noche.





Capítulo XVII
Cómo un niño quiso saber lo que hacía San Francisco de noche
Un niño muy puro e inocente fue admitido en la Orden cuando aún vivía San Francisco (10); y estaba en un eremitorio pequeño, en el cual los hermanos, por necesidad, dormían en el suelo. Fue una vez San Francisco a ese eremitorio; y a la tarde, después de rezar completas, se acostó a fin de poder levantarse a hacer oración por la noche mientras dormían los demás, según tenía de costumbre.
Este niño se propuso espiar con atención lo que hacía San Francisco, para conocer su santidad, y de modo especial le intrigaba lo que hacía cuando se levantaba por la noche. Y para que el sueño no se lo impidiese, se echó a dormir al lado de San Francisco y ató su cordón al de San Francisco, a fin de poder sentir cuando se levantaba; San Francisco no se dio cuenta de nada. De noche, durante el primer sueño, cuando todos los hermanos dormían, San Francisco se levantó, y, al notar que el cordón estaba atado, lo soltó tan suavemente, que el niño no se dio cuenta; fue al bosque, que estaba próximo al eremitorio; entró en una celdita que había allí y se puso en oración.
Al poco rato despertó el niño, y, al ver el cordón desatado y que San Francisco se había marchado, se levantó también él y fue en su busca; hallando abierta la puerta que daba al bosque, pensó que San Francisco habría ido allá, y se adentró en el bosque. Al llegar cerca del sitio donde estaba orando San Francisco, comenzó a oír una animada conversación; se aproximó más para entender lo que oía, y vio una luz admirable que envolvía a San Francisco; dentro de esa luz vio a Jesús, a la Virgen María, a San Juan el Bautista y al Evangelista, y una gran multitud de ángeles, que estaban hablando con San Francisco. Al ver y oír esto, el niño cayó en tierra desvanecido.
Cuando terminó el misterio de aquella santa aparición, volviendo al eremitorio, San Francisco tropezó con los pies en el niño, que yacía en el camino como muerto, y, lleno de compasión, lo tomó en brazos y lo llevó a la cama, como hace el buen pastor con su ovejita.
Pero, al saber después, de su boca, que había visto aquella visión, le mandó no decirla jamás mientras él estuviera en vida. Este niño fue creciendo grandemente en la gracia de Dios y devoción de San Francisco y llegó a ser un religioso eminente en la Orden; sólo después de la muerte de San Francisco descubrió aquella visión a los hermanos.
En alabanza de Cristo. Amén.

Cómo quiso San Francisco conocer la voluntad de Dios, por medio de la oración de Santa Clara y del hermano Silvestre, sobre si debía andar predicando o dedicarse a la contemplación.


Capítulo XVI
Cómo quiso San Francisco conocer la voluntad de Dios,
por medio de la oración de Santa Clara y del hermano Silvestre,
sobre si debía andar predicando o dedicarse a la contemplación
(3)
El humilde siervo de Dios San Francisco, poco después de su conversión, cuando ya había reunido y recibido en la Orden a muchos compañeros, tuvo grande perplejidad sobre lo que debía hacer: o vivir entregado solamente a la oración, o darse alguna vez a la predicación; y deseaba vivamente conocer cuál era la voluntad de Dios. Y como la santa humildad, que poseía en alto grado, no le permitía presumir de sí ni de sus oraciones, prefirió averiguar la voluntad divina recurriendo a las oraciones de otros. Llamó, pues, al hermano Maseo y le habló así:
-- Vete a encontrar a la hermana Clara y dile de mi parte que, junto con algunas de sus compañeras más espirituales, ore devotamente a Dios pidiéndole se digne manifestarme lo que será mejor: dedicarme a predicar o darme solamente a la oración. Vete después a encontrar al hermano Silvestre y le dirás lo mismo.
Era éste aquel messer Silvestre que, siendo aún seglar, había visto salir de la boca de San Francisco una cruz de oro que se elevaba hasta el cielo y se extendía hasta los confines del mundo. Era el hermano Silvestre de tal devoción y santidad, que todo lo que pedía a Dios lo obtenía y muchas veces conversaba con Dios; por esto, San Francisco le profesaba gran devoción.
Marchó el hermano Maseo, y, conforme al mandato de San Francisco, llevó la embajada primero a Santa Clara y después al hermano Silvestre. Éste, no bien la recibió, se puso al punto en oración; mientras oraba tuvo la respuesta divina, y volvió donde el hermano Maseo y le habló así:
-- Esto es lo que has de decir al hermano Francisco de parte de Dios: que Dios no lo ha llamado a ese estado solamente para él, sino para que coseche fruto de almas y se salven muchos por él.
Recibida esta respuesta, el hermano Maseo volvió donde Santa Clara para saber qué es lo que Dios le había hecho conocer. Y Clara respondió que ella y sus compañeras habían tenido de Dios aquella misma respuesta recibida por el hermano Silvestre.
Con esto volvió el hermano Maseo donde San Francisco, y San Francisco lo recibió con gran caridad, le lavó los pies y le sirvió de comer (4). Cuando hubo comido el hermano Maseo, San Francisco lo llevó consigo al bosque, se arrodilló ante él, se quitó la capucha y, cruzando los brazos, le preguntó:
-- ¿Qué es lo que quiere de mí mi Señor Jesucristo?
El hermano Maseo respondió:
-- Tanto al hermano Silvestre como a sor Clara y sus hermanas ha respondido y revelado Cristo que su voluntad es que vayas por el mundo predicando, ya que no te ha elegido para ti solo, sino también para la salvación de los demás.
Oída esta respuesta, que le manifestaba la voluntad de Cristo, se levantó al punto lleno de fervor y dijo:
-- ¡Vamos en el nombre de Dios!
Tomó como compañeros a los hermanos Maseo y Ángel (5), dos hombres santos, y se lanzó con ellos a campo traviesa, a impulsos del espíritu. Llegaron a una aldea llamada Cannara (6); San Francisco se puso a predicar, mandando antes a las golondrinas que, cesando en sus chirridos, guardasen silencio hasta que él hubiera terminado de hablar. Las golondrinas obedecieron (7). Y predicó con tanto fervor, que todos los del pueblo, hombres y mujeres, querían irse tras él movidos de devoción, abandonando el pueblo. Pero San Francisco no se lo consintió, sino que les dijo:
-- No tengáis prisa, no os vayáis de aquí; ya os indicaré lo que debéis hacer para la salvación de vuestras almas.
Entonces le vino la idea de fundar la Orden Tercera para la salvación universal de todos (8). Y, dejándolos así muy consolados y bien dispuestos para la vida de penitencia, marchó de allí y prosiguió entre Cannara y Bevagna.
 

Iba caminando con el mismo fervor, cuando, levantando la vista, vio junto al camino algunos árboles, y, en ellos, una muchedumbre casi infinita de pájaros (9). San Francisco quedó maravillado y dijo a sus compañeros:
-- Esperadme aquí en el camino, que yo voy a predicar a mis hermanitos los pájaros.
Se internó en el campo y comenzó a predicar a los pájaros que estaban por el suelo. Al punto, todos los que había en los árboles acudieron junto a él; y todos juntos se estuvieron quietos hasta que San Francisco terminó de predicar; y ni siquiera entonces se marcharon hasta que él les dio la bendición. Y, según refirió más tarde el hermano Maseo al hermano Santiago de Massa, aunque San Francisco andaba entre ellos y los tocaba con el hábito, ninguno se movía.
El tenor de la plática de San Francisco fue de esta forma:
-- Hermanas mías avecillas, os debéis sentir muy deudoras a Dios, vuestro creador, y debéis alabarlo siempre y en todas partes, porque os ha dado la libertad para volar donde queréis; os ha dado, además, vestido doble y aun triple; y conservó vuestra raza en el arca de Noé, para que vuestra especie no desapareciese en el mundo. Le estáis también obligadas por el elemento del aire, pues lo ha destinado a vosotras. Aparte de esto, vosotras no sembráis ni segáis, y Dios os alimenta y os regala los ríos y las fuentes, para beber; los montes y los valles, para guarecemos, y los árboles altos, para hacer en ellos vuestros nidos. Y como no sabéis hilar ni coser, Dios os viste a vosotras y a vuestros hijos. Ya veis cómo os ama el Creador, que os hace objeto de tantos beneficios. Por lo tanto, hermanas mías, guardaos del pecado de la ingratitud, cuidando siempre de alabar a Dios.
Mientras San Francisco les iba hablando así, todos aquellos pájaros comenzaron a abrir sus picos, a estirar sus cuellos y a extender sus alas, inclinando respetuosamente sus cabezas hasta el suelo, y a manifestar con sus actitudes y con sus cantos el grandísimo contento que les proporcionaban las palabras del Padre santo. San Francisco se regocijaba y recreaba juntamente con ellos, sin dejar de maravillarse de ver semejante muchedumbre de pájaros, en tan hermosa variedad, y la atención y familiaridad que mostraban. Por ello alababa en ellos devotamente al Creador.
Finalmente, terminada la plática, San Francisco trazó sobre ellos la señal de la cruz y les dio licencia para irse. Entonces, todos los pájaros se elevaron en banda en el aire entre cantos armoniosos; luego se dividieron en cuatro grupos, siguiendo la cruz que San Francisco había trazado: un grupo voló hacia el oriente; otro, hacia el occidente; el tercero, hacia el mediodía; el cuarto, hacia el septentrión, y cada banda se alejaba cantando maravillosamente. En lo cual se significaba que así como San Francisco, abanderado de la cruz de Cristo, les había predicado y había hecho sobre ellos la señal de la cruz, siguiendo la cual ellos se separaron, cantando, en dirección de las cuatro partes del mundo, de la misma manera él y sus hermanos habían de llevar a todo el mundo la predicación de la cruz de Cristo, esa misma cruz renovada por San Francisco. Los hermanos menores, como las avecillas, no han de poseer nada propio en este mundo, dejando totalmente el cuidado de su vida a la providencia de Dios.
En alabanza de Cristo. Amén.